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Imposible pedir perdón en el siglo XXI
En esta semana extraña con tres lunes, tres viernes y tres domingos, mis biorritmos se han tenido que enfrentar también a pedir perdón. Una cosa rara, excepcional. Fue un perdón sincero, necesario. La conversación duró casi seis horas. Da igual lo que allí se debatía, si el tema era más o menos escabroso, si la cuestión estaba candente o largamente enquistada. Lo excepcional de todo esto era el perdón en sí. Más excepcional todavía: la disculpa mutua.
Quedo con mi amigo para dar un paseo. Yo sé que él está molesto conmigo. Yo estoy molesto con él. Los dos sabemos de antemano —ha habido un mediador— que estamos dispuestos a reconocer que nos hemos equivocado. Acudimos a la cita con las cartas marcadas. Y, aun así, hablamos durante casi dos horas y media sobre cualquier otra cosa. Bordeamos elegantemente el elefante, lo rodeamos hasta la náusea y, cuando ya se nos cae la noche encima y el frío se hace insoportable: hablamos. No voy a decir que las tres horas posteriores fuesen sencillas, pero sí reconfortantes. Una conversación tan larga es la prueba de una larga amistad. Sin embargo, hoy me interesan más las dos horas previas y los meses en que no nos dijimos nada. Los meses durante los que se fueron acumulando las versiones deformadas, el rencor. ¿Por qué somos incapaces de pedir perdón? Mejor dicho: ¿por qué profesamos una religión en la que pedir perdón es un sacrificio?
Busco en Google: “política pedir perdón”. El primer enlace me lleva a una reflexión a propósito de Bill Clinton y Monica Lewinsky. Su perdón la condenó, le arruinó la vida. Me pregunto si alguna vez alguien le pidió a ella disculpas por todo aquello. Lo dudo mucho. Las siguientes entradas en el buscador hablan de la difícil decisión de tener que rectificar públicamente. Un político que pide perdón es alguien débil. Otros artículos abogan por la humanización a través de una disculpa a tiempo. Problematizan si eso fortalece a la institución. Digo a la institución porque en la oposición, obviamente, nadie se equivoca nunca.
Creemos que pedir perdón es algo reservado para los niños pequeños, un recordatorio incómodo de que todavía no hemos madurado lo suficiente y, ya de mayores, se convierte en una especie de impostura, de falso discurso. Todo a su alrededor tiene algo de pareja mentirosa, de comercial minorista o encantador de serpientes. El mundo donde vivimos es tan poco sólido —ghosting, luz de gas, el vaho saliendo de nuestras bocas mientras cruzamos ida y vuelta el parque durante horas— que pedir perdón se ha convertido en una gran excusa, en un recurso reservado para malos actores. Un amigo que pide perdón demasiadas veces es un mal amigo.
Hay otro chico al que llevo varios meses queriendo pedirle perdón. Vive en Nueva York. Este artículo me obligará a escribirle, me digo. Me convenzo. Este artículo quiere ser una prueba de mi sinceridad y un ataque contra la falsedad del mundo. ¿Estoy echando balones fuera? Imposible pedir perdón en el siglo XXI. No hay ejemplos, ni referentes. No hay debate. Desconfiamos del perdón como de la paz: es un símbolo, una paloma que pasa de estar picoteando restos en el terraza de un bar a ser estandarte de cualquier causa.
Y, mientras tanto, sentimos el desgaste del orgullo. Desnaturalizamos con los amigos, con la familia, un gesto que nos salvaría de tantas otras cosas. Lo dejamos ir. Antes de despedirnos, mi amigo entra en un supermercado para comprar leche. Espero fuera. Yo aprovecho para seguir pensando y escucho el audio de otra amiga con la que he empezado a hablar de nuevo después de un año de silencio. Sé que la quiero. Sé que los quiero a todos, a los tres. Siento que el mundo y mi educación le han tendido una trampa a ese amor, a la amistad.
Al final nos abrazamos en la puerta de su casa. Hace mucho, muchísimo frío y la semana tiene tres lunes, tres viernes, tres domingos. Es como si todo esto no me hubiese sucedido a mí. Como si todos mis amigos fuesen a estar ahí para siempre. Y sé que no. Camino hasta mi apartamento. Después de pedir perdón, imagino, solo queda pensar en lo difícil que es perdonar.
En esta semana extraña con tres lunes, tres viernes y tres domingos, mis biorritmos se han tenido que enfrentar también a pedir perdón. Una cosa rara, excepcional. Fue un perdón sincero, necesario. La conversación duró casi seis horas. Da igual lo que allí se debatía, si el tema era más o menos escabroso, si la cuestión estaba candente o largamente enquistada. Lo excepcional de todo esto era el perdón en sí. Más excepcional todavía: la disculpa mutua.
Quedo con mi amigo para dar un paseo. Yo sé que él está molesto conmigo. Yo estoy molesto con él. Los dos sabemos de antemano —ha habido un mediador— que estamos dispuestos a reconocer que nos hemos equivocado. Acudimos a la cita con las cartas marcadas. Y, aun así, hablamos durante casi dos horas y media sobre cualquier otra cosa. Bordeamos elegantemente el elefante, lo rodeamos hasta la náusea y, cuando ya se nos cae la noche encima y el frío se hace insoportable: hablamos. No voy a decir que las tres horas posteriores fuesen sencillas, pero sí reconfortantes. Una conversación tan larga es la prueba de una larga amistad. Sin embargo, hoy me interesan más las dos horas previas y los meses en que no nos dijimos nada. Los meses durante los que se fueron acumulando las versiones deformadas, el rencor. ¿Por qué somos incapaces de pedir perdón? Mejor dicho: ¿por qué profesamos una religión en la que pedir perdón es un sacrificio?