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Maria Jaume camina de punta a punta del escenario mientras entona:
Un embús de sis carrils
de s'aeroport a Portopí.
I un senyor manant un Porsche
recent llogat se caga amb tot.
Los versos imaginan una escena de la Mallorca veraniega, la Mallorca costera, la Mallorca masificada: el fastidio de quien conduce un coche de lujo durante unas horas y queda atrapado en los atascos que colapsan el cinturón de autovías que rodean Palma.
El público –más de dos mil gargantas– escucha y, justo después, corea:
Hoteles, sol y playa.
Hoteles, sol y playa.
Hoteles, sol y playa.
El estribillo son apenas tres palabras. En castellano, y no en catalán, se expresa el resto de una letra que habla de noventa mil piscinas, campos de golf en ses Salines, cruceros, aviones, y gente por todas partes envenenando un manantial llamado Mallorca. Ideas potentes que pueden condensarse en esas tres palabras, que son tres pinceles dibujando el pasado y el presente de cualquier isla mediterránea convertida en destino turístico; tres gritos con los que el público y la cantante sueñan con un futuro diferente. Porque la mayoría de las personas que han disfrutado con el concierto de Maria Jaume comparten generación con esta artista nacida en 1999, y Hoteles, sol y playa es, además, música fresquísima. No sólo por el mensaje que proyecta al ocuparse del turismo de masas y sus efectos. Nostàlgia Airlines, el disco en el que esta canción ejerce de hilo conductor, se publicó hace apenas cuatro meses, el 15 de marzo.
La masificación como estímulo para impulsar sa Mobo
Maria Jaume nació en Lloret de Vistalegre –donde están censadas 1.200 personas– y canta en Porreres –a veinte minutos en coche de su casa, un pueblo un poco más grande que el suyo, pero que no llega a los 6.000 vecinos–: no ha abandonado es Pla de Mallorca. La comarca que ocupa el centro de la isla es por falta de costa (exceptuando un tramo de la Badia d’Alcúdia) y de sierra el entorno que mejor ha resistido a la gentrificación a lo largo de las décadas. Además de un espacio geográfico quizás sea también una idea. Y, desde hace siete años es el hogar del Mobofest, el escenario donde acaba de sonar Hoteles, sol y playa.
“Han tenido que pasar ocho años, y que Mallorca esté tan masificada como está ahora –sobre todo en la costa–, para poder reivindicar a sa Mobo como el festival de es Pla. Es muy simbólico, icónico, organizar un festival en el interior de la isla”, explica Joan Roig, uno de los dos gestores de un evento muy peculiar. No sólo porque reivindica la “idiosincrasia rural” de Mallorca “sin folclorizarla” sino porque las catorce personas que integran la directiva del colectivo organizador tienen menos de treinta años. Empezaron siendo unos pipiolos y nunca han visto un euro por producir tres días de conciertos. A pesar de que este año, durante el último fin de semana de julio, despacharon las dos mil entradas que ponen a la venta. Otras quinientas volaron entre invitaciones, acreditaciones y demás compromisos. La capacidad del parque en el que están montando actualmente el festival les permitiría vender el doble de tiques, pero no quieren que los asistentes “tarden más de diez minutos en ir al baño o a pedir una bebida a la barra” y que, al volver, “no puedan recuperar el lugar desde donde estaban viendo lo que pasaba en el escenario”. Un código de honor contra la masificación.
Han tenido que pasar ocho años, y que Mallorca esté tan masificada como está ahora –sobre todo en la costa–, para poder reivindicar a sa Mobo como el festival de es Pla. Es muy simbólico, icónico, organizar un festival en el interior de la isla
–¿Por qué os metéis en este embolado todos los años si no vivís de ello?
