El sol cae a plomo sobre Vilamor. Es finales de junio, mediodía, y la temperatura se acerca a los 30 grados. Hace prácticamente un año, violentas llamas atizadas por el viento amenazaban la zona de arriba de esta aldea, algo más de 20 habitantes en el corazón de la sierra de O Courel, en el oriente gallego. Juan José, de la casa de Monteiro, fue uno de los vecinos que contradijo las órdenes de la Guardia Civil –“de casualidad, ¿eh?”– y no abandonó el lugar. “Vilamor no ardió porque nosotros paramos el fuego”, relata a elDiario.es sentado en un banco, acompañado de su perro Tuco, “si llegamos a hacer caso de las autoridades, esto se quema todo”. Aquel incendio, uno de los más grandes jamás registrados en Galicia, duró 14 días. No todas las aldeas consiguieron escapar de él. El rastro de su devastación no se ha borrado. El negro de los árboles carbonizados tiñe las montañas y la mayor parte de las viviendas arrasadas continúan, casi 12 meses después, arrasadas.
“La verdad es que en momentos así no piensas lo que haces”, continúa Monteiro, que regresó hace diez años a su Vilamor natal después de décadas emigrado en Madrid, “¿conoces Apocalypse Now, la película? Pues era igual, el fuego altísimo, los helicópteros...”. En sus ojos se cruzan el orgullo por lo hecho –la defensa del lugar ante las llamas– y el recuerdo del miedo. “Hubo un descontrol total, pero por suerte no le pasó nada a nadie. ¿Por qué salimos vivos de aquí? ¡Porque somos de la raza del diablo!”, asegura con deje sardónico. Pasa de los 60 años. El cansancio de horas y horas en tensión llegó a tumbarlo. “Se me aflojaban las piernas por las agujetas”. El incendio se tragó 11.000 hectáreas de monte y bosque autóctono, destruyó la aldea de Vilar y obligó a evacuar a decenas de vecinos de otras poblaciones de esta Reserva de la Biosfera. El operativo de extinción ocupó a 314 agentes, 509 brigadas, 259 motobombas, 13 palas, 20 aviones, 27 helicópteros y 22 miembros de la Unidad Militar de Emergencias (UME).
No todas las personas que se dejan ver por Vilamor en esta mañana de finales de junio resultan tan locuaces como Monteiro sobre el incendio. Una señora que se acerca a la pequeña plaza del corazón de la aldea a buscar el pan –lo trae una panadería con despachos en Lugo ciudad y Palas de Rei, a unos 150 kilómetros de distancia– rehúsa con amabilidad explicar su memoria de aquellos días. “Yo qué te voy a contar, ni aquí estaba”, dice. La habían evacuado a Quiroga (Lugo), localidad de 1.800 habitantes a donde la Guardia Civil trasladó a la mayoría de desplazados. Tampoco la propietaria de un establecimiento de turismo rural, sector floreciente en O Courel, parece interesada en hacer memoria. Cuando Monteiro le cuenta que habla con un periodista, dice “ah, qué bien” y aprieta el paso en dirección a su huerta. “Ella también fue de las que se quedó”, señala.
El incendio comenzó en Froxán, a cinco kilómetros de Vilamor por una estrecha y sinuosa pista asfaltada. Lo provocó el rayo de una tormenta seca. Era jueves. “Pensamos que iba a empezar a llover pero no empezó. Así a todo, consiguieron apagarlo. Pero quedaron pavesas”. A los dos días, se había reactivado. En apenas 20 minutos, rememora Monteiro, el viento lo empujó a las puertas de su aldea. Que resistió en parte gracias a él y a otras personas que permanecieron en sus casas. Vilar, a nueve kilómetros que se tarda casi 20 minutos en recorrer en coche, no. El fuego la engulló y destrozó 13 de las 15 viviendas del lugar. La Xunta de Galicia ha destinado –el último balance corresponde a marzo– 4,3 millones de euros a 93 solicitudes de ayuda, 77 de ellas cursadas por propietarios o usufructuarios de viviendas afectadas en O Courel y Valdeorras –donde hace un año también hubo un descomunal incendio. En Vilar, con todo, la reconstrucción apenas ha comenzado.
El silencio de Vilar
El único ruido que se percibe al entrar se escucha al fondo, muy al fondo. Se trata de la maquinaria de la Xunta de Galicia que tala árboles quemados. Parte es triturada y utilizada para hacer de barrera natural e impedir que la ceniza se escurra ladera abajo, parte –la procedente de montes de gestión pública– es subastada, indica la Consellería de Medio Rural. En la aldea, sin embargo, reina el silencio, únicamente interrumpido por el murmullo del agua de la Fonte da Saúde. El monte bajo reverdece gracias a la lluvia de primavera y la temperatura templada. No lo hizo antes, dicen los veteranos de la comarca, debido a las fuertes heleadas. Pero los cadáveres de pino, de castaño o de enormes xestas [retamas] dominan el paisaje alrededor.
