“Si no eres del PP, jódete, jódete”. Más de una vez se escuchó a José Luis Baltar decir -y cantar al son de su trombón- esta frase que, más allá de la incorrección política, resumía a la perfección un conjunto de prácticas alrededor del poder institucional en la provincia de Ourense denunciadas año tras año por las fuerzas de la oposición. La Fiscalía de la Audiencia Provincial de Ourense acaba de presentar una querella contra Baltar por un supuesto delito continuado de prevaricación por la contratación de personal, atendiendo a un denuncia del PSOE de junio de 2010.
Baltar ocupó la presidencia de la Diputación durante 22 años, hasta que hace apenas unos meses se la legó a su hijo José Manuel, completando el traspaso de poderes que había iniciado dos años antes en el congreso provincial del PP, en el que los Baltar consiguieron retener el control del partido ante el candidato promovido por las direcciones populares gallega y madrileña. Las maniobras de las que Baltar supuestamente se valió para asegurarse la victoria en ese congreso son algunos de los elementos que formaban parte de aquella denuncia socialista. El PSOE alertaba de que en los días previos a la cita la Diputación había contratado a 115 personas.
Esas prácticas, lejos de ser excepcionales, fueron una constante durante los años de gestión de Baltar. Y de hecho este mismo jueves la Secretaria de Organización provincial Maria Quintás afirmaba que esas contrataciones “son sólo la punta del iceberg del entramado de corrupción organizado por la familia Baltar en Ourense”. Los socialistas calculan que en el ente provincial trabajan más de 300 personas vinculadas al PP, sobre un cuadro de personal que no llega al millar.
Baltar representa mejor que nadie en Galicia y en cualquier otro territorio de España una cultura política: la del cacique. Una denominación que no era rechazada por el propio Baltar, que en alguna ocasión se definió como “un cacique bueno”. El cacique siempre se ha identificado con la figura del conseguidor: el político que se comprometía a realizar una acción, desde la contratación de un familiar para un puesto de trabajo, hasta la instalación de un punto de luz o el asfaltado de un camino, pasando por la concesión de una subvención, y todo ello saltándose los procesos legales -y cualquier requisito de transparencia o imparcialidad en la gestión-, y a cambio de la lealtad y el apoyo electoral.
Baltar era un cacique y no disimulaba. Siempre estaba dispuesto a hacer explícito el mecanismo de cambio: yo lo he conseguido, y repartía las promesas obras públicas o de facilidades en las oposiciones a funcionario con la misma naturalidad con la que pagaba rondas en los bares a sus paisanos. En un multitudinario homenaje que cientos de personas le tributaron el pasado mes de abril sentenció desde el estrado: “vosotros sois mis trabajadores, no los de la Diputación”. Digamos que la suya era otra forma de hacer política, desde luego una política con menos cautelas: capaz de decir en un mitin sobre el líder de los socialistas gallegos Pachi Vázquez: “Si tiene obsesión por mí, es que va a ser maricón”. O de realizar acusaciones infundadas de violencia de género contra el ex vicepresidente de la Xunta Anxo Quintana.
El maestro hijo de campesinos
Para entender el funcionamiento de este caciquismo en Galicia, residual pero que ha mantenido su fuerza en algunos lugares hay que entender cómo era Ourense hace unas décadas y de dónde proviene Baltar. Baltar es hijo de labregos -campesinos- minifundistas. Quiso ser maestro y trabajó duro toda su vida para pagarse sus estudios por ejemplo vendiendo piensos.
Al llegar la democracia, la Transición convirtió el antiguo control político de la dictadura por una democracia mediada en la que los caciques mantuvieron sus funciones y ganaron una a mayores: el control del voto. El cacique había sido y seguía siendo la vía de relación del campesino minifundista con el mundo exterior, que desde los años setenta se hizo más complejo. El dominio que habían garantizado los gobernadores civiles lo heredó inmaculado la UCD de Franqueira -el mayor empresario de la provincia con sus cooperativas avícolas-. Y en ese barco navegaba también el maestro Baltar que además se conocía al dedillo a todos los campesinos con los que había comerciado.
Disuelta UCD, Coalición Galega tomó el relevo y después lo hizo Centristas de Galicia. Todos ellos partidos conservadores al margen del PP. Hasta que a comienzos de los 90 Centristas se integra en el Partido Popular de Manuel Fraga para garantizarle la mayoría absoluta y dotarlo de una pátina de galleguismo que siempre pareció más populismo que otra cosa. Con Fraga en el poder en Santiago y Baltar en Ourense la alianza no sufrió brechas durante más de una década. Hasta que el poder de Fraga comenzó a debilitarse y el sector urbanita y más próximo a la dirección estatal -del birrete- comenzó a tomar posiciones para garantizar un relevo que le favoreciese, lo que finalmente se concretó en la figura de Núñez Feijóo en detrimento de Cuiña, candidato de Baltar y del sector ruralista -de la boina-. Este sector llegó a escenificar en un par de ocasiones sus diferencias con la dirección gallega. Pero la ruptura nunca llegó.
La sucesión del poder
Baltar retuvo a pesar de todo el control del partido en su provincia. Y en 2010 consiguió su gran objetivo: asegurar que su hijo se mantuviese al frente. Y pudo decir: “Me voy cuando quiero, no me echan las urnas, ni los rivales políticos, ni los enemigos internos”.
Aunque las irregularidades de todo tipo -también electorales: Baltar afirmó que “aquí carretan votos todos menos los partidos que no conocen a la gente”- eran vox populi y que las denuncias también fueron muchas, no ha sido hasta ahora que la Fiscalía ha iniciado una querella. Este revés judicial llega justo cuando el poder de Baltar se ha ido debilitando dentro y fuera del partido. Hace unos meses el propio Baltar declaró sobre estas acusaciones que “el que ríe el último ríe dos veces” y “que tiren duro, que ya nos veremos”. Puede que ahora ni siquiera ser del PP lo salve.