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Precarios a los 30 y a los 50

10 de abril de 2022 10:33 h

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Por mi cumpleaños viajamos a una ciudad mediterránea. Hacemos la maleta la misma mañana del vuelo y facturamos los billetes la noche anterior. Desde que conozco a Luis, tengo la sensación de que cualquier proceso administrativo se resuelve con facilidad. Me armo de una paciencia extraña y me convierto en alguien más resolutivo de lo que recuerdo haber sido nunca. Me convenzo a mí mismo de que quizás soy la persona que mi madre quería que fuese: capaz de moverme con firmeza a través de cualquier río de responsabilidades, capaz de salir al mundo sin temblar al contestar en una lengua extranjera o caminar un aeropuerto sabiendo perfectamente a dónde voy.

Hace dos días cumplí 28 años. Me llevaron por sorpresa -en un taxi algo desorientado hasta el polígono- al Diverjump, un parque recreativo gigantesco con camas elásticas. “Para que sientas que aún eres joven”, se reían. El caso es que la cosa salió casi al revés. Habíamos visto fotos en las redes sociales con fiestas privadas y grupos de universitarios yendo a última hora de la tarde. Pero el viernes a las seis aquello era una sucesión de fiestas de cumpleaños infantiles anunciándose por megafonía: “Invitados al cumpleaños de Nico, ¡subid a tomar la merienda!”. Estar rodeados de cientos de niñas y niños gritando y golpeándose contra todas las superficies acolchadas posibles fue: uno, un anticonceptivo; y dos, el breve recordatorio de que se acerca peligrosamente la edad en la que ya no todo es posible. Aun así, conste, superamos la vergüenza, saltamos, nos reímos y hay móviles que guardan vídeos que nunca deberían ver la luz, pero esa es otra historia.

Siempre que cumplo años pienso en mi madre. Nos llevamos casi 20 -diecinueve y once meses, para ser exactos- y hace poco tiempo me dijo: “Tus 28 han sido más divertidos que los míos, mejor aprovechados”. No sé si hablaba solo del tiempo transcurrido hasta sus 28 años o hasta los 48 que está a punto de cumplir en mayo. Con mi edad -con la edad justa que tengo ahora- mi madre tenía dos hijos: uno de ocho años y otra de cinco meses; acababa de dejar su puesto en la chacinería de un supermercado y, antes de eso, había trabajado desde los 18 en un ropero de discoteca, repartiendo pan por las aldeas, fregando bares en Riazor desde las 5 de la mañana... Pero esto no es una historia de superación al estilo americano, no termina conmigo contando cómo mi madre encontró un trabajo estable y empezamos a tener vacaciones en algún lugar del sur, dos coches... Más bien se trata de la historia de aquellos que, rozando la cincuentena -igual que yo toco con la punta de los dedos los 30-, siguen viviendo precarizados.

Mis padres pagan una hipoteca abusiva, entrenados en la idea de que debían tener una casa, pedir un préstamo, confiar en los bancos; tienen jornadas de trabajo que exceden -casi doblan- lo estipulado en el contrato; no se van de vacaciones, nunca fuimos, y aun así, no les cuesta comprender que mi vida sea distinta. Para ellos, mucho de lo que aprendí, mucho de lo que me enseñó la incertidumbre laboral -idiomas, másteres, amigas extranjeras- me preparó para vivir mejor pase lo que pase, para ampliar los límites del mundo e incluso romperlos. Incluso si eso me aleja de ellos.

Durante meses, el debate sobre si nuestros padres vivían o no mejor que nosotros ocupó los medios de comunicación y las redes sociales. Los que le llevaban la contraria a la nostalgia esgrimían los derechos conquistados en las últimas décadas, las libertades, la lucha LGTB y feminista, la falta prejuicios... Yo, sinceramente, no podía dejar de pensar que de lo que realmente habría que hablar es del dinero: de cómo siempre hubo gente que lo tenía y gente que no, de cómo el fantasma de la clase media envenenó a nuestros padres antes que a nosotros y nos anuló como clase trabajadora. Es cierto que pertenezco a una generación que siempre vivió en crisis -11S, 2008, 15M, COVID-19-, pero yo ya era pobre entonces, e incluso antes de todo eso.

De vuelta en el avión, Luis me toca el brazo y me dice que mire los picos nevados de las montañas. Hace años, viajando solo, escribí precisamente sobre esta sensación extraña mientras sobrevolaba los Pirineos: la luz del sol entrando por la ventana, calentándome poco a poco, y el frío imposible de la nieve en primavera kilómetros más abajo. Algo similar ocurre cuando observo la distancia que separa el relato de mi vida de la de mi madre. Es algo bonito y triste. Durante mucho tiempo yo no tuve un trabajo mejor que el suyo, ni más recursos, ni menos ganas. Nos separó, creo, otra cosa, algo que tiene que ver con la Historia, con la Universidad, con palabras casi siempre vacías que se escriben con mayúscula. Ahora a mí me preocupa que nadie se preocupe por ellos, por los nacidos en los 60 o 70 y aún con la vida a medio hacer, viviendo en su propia incertidumbre infrarrepresentada. Mientras me preocupo, Luis espera en el asiento de al lado a que termine de escribir y se queda dormido. Está tranquilo ahora que sabe que terminaré el artículo y lo enviaré a tiempo. Tranquilo de que escriba. Y yo me alegro -en el aire- de que esa sea hoy nuestra única preocupación.

Por mi cumpleaños viajamos a una ciudad mediterránea. Hacemos la maleta la misma mañana del vuelo y facturamos los billetes la noche anterior. Desde que conozco a Luis, tengo la sensación de que cualquier proceso administrativo se resuelve con facilidad. Me armo de una paciencia extraña y me convierto en alguien más resolutivo de lo que recuerdo haber sido nunca. Me convenzo a mí mismo de que quizás soy la persona que mi madre quería que fuese: capaz de moverme con firmeza a través de cualquier río de responsabilidades, capaz de salir al mundo sin temblar al contestar en una lengua extranjera o caminar un aeropuerto sabiendo perfectamente a dónde voy.

Hace dos días cumplí 28 años. Me llevaron por sorpresa -en un taxi algo desorientado hasta el polígono- al Diverjump, un parque recreativo gigantesco con camas elásticas. “Para que sientas que aún eres joven”, se reían. El caso es que la cosa salió casi al revés. Habíamos visto fotos en las redes sociales con fiestas privadas y grupos de universitarios yendo a última hora de la tarde. Pero el viernes a las seis aquello era una sucesión de fiestas de cumpleaños infantiles anunciándose por megafonía: “Invitados al cumpleaños de Nico, ¡subid a tomar la merienda!”. Estar rodeados de cientos de niñas y niños gritando y golpeándose contra todas las superficies acolchadas posibles fue: uno, un anticonceptivo; y dos, el breve recordatorio de que se acerca peligrosamente la edad en la que ya no todo es posible. Aun así, conste, superamos la vergüenza, saltamos, nos reímos y hay móviles que guardan vídeos que nunca deberían ver la luz, pero esa es otra historia.