“Porque nos gusta y es una manera de entender la vida. Muy poca gente entiende que un grupo de amigos quiera arriesgarse a organizar este tipo de acontecimiento cultural a cambio de absolutamente nada en términos económicos. Sa Mobo no es el festival de una marca de cerveza ni uno organizado por una promotora, como tantos otros. Para los organizadores, si sale mal, puede implicar perderlo todo. Eso sólo lo sabemos nosotros y nuestras familias. Pero merece la pena. Ser una asociación sin ánimo de lucro nos hace precisamente ser distintos. Mira, creo que estamos mucho más alejados de cualquier festival grande que del circuito más punk y underground. En cambio, recibimos una cantidad enorme de inputs desde esa escena alternativa que duda de que se trabaje todo el año a cambio de no ganar nada”, dice Joan Roig.
“Algo más que una verbena de pueblo”
Entre medias se intuyen los saltos mortales que han dado para pasar de ser “algo más que una verbena de pueblo” y disponer de un equipo de unas setenta personas, contando a los socios de la directiva: once personas de seguridad, trece técnicos de sonido, ocho para realizar el streaming que proyectan las pantallas junto al escenario, y tres trabajadores extra. Todos, lógicamente remunerados. Sólo tiran de “una veintena de voluntarios”, chicas y chicos que les ayudan a vender las fichas para comprar bebida y comida. Sin esa estructura, no podrían elaborar un cartel encabezado por tres mujeres de estilos tan diferentes: Julieta Venegas, Valeria Castro y Mushkaa. La ganadora de un Grammy –además de nueve Latinos– y dos voces muy diferentes de la generación Z. Reclamo más que suficiente para cuadrar un presupuesto donde las subvenciones (30 por ciento) y los patrocinios (10 por ciento) no cubren la mitad del dinero que se invierte cada año. Los abonos (entre 33 y 49 euros, dependiendo la antelación con la que se compren) y las entradas de día (de 29 a 37 euros) y el dinero que se recauda en las barras obran el milagro.
“No estamos en contra de quienes creen que la cultura se debe mercantilizar, pero nosotros queremos crecer siempre en calidad y nunca en cantidad, y eso va en contra de lo que está pasando en estas islas. Tampoco queremos estar ligados a una marca o depende las instituciones. El público de sa Mobo sabe que viene a estar con su gente. Siente que la tratan como en casa, sabe cómo es el festival y a lo que viene. En ocho años no hemos tenido ningún susto (peleas, comas etílicos…) y seguimos sin subcontratar absolutamente nada. Del montaje del recinto nos seguimos encargando nosotros. No queremos perder el control del festival, es clave que sigamos tomando todas las decisiones para que no pierda la esencia. Sabemos que este modelo es un oasis en la vida cultural de Mallorca e, incluso, entre los eventos culturales de formato medio”, relata Toni Jaume Martorell.
No estamos en contra de quienes creen que la cultura se debe mercantilizar, pero nosotros queremos crecer siempre en calidad y nunca en cantidad, y eso va en contra de lo que está pasando en estas islas. Tampoco queremos estar ligados a una marca o lamerle el culo a las instituciones. El público de sa Mobo sabe que viene a estar con su gente
Este periodista –hermano mayor de Maria Jaume– codirige actualmente el Mobofest junto a Joan Roig, que reparte su tiempo entre la docencia (es licenciado en Bioquímica), la agricultura y la política municipal: es concejal en la oposición en el Ajuntament de Sant Joan. Entre el resto de socios hay más bioquímicos, físicos, médicos, psicólogos, historiadores, profesionales del derecho y bailarines. Una colla de melómanos que le dedican, al menos, un diezmo de su tiempo libre a cuidar este huerto musical. Se reúnen todas las semanas. El compromiso de los socios que integran la directiva tiene que ser máximo. Todas las decisiones se toman de forma asamblearia.
