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¿Vamos a olvidarnos de todo lo que hemos aprendido por el gusto de tomarnos la primera cerveza en un bar?

Carmen Santamaría

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Llevamos meses escuchando noticias de Wuhan, viendo imágenes de sus calles vacías, escuchando declaraciones de autoridades sanitarias internacionales. El virus que corre por Asia nos parece muy lejano, aunque provoca entre la gente de alrededor comentarios que a mí suelen parecerme exagerados. Ha terminado febrero y la celebración de la feria de Arte Contemporáneo en Madrid nos resulta un antídoto para el temor que ha generado la suspensión del Word Mobile hace unos días en Barcelona. Aquello no fue por seguridad sino porque las grandes empresas asiáticas no acudirían, nos decimos. Y seguimos con nuestras vidas: acudimos al trabajo, llevamos a los niños al colegio y al parque, cogemos el metro, vamos de compras, nos abrazamos cuando nos encontramos con los amigos.

Entrando marzo surge la noticia: hay un alto número de enfermos en la región de Lombardía. El maldito virus ha atravesado fronteras y se ha acercado tanto que empezamos a preocuparnos. No nos pilla de sorpresa la aparición de un caso en España, lo que nos sorprende es la velocidad y la facilidad con la que crecen las cifras de contagio y, desgraciadamente, los casos de fallecidos.

Cierran los centros de mayores, los museos, las bibliotecas, los colegios… Todavía nos parece una medida exagerada y tres días antes de que se proclame el estado de alarma, los parques de Madrid (y supongo que los de otros muchos lugares) están llenos de niños que no tienen clase y las terrazas copadas por adultos a los que se ha enviado a casa con el ordenador para teletrabajar.

Ese fin de semana tomamos conciencia del peligro y de la necesidad de seguir la consigna: nos quedamos en casa. Compramos víveres para varios días y nos encerramos en casa a la espera de que el virus deje de pulular por nuestras calles haciendo estragos.

El día que el gobierno proclama el estado de alarma somos bastantes los que no sospechamos que el encierro vaya a ser tan largo. Y dudamos de ser capaces de soportarlo, siquiera quince días, sin perder la cabeza. No podemos salir a pasear, a hacer ejercicio, a ver a nuestros familiares, por no hablar de otras prácticas de ocio y de cultura que forman parte de nuestra cotidianeidad.

Pero nos acostumbramos. Durante dos meses aprendemos a convivir, no sólo con nuestros allegados, también, y sobre todo, con nosotros mismos. Descubrimos facetas personales, capacidades, virtudes y manías que ignorábamos que teníamos, sacamos fuerzas de donde no las había, aprendemos a disfrutar de la intimidad continuada, de la soledad, aprendemos a soportarnos y excusarnos. Conseguimos también, a pesar de las distancias y las ausencias, mantener las relaciones con la gente querida gracias al teléfono y al ordenador. Bendita sea la tecnología de la que renegamos de cuando en cuando.

Soy de las afortunadas que no tienen que lamentar ninguna pérdida en su entorno. He seguido la evolución de los amigos que han padecido la enfermedad a través de Whatsapp; todos se van recuperando y vuelven a ser los que eran.

Me duelen las noticias de los que han sufrido, de los que han perdido el trabajo, de los que necesitan la solidaridad de sus vecinos para subsistir. Me preocupa el futuro de los jóvenes, que ya lo tenían complicado antes de la crisis. Desearía que esto no hubiera ocurrido, que no hubiera existido el maldito virus.

Pero no puedo evitar un sentimiento de añoranza de ese tiempo en el que la ciudad, los pueblos, los campos se quedaron en silencio, en una burbuja de aire limpio, sin coches, sin broncas, sin destrozos; el tiempo en que tuvimos que convivir con nosotros mismos, aguantarnos, espabilarnos y superarnos.

Ahora que se han abierto las puertas y las escenas de regocijo llenan los periódicos y los telediarios me lo pregunto. ¿Vamos a repetir los errores y los abusos de la antigua normalidad? ¿Vamos a olvidarnos de todo lo que hemos aprendido sobre la convivencia, la amistad y la solidaridad por el gusto de habernos tomado ya la primera cerveza en un bar?

Llevamos meses escuchando noticias de Wuhan, viendo imágenes de sus calles vacías, escuchando declaraciones de autoridades sanitarias internacionales. El virus que corre por Asia nos parece muy lejano, aunque provoca entre la gente de alrededor comentarios que a mí suelen parecerme exagerados. Ha terminado febrero y la celebración de la feria de Arte Contemporáneo en Madrid nos resulta un antídoto para el temor que ha generado la suspensión del Word Mobile hace unos días en Barcelona. Aquello no fue por seguridad sino porque las grandes empresas asiáticas no acudirían, nos decimos. Y seguimos con nuestras vidas: acudimos al trabajo, llevamos a los niños al colegio y al parque, cogemos el metro, vamos de compras, nos abrazamos cuando nos encontramos con los amigos.

Entrando marzo surge la noticia: hay un alto número de enfermos en la región de Lombardía. El maldito virus ha atravesado fronteras y se ha acercado tanto que empezamos a preocuparnos. No nos pilla de sorpresa la aparición de un caso en España, lo que nos sorprende es la velocidad y la facilidad con la que crecen las cifras de contagio y, desgraciadamente, los casos de fallecidos.