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Cuando los marcapasos se enchufaban a la pared (y un apagón podía ser mortal)

Puede parecer una obviedad, pero a menudo nuestra corta memoria nos lleva a olvidar que hubo un tiempo en que todas las herramientas tecnológicas de las que hoy disponemos no existían. Ignoramos que aquello que ahora nos resulta tan cotidiano y sencillo, no hace tanto que cayó en nuestras manos y que, multitud de situaciones que ahora no toca vivir, eran mucho más complicadas antaño.

Cuando el doctor Clarence Walton Lillehei y sus colegas de la Universidad de Minnesota, pioneros en las intervenciones quirúrgicas a corazón abierto, descubrieron que las máquinas capaces de transmitir impulsos eléctricos podían ser de gran ayuda para los pacientes con problemas de corazón, no podrían siquiera imaginar en qué se acabarían convirtiendo en pleno siglo XXI. Aquellos primitivos marcapasos, que debían conectarse a la corriente eléctrica para funcionar, acabarían por ser más pequeños que una moneda y llegarían, incluso, a estar conectados a internet.

Hubo un tiempo en que los marcapasos no iban siquiera implantados en el cuerpo de aquellos pacientes cuyos corazones necesitaban de esos impulsos eléctricos para seguir latiendo. Lo habitual era que, a través de electrodos externos que se colocaban en el pecho, este tipo de dispositivos los utilizasen las personas que habían sido sometidos a una intervención a corazón abierto. Quienes padecían problemas crónicos en este órgano vital lo tenían algo más complicado.

Además de ser un engorro, cargar con este aparato todo el día entrañaba muchos riesgos. No se trataba de un dispositivo precisamente liviano, y requería toda la atención por parte de unos pacientes que sabían que el más mínimo movimiento podía resultar fatídico. Todo ello porque un simple y desafortunado tirón podía desconectar los cables o porque, al atravesar la piel, podían provocar infecciones.

Todo esto cambió cuando el ingeniero Wilson Greatbatch ideó, fruto de al casualidad, los marcapasos implantables. El primero que fue implantado en un ser humano, en 1958, después de varias pruebas con animales, fue el de Arne H. W. Larsson, que tenía aproximadamente el tamaño de una pastilla de hockey. Hasta que este paciente sueco respiró tranquilo con ese elemento más propio de un cíborg, tuvo que resistir un total de 25 intervenciones quirúrgicas.

Aquel primer intento de marcapasos moderno, de cuyo diseño y fabricación se encargaron los doctores Ake Senning y Rune Elmquist, consiguió que el corazón de Larson siguiera latiendo durante tres años, pero su funcionamiento no era el mismo que el de los aparatos que millones de personas llevan implantados hoy en día.

En la actualidad, el paciente puede olvidar que lleva puesto un marcapasos. Salvo en aquellos lugares donde pueda existir riesgo de interferencias, su vida transcurre con total normalidad, algo que no pudo decir Larsson. El primer dispositivo que le implantaron falló tras apenas ocho horas, por lo que el doctor Senning decidió utilizar uno de repuesto cuyas baterías tenían que recargarse cada cierto tiempo.

Afortunadamente, a medida que lograban reducir el tamaño sin perder fiabilidad, los científicos también encontraban fuentes de alimentación más duraderas. Aquellas pilas de mercurio que alimentaban marcapasos del tamaño de un libro de bolsillo, con los que tenían que aprender a convivir los pacientes, dejaron paso a las fabricadas con yodo y litio, que también introdujo Wilson Greatbatch. Tal es su eficiencia que aún se utilizan hoy en día.

Desde 1889, cuando el doctor J. A. McWilliams contó a sus colegas de la British Medical Journal que la aplicación de impulsos eléctricos podía provocar una contracción ventricular, hasta llegar al punto en que nos encontramos, han pasado muchas cosas. Ahora los doctores puede consultar el estado del marcapasos en cualquier momento, ya que esta herramienta tan diminuta y fiable se conecta a internet. Aunque sigue sin ser infalible y se ha sumado un problema de seguridad informática, al menos no deja a merced de un apagón la vida de una persona.

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Las imágenes de este artículo son propiedad, por orden de aparición, de James Heilman, Steven Fruitsmaak y Professor Marko Turina

Puede parecer una obviedad, pero a menudo nuestra corta memoria nos lleva a olvidar que hubo un tiempo en que todas las herramientas tecnológicas de las que hoy disponemos no existían. Ignoramos que aquello que ahora nos resulta tan cotidiano y sencillo, no hace tanto que cayó en nuestras manos y que, multitud de situaciones que ahora no toca vivir, eran mucho más complicadas antaño.

Cuando el doctor Clarence Walton Lillehei y sus colegas de la Universidad de Minnesota, pioneros en las intervenciones quirúrgicas a corazón abierto, descubrieron que las máquinas capaces de transmitir impulsos eléctricos podían ser de gran ayuda para los pacientes con problemas de corazón, no podrían siquiera imaginar en qué se acabarían convirtiendo en pleno siglo XXI. Aquellos primitivos marcapasos, que debían conectarse a la corriente eléctrica para funcionar, acabarían por ser más pequeños que una moneda y llegarían, incluso, a estar conectados a internet.