Este blog es el espacio de opinión y reflexión de elDiario.es en Galicia.
Esta muerte está patrocinada por el Xacobeo 21-22
Recuerdo mi primer trabajo. En el verano de 1993 estaba a punto de cumplir 15 años, mi amiga María leyó en el periódico un anuncio en el que pedían gente joven y entusiasta para un trabajo de cara al público, no hacía falta experiencia previa, y allá nos fuimos las dos a una oficina del Ensanche compostelano en donde un señor sudoroso rodeado de cajas de cartón nos explicó que íbamos a vender viseras del Pelegrín a los turistas en la Praza do Obradoiro, que prácticamente nos las iban a quitar de las manos. Mentimos sobre nuestra edad y firmamos un papel que nos puso delante y que ninguna de las dos leyó, y nos fuimos para el Obradoiro cada una con su visera en la cabeza y dos mochilas rojas cargadas con la mercancía. Después de una tarde entera al sol del Obradoiro soportando improperios, María y yo volvimos a la oficina y le explicamos que no habíamos conseguido vender una sola visera, pero que habíamos pasado muchas horas de pie, estábamos agotadas y queríamos hablar de nuestro sueldo. El gerente de aquella operación multimillonaria nos explicó entonces que no teníamos un sueldo base, sino un porcentaje (no recuerdo si un 1% o menos) sobre visera vendida, y que el horario lo decidíamos nosotras, si queríamos ganar dinero teníamos que quejarnos menos y echarle horas. Así que devolvimos las mochilas y nuestras viseras, anunciamos solemnemente que renunciábamos, y volvimos a casa derrotadas por la lógica empresarial. Ese fue mi primer contacto con la precariedad laboral vinculada al turismo. Después vendrían unos cuantos más.
El hombre que nos dio nuestra primera lección de ética empresarial era uno de esos visionarios que, al abrigo del Plan Xacobeo, decidieron explotar un filón turístico con pocos precedentes en nuestro país mucho antes de que las pobres compostelanas como María y yo nos diésemos cuenta de la que se nos venía encima. Hoy en día parece difícil creer que hace escasos 30 años Santiago era una ciudad eminentemente universitaria, con un tejido industrial modesto pero funcional y un comercio diverso que entonces solo empezaba a orientarse un poco más hacia el turismo: en 1970 solo se contabilizaron 68 peregrinos en el Camino de Santiago, e incluso en el boom del 93 no llegaron a 100.000. Tres décadas después es imposible dar un paso en Galicia sin toparse con una señal con la característica flecha amarilla anunciando que por ahí pasa alguno de los innumerables caminos, ya podemos estar hablando de una playa de O Grove o de una senda forestal en Ribadumia; si nuestro ayuntamiento queda muy a desmano no hay problema, la Consellería puede bautizar la nueva ruta como “variante espiritual” y ya tenemos el negocio hecho.
Emulando a aquel visionario de las viseras del Pelegrín, el gobierno de Alberto Núñez Feijóo es el primero en querer exprimir al máximo el potencial de la ruta jacobea como único y último destino turístico, hasta el punto de que no hay una iniciativa lúdica o cultural en el país que pueda contar con el apoyo institucional si no nos avenimos a estampar en ella las letras del Xacobeo que toque, en este caso el prorrogado Año Santo 2021-2022. ¿Queremos una subvención pública para abrir un centro sociocultural? Xacobeo. ¿Queremos que la Consellería de Cultura patrocine un certamen de poesía? Xacobeo.
La obsesión del gobierno de la Xunta con su gallina de los huevos de oro llegó también a la cartelería institucional. Es frecuente que los gobiernos consoliden una imagen institucional -en este caso el logotipo de la Xunta- para señalizar edificios públicos, documentación y cualquier comunicación que parta de alguna de sus áreas. En ocasiones, ese logo institucional va acompañado de la publicidad de algún evento organizado o auspiciado por el mismo organismo público. En Galicia nos hemos acostumbrado a ver la vieira del Xacobeo estampada en los letreros que anuncian obras públicas o festivales. El Xacobeo ha acabado por asimilarse a la imagen exterior de Galicia y la Xunta anuncia el país como destino turístico en vallas publicitarias y eventos culturales.