El inicio de todo
El primer miembro de la asociación que se puso al frente de sa Mobo (sus padres y madres la llaman cariñosamente así, usando el artículo femenino porque, aunque tenga categoría de festival, no deja de ser una fiesta) fue Arnau Moratinos. Así recuerda los inicios: “Todo empezó a través de un grupo de amigos, la mayoría de Sant Joan, a los que nos gustaba la música alternativa. Todos habíamos sido fans de Sa Sini Band, un grupo de unos chicos de nuestro pueblo que son algo más mayores que nosotros. Gracias a esa influencia, muchos acabamos tocando en grupos de versiones que actuaban en bares y plazas. El dinero que recogimos de esos bolos lo guardamos para atrevernos a organizar la primera edición del festival. Era 2017, y fue gratuita, como las dos siguientes. Queríamos que nuestro evento fuera un lugar para promocionar a las bandas y artistas mallorquines. Ayudarlos a profesionalizar el circuito local”. Que tuvieran un escenario en el que tocar delante de un público realmente interesado en escucharlos, en definitiva: los tres primeros años –junto a la ermita de la Consolació de Sant Joan, un enclave precioso– constataron que ese público existía, y que tenía sed de algo diferente.
Ahora, presumen de “no rebajar cien euros” a un grupo o artista mallorquín si les pide “un caché de 1.500” (“si no tienen recursos no podrán componer”) o de que al festival le haya salido un esqueje en forma de revista, S'Altra Música, que ya ha impreso trece números en papel. “Consideramos que hemos organizado ocho ediciones porque la de 2020, que era la primera que teóricamente debía cobrarse entrada, se canceló por todo lo que ocurrió con la pandemia”, explica Toni Jaume. La reformulación del evento nunca se celebró: Els Vespres del Mobofest, dos fines de semana de música con la audiencia sentada y enmascarada, se cancelaron el día antes de celebrar el primer concierto. El Ajuntament de Sant Joan, gobernado por El PI, denegó el permiso a los organizadores, pese a que contaban con “un protocolo exhaustivo aprobado por la Conselleria de Sanitat”. “Con los años hemos entendido”, continúa Toni Jaume, “que aquel equipo de gobierno no entendió en ningún momento qué era el Mobofest. Más allá de dar soporte a lo que pueda ser una fiesta de pueblo, de quintos, nunca comprendieron que se trataba de un evento que buscaba la calidad cultural y que quería ir más allá y ser una plataforma para los grupos locales combinados con otros internacionales”.
Todo empezó a través de un grupo de amigos, la mayoría de Sant Joan, a los que nos gustaba la música alternativa. Todos habíamos sido fans de Sa Sini Band, un grupo de unos chicos de nuestro pueblo que son algo más mayores que nosotros. Gracias a esa influencia, muchos acabamos tocando en grupos de versiones que actuaban en bares y plazas. El dinero que recogimos de esos bolos lo guardamos para atrevernos a organizar la primera edición del festival
Aunque los organizadores tratan de armar una programación ecléctica y, a la vez, hermanada por una manera de entender el negocio musical, cuando se les pregunta por su relación con los artistas y bandas foráneas, reconocen que pueden dividirse en dos grupos. Algunos aterrizaron en Son Sant Joan y condujeron hasta Lloret de Vistalegre (que acogió a sa Mobo tras el exilio de Sant Joan) o Porreres sin saber bien de qué va el festival en el que actuarán. Interpretan su repertorio, hacen disfrutar al público, les liquidan la factura y se marchan. “Pero luego están los otros, que nos llenan el corazón porque entienden lo que significa sa Mobo”, dice Joan Roig. “La relación trasciende a la música y seguramente terminarán repitiendo en el cartel”. La primera conexión fuerte la tuvieron con El Petit de Cal Eril, el alter ego de Joan Pons Villaró. Su mezcla de folk y psicodelia encajó tan bien que se quedó una semana en casa de un miembro de la directiva. Fue el primer foraster en participar. Era la segunda edición, cuando el montaje “era cien por cien amateur”, pero ya imperaba una mentalidad “austera” para no estirar más el brazo que la manga.
