La historia de las voces bajas de la emigración gallega que le valió a Xesús Fraga el Premio Nacional de Narrativa

Daniel Salgado

13 de noviembre de 2021 12:23 h

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La habitación de Virtudes en Kengsinton Square era rectangular. Tres metros de ancho por cuatro de largo. Dentro, una cama, una mesa de noche, un viejo armario, una mesa redonda, una cocina portátil. Fuera, la inconmensurable ciudad de Londres, donde fue a parar en 1961, emigrada desde su Betanzos natal. Tenía 27 años, tres hijas que quedaron en Galicia y un hombre que había marchado a Venezuela y del que apenas volvió a saber. Su historia, una entre las del medio millón de gallegas y gallegos que pusieron rumbo a Europa entre 1951 y 1975 en busca de una vida mejor, es la historia de Virtudes (y misterios) (Galaxia en el gallego original, Xórdica en castellano, 2020), la novela con la que Xesús Fraga (Londres, 1971) ganó el último Premio Nacional de Narrativa concedido por el Ministerio de Cultura.

Virtudes pasó 30 años en Inglaterra. Sus compañeras, y también las patronas con las que tropezó, la rebautizaron: Betty. A ella, que había nacido en una aldea de As Mariñas siete años antes de que se proclamara la II República y había recogido lúpulo, oficiado de lavandera en el monumental lavadero del río Mendo, embutido chorizos en el matadero de Montellos, dado forma a la leche cuajada para elaborar quesos de bola, servido como camarera en la cantina de la estación de tren. Siempre en Betanzos, lo que fuese necesario para sacar adelante a las tres niñas que había tenido con el zapatero Marcelino, quien en 1955 zarpara en dirección a uno de los presuntos Eldorados de la emigración gallega, Venezuela.

“Son ya cuatro años en Venezuela, de sobra para confirmar que las promesas de riqueza fácil eran solo eso, promesas cuya solidez desapareció en cuanto puso pie en tierra”, escribe Fraga, periodista de profesión en La Voz de Galicia y de cuyas herramientas –entrevista, multiperspectivismo, contraste de fuentes, documentación, hemeroteca– se vale para trazar un libro que es además la comprobación de su memoria. Porque la primera persona es el nudo en que convergen las 362 páginas de la obra, un estudio literario sobre el trabajo y la otra historia de Galicia. Al fin y al cabo, la de las voces bajas que reivindicaba el indio Ranahit Guha: “Si las voces bajas de la historia han de ser escuchadas […] eso solo se logrará interrumpiendo el hilo de la versión dominante, rompiendo su argumento y enredando su trama”. Guha, que aún vive y se encuentra a dos años de cumplir un siglo, reclamaba cortocircuitar la “narratología burguesa” de la historia. Algo así consigue Fraga al disponer la mirada doble la propia familia y contar la existencia de aquellos que subsisten gracias a sus manos, nunca al trabajo ajeno. Las víctimas de la división internacional del trabajo y el combustible con el que creció la Europa de los Treinta Gloriosos. A la vez, expone un léxico familiar con aires de Natalia Ginzburg: “Hay más en la olla” como divisa de quien conoció el hambre y vivió al borde de ella.

Pero antes habían sucedido otros episodios. Su abuelo Marcelino había atravesado el océano y había dejado atrás la familia. Nunca envió dinero. Había ido espaciando la correspondencia y solo remitido algunas fotos, incluidas en Virtudes (y misterios) como una pieza más de la narración, que mostraban seriedad y un inédito bigote. El silencio se hizo total. El abandono se consumó. Es entonces cuando Virtudes cambia la brújula y, descartada la idea de viajar ella misma a Venezuela para reunirse con un hombre que ya no respondía a sus cartas –el fantasma de que Marcelino había fundado otra familia en el trópico la amenazaba–, coloca proa al norte. Parte hacia Londres, vía puerto de Southampton, aconsejada por una vecina que había hecho lo mismo tiempo antes. La emigración gallega a Europa, acontecida mayormente en los 60 y 70 del pasado siglo, apenas estaba narrada. El propio Xesús Fraga lo había ensayado en un volumen de relatos, A-Z (Xerais, 2003) y Xohana Torres, cuya poesía se encuentra entre las cumbres de la literatura gallega contemporánea, en su única novela, Adiós, María (1971). No mucho más.

Virtudes (y remedios) se adentra en ese territorio con una prosa clara y una arquitectura bien trabada, en que la linealidad temporal es saboteada pero sin que la lectora pierda pie. En la experiencia de Virtudes en Londres, con todo, también se adivinan las diferencias entre las migraciones a América y la Europa. Mientras las trabajadoras y trabajadores que embarcaban hacia Argentina, Venezuela, Cuba o Brasil –millones de gallegos desde el siglo XIX– perdían a menudo el contacto con el país natal, los que contribuyeron a la acumulación de capital en la Europa central y del norte sí viajaban periódicamente a Galicia. Fue el caso de la abuela del autor, cuyas travesías entre las islas británicas y su Betanzos fueron constantes. Entre otras razones, porque las hijas habían quedado en el pueblo a cargo de su madre. Una de ellas fue Isabel, cuyo hijo es Fraga.

La trama del libro, que es la trama de las vidas de la clase trabajadora gallega en los años de la paradójica eclosión económica de la dictadura franquista, se va desplegando al tiempo que la descendencia de Virtudes va construyendo sus propios caminos. Isabel marcha con su madre al cumplir 18 años, vuelve a Galicia dos años después, conoce a su marido en Betanzos y en 1970 la pareja regresa a Londres. El trabajo sigue siendo la columna vertebral. Jornadas interminables, empleos múltiples –el padre de Fraga, Tito, albañil; la madre, de vuelta en Galicia, profesora particular de inglés–, y en el caso de Isabel una ansia por la cultura que, de alguna manera, recuerda los obreros de La estética de la resistencia de Peter Weiss: el conocimiento del arte y la literatura alimentará la liberación. O, por lo menos, a la ampliación de los horizontes vitales. Pero en Virtudes (y misterios) no hay mirada programática, lo que se cuenta es una historia, emocionante y a ras de suelo, con esa “sensación contenida de desespero y determinación en la voz de las mujeres” que Ranahit Guha echaba a faltar en la historia oficial, en su caso de un levantamiento campesino en Telangana (India).

“A los sesenta no recibió la jubilación como una oportunidad para descansar o dar por concluidos sus años londinenses, sino que celebró el poder dedicarse por completo a sus clientes particulares”, cuenta Xesús Fraga sobre su abuela Virtudes en las primeras páginas, “la impulsaba una voluntad de hierro, el trazo que, junto con el mal genio –trazos emparentados–, mejor la definía ante los demás, asombrados por su fuego inextinguible”. Porque es sobre esa voluntad de hierro, ese fuego inextinguible, que informa las migraciones, sobre lo que trata también, y quizás nuclearmente, Virtudes (y misterios).