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Historia de una médica embarazada: mis compañeros se dejan la piel y mi marido tiene tos, no podrá ver a su hijo nacer

Amelia (nombre ficticio)

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Acabé la carrera de medicina hace 13 años, y la residencia en la especialidad de Medicina Interna hace siete. Llevo dos años y medio trabajando de forma continuada en un hospital público de la Comunidad de Madrid. Un día de mediados del pasado marzo me encontraba en la cola de la puerta de Recursos Humanos de dicho hospital, junto con varios compañeros, esperando a la firma de un nuevo contrato, que según habíamos oído tendría una duración de tres meses. Yo podría considerarme con suerte, porque se me extendería hasta el final de la baja maternal.

Una afortunada me sentía. Ataviada ya en aquel momento -ahora parece lejano y no ha pasado ni siquiera un mes-, al igual que mis compañeros, con mascarilla y guantes, pero luciendo una bonita panza de ocho meses enfundada en un uniforme premamá. “No te preocupes” -me había dicho el personal administrativo de recursos humanos- “tenemos tiempo”, cuando dos días antes había reclamado la necesidad de firmar el contrato porque urgía alejarme del foco de contagio, cuando todos sospechábamos lo que iba a ocurrir pero no con cuánta celeridad ni magnitud nos iba a afectar.

Por suerte pude irme a casa para proteger al bebé que está por nacer, mientras que mis compañeros se dejan las pestañas y se juegan la salud cada día. Recién jubilados reincorporados a pesar de encontrarse en la franja de edad en la que hay mayor riesgo de complicaciones, residentes trabajando con toda la carga de responsabilidad y que además son castigados a prorrogar la residencia a coste cero. Padres médicos de hijos con enfermedades crónicas que se aíslan en habitaciones separadas para no besarlos ni abrazarlos. Hijos médicos de padres recién jubilados que no saben con quién podrán dejar a los niños ahora que sus nietos son el peligro. Nietos médicos que aprietan los dientes y aguantan las lágrimas cuando saben que el último beso se llevó la vida de su abuelo o abuela.

Se han doblado turnos, se han anulado todos los permisos y las vacaciones de festivos obligatorios, y nadie se ha quejado más que de la falta de material para atender correctamente a los enfermos. Cada día hay un nuevo colega contagiado, hasta el momento todos con síntomas leves afortunadamente. Una compañera con un bebé de cinco meses tuvo que ingresar a su marido cuando se dio cuenta de que la tos que ella padecía había causado la fiebre de él y que la fiebre había progresado a neumonía.

Mi marido, que también es médico internista en otro hospital de Madrid, se ha ido de casa. Valoramos la posibilidad de que yo me fuera con mi hijo de tres años a casa de mis padres o mis suegros, a algún lugar de Castilla. Pero era difícil moverse, justificar que era una situación de fuerza mayor. Finalmente él decidió irse a casa de su hermano, residente de cardiología a dos meses de terminar la especialidad y destinado a trabajar a turnos en IFEMA. Mi marido, que es puro entusiasmo, motivación y vocación, después de llegar a casa y visitar a sus pacientes Covid-19 pasa siete horas delante del ordenador para mejorar a través de la investigación las opciones terapéuticas de los contagiados. Él me ha dicho lo que nunca en diez años le había oído: “No quiero ir a trabajar más. Estoy cansado, tengo miedo, quiero estar contigo y poder ver nacer a mi hijo. (...) He empezado a tener tos”.

Acabé la carrera de medicina hace 13 años, y la residencia en la especialidad de Medicina Interna hace siete. Llevo dos años y medio trabajando de forma continuada en un hospital público de la Comunidad de Madrid. Un día de mediados del pasado marzo me encontraba en la cola de la puerta de Recursos Humanos de dicho hospital, junto con varios compañeros, esperando a la firma de un nuevo contrato, que según habíamos oído tendría una duración de tres meses. Yo podría considerarme con suerte, porque se me extendería hasta el final de la baja maternal.

Una afortunada me sentía. Ataviada ya en aquel momento -ahora parece lejano y no ha pasado ni siquiera un mes-, al igual que mis compañeros, con mascarilla y guantes, pero luciendo una bonita panza de ocho meses enfundada en un uniforme premamá. “No te preocupes” -me había dicho el personal administrativo de recursos humanos- “tenemos tiempo”, cuando dos días antes había reclamado la necesidad de firmar el contrato porque urgía alejarme del foco de contagio, cuando todos sospechábamos lo que iba a ocurrir pero no con cuánta celeridad ni magnitud nos iba a afectar.