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Los hijos subrogados del dios del dinero

Ismael Ramos

8 de abril de 2023 22:51 h

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Fue a los veinte años, en las gradas de un aula de la Facultad de Filología. Estábamos viendo Todo sobre mi madre y, en la pantalla enfocada por un proyector de mala calidad, Marisa Paredes —Huma Rojo, en la película— recitaba un fragmento de Bodas de sangre adaptado en la obra Haciendo a Lorca de Lluís Pasqual: “Hay gente que piensa que los hijos son cosa de un día. Pero se tarda mucho. Mucho. Por eso es tan terrible ver la sangre de un hijo derramada por el suelo… Una fuente que corre durante un minuto y a nosotras nos ha costado años”. Fue allí, entonces, en ese momento, cuando supe que no podría ser padre. Mejor dicho, que no podría ser madre, que no traería hijos a este mundo. Empecé a escribir sobre la sangre, comencé a leer a autoras y autores —hombres gays— que hablaban exactamente de lo mismo que yo: de esto que experimentaba como una renuncia, como una injusticia. Pero ¿a qué estaba renunciando? A un deseo, renunciaba a un deseo. Aprendí a los veinte años que ser padre no es un derecho. Mucho menos aún ser padre biológico.

A la tragedia de estos días la he llamado “Ana Sandra de Sofocles” —aunque bien podría ser “Ana Sandra de Almodóvar” producida por El Deseo— y en ella la protagonista es una niña que, como en toda tragedia griega, nace marcada por los designios de un dios caprichoso, en este caso, el del dinero. Una mujer sola de casi setenta años le pide al dios del dinero que le envíe al primogénito de su hijo muerto —prematuramente, como todos los héroes— y la deidad le concede el deseo. El precio a pagar, por supuesto, será el sacrificio de una mujer, su cuerpo. Cualquiera servirá. Como siempre, se elige a alguien humilde, alguien a quien el pueblo no protegerá, por quien el pueblo no clamará venganza. La promesa se cumple y nace una hermosa niña: Ana Sandra. Olvidemos ahora que es hija de un joven muerto, que su madre es su abuela. Centrémonos en lo importante: Ana Sandra, la protagonista de la tragedia, es hija del dinero y de un cuerpo vulnerable, sacrificado para ejercer el poder.

Estamos hablando de un dios caprichoso, lleno de remordimientos. La violencia del dinero se ejerce siempre en la gestación subrogada sobre mujeres que se encuentran en situación de exclusión o que —cualesquiera que sean las circunstancias— necesitan ese dinero. No gestan fruto del amor ni de la generosidad, sino que sobre su útero gobiernan los que pueden más: los que más pagan. Le preguntaría ahora a Ana Obregón o a tanta gente que “alquila” un vientre: ¿querrías que tu hija hiciera lo mismo que la madre que la gestó? ¿Que viviese en las mismas condiciones que llevaron a esa mujer a traficar con su propio cuerpo? Imagino que la respuesta de esos padres amantísimos será siempre que no.

Incluso en un contexto ideal, la gestación subrogada implica, ante todo, una renuncia frente al egoísmo ajeno. La profesora y escritora Sabela Aldrey hablaba en Instagram sobre el personaje de Phoebe en la serie Friends, sobre el momento de la trama en la que decide gestar a los hijos de su hermano con una mujer mucho mayor que ellos. Finalmente, trae al mundo a tres bebés y pide un momento a solas con ellos para despedirse: es la escena más triste del personaje más cómico de la serie. Aldrey nos recuerda: “El acto voluntario de alguien no puede convertirse en privilegio de otro”. Nunca.

Ahora mismo, en Twitter, en las terrazas, en las sobremesas, estamos hablando por encima de cualquier otra cosa sobre comprar menores, sobre un bebé comprado, sobre traficar con cuerpos... Y esto nunca podrá ser regulado, nunca se dará en igualdad de condiciones, nunca sería justo si fuese ley. No importa lo feliz que sea después la madre gestante con el dinero, no importa cuántas fotos les hagáis a esas niñas y niños a medida que crezcan. Son hijos de vuestro egoísmo, de un amor que no supo transformarse en otro, de un deseo que hacemos pasar por instinto (¿desde cuándo lo irracional legitima algo?). Son hijos de la tristeza, la frustración y de un mundo violento, un lugar donde la libertad se paga con dinero.

Y diréis: ¿qué culpa tienen esos niños de haber nacido así? Ninguna. Igual que Edipo o Electra no tuvieron culpa, igual que Yocasta o Medea no tuvieron elección. La literatura nos enseña infinidad de cosas, casi todas terribles. Una mujer, un hombre libre no puede ser hijo de la desigualdad. Por suerte, en el país en que vivimos, los niños no son propiedad de sus padres, no podrían ser vendidos o devueltos al lugar de donde vinieron si alguna vez se hartasen de ellos. ¿Se imaginan? Sería terrible. Y, sin embargo, sí sucede lo contrario: las mujeres y los niños que llevan en sus vientres son tratados como mercancía. Y todavía hay quien discuta que todo esto sea una tragedia.

Recuerdo perfectamente aquella aula. A Marisa Paredes recitando: “Me mojé las manos con sangre y me las lamí con la lengua. Porque era mía”. Y aquello que sentí, esto que siento, todo cuanto veo y leo estos días, estoy seguro, no es amor.

Fue a los veinte años, en las gradas de un aula de la Facultad de Filología. Estábamos viendo Todo sobre mi madre y, en la pantalla enfocada por un proyector de mala calidad, Marisa Paredes —Huma Rojo, en la película— recitaba un fragmento de Bodas de sangre adaptado en la obra Haciendo a Lorca de Lluís Pasqual: “Hay gente que piensa que los hijos son cosa de un día. Pero se tarda mucho. Mucho. Por eso es tan terrible ver la sangre de un hijo derramada por el suelo… Una fuente que corre durante un minuto y a nosotras nos ha costado años”. Fue allí, entonces, en ese momento, cuando supe que no podría ser padre. Mejor dicho, que no podría ser madre, que no traería hijos a este mundo. Empecé a escribir sobre la sangre, comencé a leer a autoras y autores —hombres gays— que hablaban exactamente de lo mismo que yo: de esto que experimentaba como una renuncia, como una injusticia. Pero ¿a qué estaba renunciando? A un deseo, renunciaba a un deseo. Aprendí a los veinte años que ser padre no es un derecho. Mucho menos aún ser padre biológico.

A la tragedia de estos días la he llamado “Ana Sandra de Sofocles” —aunque bien podría ser “Ana Sandra de Almodóvar” producida por El Deseo— y en ella la protagonista es una niña que, como en toda tragedia griega, nace marcada por los designios de un dios caprichoso, en este caso, el del dinero. Una mujer sola de casi setenta años le pide al dios del dinero que le envíe al primogénito de su hijo muerto —prematuramente, como todos los héroes— y la deidad le concede el deseo. El precio a pagar, por supuesto, será el sacrificio de una mujer, su cuerpo. Cualquiera servirá. Como siempre, se elige a alguien humilde, alguien a quien el pueblo no protegerá, por quien el pueblo no clamará venganza. La promesa se cumple y nace una hermosa niña: Ana Sandra. Olvidemos ahora que es hija de un joven muerto, que su madre es su abuela. Centrémonos en lo importante: Ana Sandra, la protagonista de la tragedia, es hija del dinero y de un cuerpo vulnerable, sacrificado para ejercer el poder.