Lo que no tiene sentido alguno es convertir a la ciudadanía gallega en vallas publicitarias andantes, luciendo el logo Xacobeo como quien compra una camiseta de marca para darle publicidad al diseñador. En las mascarillas de tela que la Xunta reparte en los centros de trabajo públicos para que el personal funcionario se proteja del coronavirus, el logotipo del Xacobeo 21 luce más grande que el escudo de la Xunta. La necesidad de que una profesora o una enfermera hagan publicidad de Galicia como destino turístico ante el alumnado o los pacientes es algo que se me escapa, pero en esas estamos. La vieira del Xacobeo ha invadido toda la documentación oficial, hasta los formularios y documentos en los que el sentido común dictaría no emplear ningún otro símbolo aparte del logotipo institucional. Los alumnos de los institutos públicos llegan a casa con un boletín de notas que anuncia, en algunos casos, un montón de materias suspensas y suaviza el golpe con una sugerencia visual para hacer el camino de Santiago o conocer otras rutas turísticas de Galicia: la vieira del Xacobeo. Y en el ejemplo más macabro de todos los que conozco, unos formularios oficiales que, por la especial sensibilidad del tema que tratan, deberían estar exentos de publicidad de cualquier tipo, lucen el logotipo del Xacobeo 21-22 justo debajo de la declaración que una tiene que cubrir para solicitar la eutanasia porque su sufrimiento es tan insoportable que necesita que la ayuden a morir.
Ya sabe, antes de abandonar este mundo, haga el camino de Fisterra para ver su última puesta de sol, o pase por la Puerta Santa y eche un credo en alguna de las capillas de la catedral, que se marchará usted libre de pecados y de paso el clúster de turismo aumentará su recaudación.
Recuerdo mi primer trabajo. En el verano de 1993 estaba a punto de cumplir 15 años, mi amiga María leyó en el periódico un anuncio en el que pedían gente joven y entusiasta para un trabajo de cara al público, no hacía falta experiencia previa, y allá nos fuimos las dos a una oficina del Ensanche compostelano en donde un señor sudoroso rodeado de cajas de cartón nos explicó que íbamos a vender viseras del Pelegrín a los turistas en la Praza do Obradoiro, que prácticamente nos las iban a quitar de las manos. Mentimos sobre nuestra edad y firmamos un papel que nos puso delante y que ninguna de las dos leyó, y nos fuimos para el Obradoiro cada una con su visera en la cabeza y dos mochilas rojas cargadas con la mercancía. Después de una tarde entera al sol del Obradoiro soportando improperios, María y yo volvimos a la oficina y le explicamos que no habíamos conseguido vender una sola visera, pero que habíamos pasado muchas horas de pie, estábamos agotadas y queríamos hablar de nuestro sueldo. El gerente de aquella operación multimillonaria nos explicó entonces que no teníamos un sueldo base, sino un porcentaje (no recuerdo si un 1% o menos) sobre visera vendida, y que el horario lo decidíamos nosotras, si queríamos ganar dinero teníamos que quejarnos menos y echarle horas. Así que devolvimos las mochilas y nuestras viseras, anunciamos solemnemente que renunciábamos, y volvimos a casa derrotadas por la lógica empresarial. Ese fue mi primer contacto con la precariedad laboral vinculada al turismo. Después vendrían unos cuantos más.
El hombre que nos dio nuestra primera lección de ética empresarial era uno de esos visionarios que, al abrigo del Plan Xacobeo, decidieron explotar un filón turístico con pocos precedentes en nuestro país mucho antes de que las pobres compostelanas como María y yo nos diésemos cuenta de la que se nos venía encima. Hoy en día parece difícil creer que hace escasos 30 años Santiago era una ciudad eminentemente universitaria, con un tejido industrial modesto pero funcional y un comercio diverso que entonces solo empezaba a orientarse un poco más hacia el turismo: en 1970 solo se contabilizaron 68 peregrinos en el Camino de Santiago, e incluso en el boom del 93 no llegaron a 100.000. Tres décadas después es imposible dar un paso en Galicia sin toparse con una señal con la característica flecha amarilla anunciando que por ahí pasa alguno de los innumerables caminos, ya podemos estar hablando de una playa de O Grove o de una senda forestal en Ribadumia; si nuestro ayuntamiento queda muy a desmano no hay problema, la Consellería puede bautizar la nueva ruta como “variante espiritual” y ya tenemos el negocio hecho.