Dos excursionistas atraviesan Vilar. Será la única presencia humana en esa calurosa mañana de finales de junio. Un enorme y viejo mastín guarda una de las casas que sobrevivió a las llamas. En otra se ve ropa tendida. Nadie contesta a la puerta. Según el Instituto Nacional de Estadística, en el lugar residen cinco personas. Los periodistas se enterarán más tarde, en un bar de Folgoso do Courel –la capital municipal, donde se encuentran el centro de salud y el colegio, unos 330 habitantes–, que en realidad son dos, un matrimonio jubilado y retornado de la emigración en Catalunya. “Pero hoy van en la feria en Quiroga. Comen el pulpo, hacen sus compras, y volverán por la tarde para Vilar”, cuenta un paisano. Ellos, el mastín y unas cuantas gallinas. Y las huellas del fuego, las construcciones derribadas, las viviendas asoladas: bombonas ardidas, restos de colchones, una lavadora ennegrecida.
La página web Turismo.gal, del Gobierno gallego, presume de Vilar como “ejemplo típico de aldea courelana”. “Docenas de viviendas de la localidad son de pizarra y están tan pegadas unas a las otras que incluso comparten el tejado”, dice el texto promocional, “se pueden ver entradas sencillas o con patín y viejos áticos de madera”. Añade que la mayoría de las edificaciones están en “muy mal estado”, pero destaca el “encanto particular de sus estrechas calles de suelo pedregoso”. Y menciona la Casa do Ferreiro, un pequeño museo etnográfico repleto de aparejos típicos de O Courel y su vida agraria. Su impulsor y cuidador, Xan de Vilar, vive en Quiroga. Nada de eso existe ya, solo ruinas, piedras amontonadas y vigas de madera ardida.
Un paisano relatará después en la terraza del mesón O Mirador que Xan do Vilar ha obtenido una de las 77 ayudas de la Administración y que está esperando por un albañil de la zona para iniciar las obras. Ese mismo paisano, residente en Folgoso, 70 años, hacía memoria sobre el gran incendio. “¡Era mucho fuego de dios!”, exclama, “metía miedo como subía por el monte. Aquí lo cortaron unos chavales justo en la parte de arriba del pueblo, que si no...”. El panorama, 12 meses después, le produce tristeza. Y aunque ve como la uz retoña y vuelve a teñir de verde y rosa violáceo –el color de su flor– el suelo, castaños de 200 años y pinos de 50 “o más” no serán fáciles de recuperar.
Froxán: “Si no es por los vecinos, ardía la aldea entera”
Todo había comenzado en Froxán. La aldea, de unos 30 habitantes según las cifras oficiales pero unos 12 a decir de una vecina que vive allí durante todo el año, se encuentra en el fondo de un valle y rodeada del hermoso bosque courelano. Un poco más arriba, el rastro del fuego. La tormenta seca que barrió Galicia el 15 de julio de 2022 lo originó. Dos días más tarde, los equipos de extinción lo daban por controlado. Fue en falso. El 17 las llamas revivieron. El foco de Froxán acabó confluyendo con otros cuatro de lugares próximos, dos de ellos en el municipio de A Pobra de Brollón, limítrofe con Folgoso. Una señora del lugar, 85 años, bastón en mano y sentada a la sombra de una higuera, habla de aquellas jornadas aún indignada. “Quedaron vecinos aquí, si no ardía la aldea entera”, exclama, “y mira en Vilar. Las casas ardieron y ahora no se las vuelven a hacer”.
La Guardia Civil evacuó Froxán. “Hubo quien dijo, 'si se quema la aldea, ardemos nosotros también'. Se quedaron y la defendieron”, dice con admiración, “los guardias decían que no querían que muriese gente. ¿Pero si llegan a arder las casas, dónde nos metíamos nosotros?”. Ella se marchó a Quiroga, al piso de un hijo, con lo puesto. Unos vecinos de la aldea le prestaron ropa para los días que pasó refugiada del fuego a 26 kilómetros y 40 minutos de coche. “Metía miedo, en la vida vi cosa igual”. Decenas de castaños sucumbieron a las llamas. También las alvarizas, los recintos circulares de piedra que se usan para aislar las colmenas de abejas de los ataques del oso. Sus ruinas puntúan las laderas y su forma recuerda las viviendas de los castros. El Gobierno gallego ha entregado ayudas forestales, apícolas y ganaderas por 500.000 euros en la comarca. Mientras la vecina habla con los dos periodistas, un rebaño de ovejas sale de un portalón de madera. Lo guía una pastora. Sobre su lana, la memoria del fuego en forma de manchas negruzcas, grisáceas: la ceniza aún alfombra los montes donde pastan.