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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Daniel Salgado

24 de octubre de 2020 06:00 h

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El otoño es singular en Santiago de Compostela. El tiempo atmosférico se vuelve cambiante, impredecible, y los estudiantes, más de 20.000 matriculados en una ciudad que no llega a los 100.000 habitantes, se adueñan del lugar. Los peregrinos dejan de llegar, por lo menos en masa, y los bares del centro histórico pasan a acoger más clientela local. Pero la pandemia de coronavirus lo cambia todo. 333 casos por 100.000 habitantes durante los últimos 14 días han llevado a la Xunta a decretar severas restricciones en la capital de la comunidad, que afectan directamente al núcleo del octubre compostelano.

Apenas diez horas después de que la Xunta de Galicia publicase en su boletín oficial las nuevas normas, Santiago amanecía a medio gas. Su casco viejo, cada vez más volcado hacia el monocultivo turístico y la hostelería, era una sucesión de persianas bajadas. Solo los locales con terraza -los únicos que pueden seguir sirviendo- mantenían la actividad. Lo que, en Galicia, invita posiblemente a la melancolía. Todavía no eran las 11 de la mañana cuando la lluvia las inutilizó. No cesó en casi tres horas. En gallego, el mes de octubre tiene dos nombres: outubro o outono. Y, además de llover, la temperatura tampoco llama al exterior, más o menos 12 grados centígrados.

Un restaurador del Ensanche -la parte nueva de la ciudad- se lamentaba el día anterior a que las medidas se hiciesen efectivas. Acababa de gastar 325 euros en mercancía y todo apuntaba a que se quedaría sin poder venderla. “Lo congelaré y lo iré consumiendo yo mismo”, se resignaba, “porque en el restaurante no sirvo pescado congelado”. Cuando por fin el Gobierno gallego publicó la literalidad de las restricciones -las acordó el martes, el conselleiro las explicó el miércoles y el Diario Oficial de Galicia las ratificó a las 23:57 de esa jornada, tres minutos antes de entrar en vigor-, vio que podría abrir su comedor con el 50% de aforo. Tal vez salvase una parte. Pero las dificultades no solo son de oferta. También de demanda.

“Hasta hoy todavía se veían peregrinos, sobre todo para esta época del año. A ver a partir de ahora. Ni siquiera tendrán donde comer”. Habla el librero Pablo Couceiro, cuyo histórico establecimiento se encuentra en el final del Camino de Santiago, a apenas 200 metros de la catedral. Especializada en literatura gallega, la Libraría Couceiro va resistiendo el embate, asegura. No muy lejos de allí, la Biblioteca Ánxel Casal, que cuenta con nada menos que 40.000 socios, ha cancelado su poblado calendario de actividades. Y la animada vida musical de los locales nocturnos se encuentra clausurada desde hace ya semanas. Una sentencia del Tribunal Superior tras una denuncia del Gobierno gallego amenaza con cerrarla para siempre, al anular la ordenanza municipal que permitía los conciertos en bares, cafeterías, restaurantes y pubs. Pero eso será, en todo caso, si un día la pandemia queda atrás.

Lo que ya es ahora es la ristra de declaraciones que, desde Xunta y Ayuntamiento de Santiago, colocaron a los estudiantes en el foco como agentes contagiadores. Feijóo y el alcalde Xosé Sánchez Bugallo, del PSdeG, lo repitieron una y otra vez. El presidente llegó a afirmar que la economía de la ciudad dependía de “controlar las fiestas en los pisos universitarios” y el regidor, a elevar la cuantía de las multas por ruidos para hacerles frente. Ninguno de los datos disponibles avalaba la teoría, pero esta siguió avanzando, apoyada en los dos mandatarios y su mano en la prensa local. Un periódico relató que los festejos se hacían a cinco euros la entrada y cada asistente llevaba su propia bebida. Sánchez Bugallo no perdió la ocasión de presumir de régimen sancionador, que, dijo, contribuía a acabar con ese tipo de actividades. No leyó el segundo párrafo de la información, en el que el cronista explicaba como la Policía Local no había logrado confirmar la existencia de tales fiestas de pago.

Uxía Reboredo cursa primer año de Ciencias Políticas en la Universidade de Santiago. Comparte piso con otras tres estudiantes y sostiene un articulado discurso que desmonta las tesis oficiales. “Señalar a la gente joven en una ciudad como Santiago, cuya población aumenta considerablemente durante el curso, es una explicación fácil que desvía la atención de la falta de medidas y recursos proporcionados por Xunta y Concello”, considera, “en mi experiencia, la irresponsabilidad y falta de preocupación por parte de los estudiantes son excepción y no regla”. Algo parecido opinaron el conselleiro de Educación, que contradijo a Núñez Feijóo, y el Partido Socialista en el Parlamento gallego, que hizo lo mismo con su alcalde.

La propia universidad, que forma a 25.000 alumnos, de los cuales 5.000 en el campus de Lugo, salió al paso y en un correo interno detalló la situación real de la epidemia en el estudiantado. “A nivel general, no creo que seamos un sector de la población que destaque por el incumplimiento de las normas”, añade Reboredo, “a pesar de ello, los medios siguen presentando las excepciones como las normas”. Lo que sí preocupa a esta aspirante a politóloga tiene que ver con la “desconfianza e incertidumbre” hacia la propia institución educativa en caso de que esta pase a las clases telemáticas “dada la experiencia del curso pasado, la falta de medios y la independencia de las facultades a nivel organizativo”. De momento, Políticas combina una presencialidad reducida con teledocencia.

Reboredo es también asidua de Númax. Este cine, situado al borde del casco viejo, incluye librería con especial atención a las artes visuales, y un laboratorio audiovisual y de gráfica. Cooperativa constituida hace cinco años, se ha convertido en un agitado núcleo de actividad cultural. Su sala de 70 butacas se quedará ahora en 30 habilitadas, tras haber pasado todo el pos confinamiento con apenas 35. “Somos una sala pequeña. Esta reducción, sumada a la anterior, puede crear dificultades a medio y largo plazo para la rentabilidad de las proyecciones”, indica el cooperativista Xan Gómez Viñas. “pero nosostros ponemos por delante la seguridad. El cine, los espacios culturales, son espacios seguros”. En la asistencia a las películas, una cuidada selección al margen de blockbusters de multinacional, sí han notado cambios. “Viene menos gente de más 65 años, imagino que por cautela”.

La cautela tal vez también ayude a explicar el vacío en la catedral. El guardia de seguridad que revisa las mochilas en la entrada de la Praza de Praterías lo confirma: “No hay mucho movimiento, ni se ven muchos peregrinos”. En el interior de la basílica, cuatro visitantes contados, una monja y los operarios que restauran el retablo barroco. De la catedral han desaparecido hasta los bancos: los feligreses deben ahora sentarse en sillas individuales, que además miran hacia el altar provisional orientado al Obradoiro. El habitual lo está hacia A Quintana. Fuera, unos obreros que participan en la limpieza de la piedra del templo comentan la situación. “Puedes cambiarte de ropa con los compañeros, pero no puedes comer con ellos en los restaurantes. Esto es todo una perrechada”.