La clave: economía saneada y previsiones humildes
“La clave es estar cien por cien saneados, hacer una previsiones humildes y ponernos un límite en el caché que podemos pagar por los grupos: aunque sea factible [tener ese dinero] y seamos nuestros propios prestamistas (al 0 por ciento de interés) [ríe], vamos con mucho cuidado”, detalla Toni Jaume, contento, sin embargo, de haber sumado al cartel nombres como los de Julieta, Cala Vento, Pau Vallvé, Els Pets, Ginestà, Mishima, Socunbohemio, Ludwig Band, Manel, en grupo, y Guillem Gisbert, en solitario (“cuando estás haciendo canciones siempre te motivas pensando que te invitarán a cantarlas en Mallorca”, dijo al actuar en la edición de este año)...
Una selección, en definitiva, de los nombres más potentes –de ayer y de hoy– de la música catalana, mezclados con otras voces que también se expresan artísticamente en catalán, y que, además de en es Pla, son bien conocidas en la península: Maria Hein, Joan Miquel Oliver, Júlia Colom, Da Souza, Xanguito… ¿Pero es el Mobofest un puente construido para fortalecer los lazos musicales entre Balears y Catalunya? No, o no sólamente, porque algunos de esos artistas que han entendido perfectamente la filosofía de la iniciativa forman parte de la lista de bandas castellano y anglocantantes que en los últimos años han programado los organizadores. Un recuerdo especial, por ejemplo, les guardan a los Villagers, una banda de folk indie irlandesa que dio espectáculo en 2022, o a la propia Valeria Castro, que se metió al público contando, en un delicioso catalán con deje canario, sus sentimientos cuando compuso la raíz. Una carta escrita a La Palma mientras durante ochenta y cinco días la lava del Tajogaite devoraba la vida de su isla natal: “Pasó lo que tenía que pasar / Y no pienso hacer nada más / Más que quedarme aquí / Cuidando la raíz”.
Gràcies a qui tenim carreteres?
Gràcies a qui no mos morim de fam?
Gràcies a qui sabem llegir i escriure?
Es turisme mos va salvar.
Gràcies a qui tenim llum i aigo?
Gràcies a qui tenim hospitals?
Gràcies a qui no som uns salvatges?
Es turisme mos va salvar
El concierto de Maria Jaume ha acabado en el escenario grande –patrocinado por una cervecera insular– y, en el pequeño –patrocinado por una marca de refrescos insular– cuatro tipos trasplantan al público la misma energía con la que tocan sus instrumentos. Formación clásica (batería, bajo, dos guitarras eléctricas; en algún tema, asoma una acústica), más actitud que virtuosismo, y una base de country, folk y rock sureño para cubrir después la receta americana de una capa generosa de punk. La mala leche del hartazgo transformada en sentido del humor: la gentrificación turística es la diana a la que apuntan las canciones que están sonando.
Mientras la audiencia corea una frase escrita para definir un tiempo y un inconsciente colectivo (“el turismo nos va a salvar”), varias manos agitan carteles (SOS Residents) que pasearon por las avenidas y calles del centro de Palma unos días antes en la manifestación convocada para protestar contra los excesos turísticos. El grupo se llama Ánimos Parrec, y no sólo son de Sant Joan, como muchos de los fundadores del Mobofest, sino que fueron sus ídolos de proximidad unos años antes (¿recuerdan Sa Sini Band?). Pasados los treinta, y con la música casi olvidada, desde el festival les lanzaron un guante: “Si montáis un grupo y grabáis un disco, os programaremos”. Lo llamaron Ánimos Parrec, y en dos años, han lanzado dos álbumes. Y, pedaleando en el pelotón de los descontentos por la gentrificación, ya tienen su público. En noviembre de 2023, un concierto de esta banda en Can Lliro podría considerarse como uno de los puntos de salida a las protestas contra el turismo de masas. Guillem Cànoves, el fundador de esta sala que agita la cultura en el levante mallorquín, descansa, horas después, en un banco del parque. Es bien entrada la madrugada, Sa Mobo acaba de terminar y él dice:
–Me hace ilusión venir todos los años porque ves que el amor por la música independiente y por la cultura mallorquina se renueva. Los jóvenes que hay detrás de este proyecto son nuestro futuro.