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Entrevista

Pablo d'Ors, sacerdote y escritor con influencias orientales: “El ser humano lleva jugando a ser Dios desde el inicio”

Esther Ballesteros

Mallorca —
4 de diciembre de 2022 06:02 h

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Autor de numerosos ensayos sobre el silencio, la luz, el autoconocimiento o la meditación, el escritor y sacerdote Pablo d'Ors (Madrid, 1963) tiene las ideas claras. Nació en el seno de una familia de artistas, formándose más adelante en un ambiente cultural alemán. Se graduó en Nueva York y estudió Filosofía y Teología en Roma, Praga y Viena, donde se especializó en germanística, y, entre sus numerosos proyectos, fundó Amigos del Desierto, una red de meditadores con cerca de un millar de seguidores y cuyo carisma pasa por la profundización y difusión de la tradición contemplativa. También fundó Tabor, un proyecto de monacato secular.

Su obra literaria, emparentada con la de Hermann Hesse y Stefan Zweig, ha sido traducida a las principales lenguas europeas y está siendo reeditada íntegramente por Galaxia Gutenberg. Entre su docena de títulos, destacan El estupor y la maravilla, un homenaje a lo cotidiano; la autoficción Entusiasmo y su aclamada Biografía del silencio. En la actualidad, D'Ors se dedica al estudio y la práctica del hesicasmo (práctica ascética difundida entre los monjes cristianos orientales en la que se busca en soledad la comunión con Dios) e imparte conferencias y retiros de meditación por todo el mundo.

En una entrevista con elDiario.es con motivo de su presencia en la Fundación March de Palma, donde conversó sobre su trayectoria, sus referentes literarios y sus ideas estéticas, asegura que la pandemia le ha hecho “más receptivo y atento, menos víctima y quejumbroso”, toda vez que reflexiona sobre la crisis climática, la contemplación, la humildad (sin ella “nos apartamos de la verdad y degeneramos en doctrina”), la cultura de la cancelación y el devenir del transhumanismo.

¿Nos ha hecho mejores la pandemia?

Me veo mejor persona que antes de la pandemia: más receptivo y atento, menos víctima y quejumbroso. Pero no puedo presumir que eso haya sucedido con todos. Lo más probable es que la mayoría siga igual que antes. Sin embargo, basta con que unos pocos crezcan en su nivel de consciencia para que se beneficie la humanidad entera.

¿Cree que las acciones por la emergencia climática que se están llevando a cabo en los museos están deteriorando su discurso o, por el contrario, con cada nueva acción crece el debate que plantean a la sociedad?

No sé qué decirle, es difícil. Crecer en consciencia ecológica es un signo de los tiempos clarísimo. No podemos seguir devastando el planeta como si fuera un objeto. Nosotros somos esa naturaleza que estamos destruyendo. Los discursos que se quedan en el mero impacto mediático o en lo puramente ideológico no ayudan, eso también parece claro. Más que acciones, yo propondría contemplaciones. Nada hay tan transformador como mirar algo de verdad.

Entre tanto ruido y tanta información (y desinformación), ¿se ha convertido la contemplación, hoy en día, en un acto heroico?

Contemplar es un acto contracultural. Entrar en el propio templo cuando todo nos conjura a estar fuera es, desde luego, una provocación. Nada hay tan desestabilizador para el hombre y la mujer de hoy como quedar sin conexión wifi. Esta neurosis generalizada pone de manifiesto la necesidad perentoria del nuevo paradigma del silencio y la interioridad.

En el prólogo de Los infortunios de Svoboda comenta que su autor, János Székely, “es algo así como un nuevo Dickens”. “Tiene la elegancia –rara en nuestra literatura– de quien se esconde para que otro brille”, añade. ¿Nos falta humildad?

Desde luego. Casi nadie quiere ser discípulo de nadie. La humildad es el punto de partida de cualquier camino de aprendizaje. También, paradójicamente, el de llegada. Sin humildad nos apartamos de la verdad y degeneramos en doctrina.

La humildad es el punto de partida de cualquier camino de aprendizaje. También, paradójicamente, el de llegada. Sin humildad nos apartamos de la verdad y degeneramos en doctrina

Decía el novelista Eduardo Zamacois en una de sus obras (El otro) que “el silencio inquieta y molesta a las almas vulgares”. ¿Lo cree igual?

Todos somos más vulgares de lo que nos gustaría o, lo que es lo mismo, no existe el ser humano a quien el silencio no inquiete, al menos a cierto nivel. Hay una inquietud burda que se supera con la práctica del silenciamiento. Pero hay otra inquietud, más profunda, con la que hay que aprender a convivir serena y amablemente. La serena inquietud: podría ser un buen título para un ensayo.

Alexandre Dumas invocaba a Dios para que le guardase de predicar la inmovilidad (“La inmovilidad es la muerte”), pero a la vez volvía la vista sobre sus talones para lamentar que el paso del tiempo hiciera desaparecer la sociedad que sabía escuchar y conversar... ¿Es usted nostálgico de las sociedades que el tiempo evapora?

Yo no soy nostálgico de nada, la nostalgia no sirve para nada. Sirve el recuerdo, pero no el recuerdo pesaroso y melancólico. En contra de Dumas, yo diría que la quietud es la fuente de la plenitud, que sólo cuando nos quedamos quietos, corporalmente en silencio, es cuando podemos apreciar qué está sucediendo. Escuchar, por otra parte, es la puerta del amor: nadie que no sepa escuchar tiene idea de qué es eso de amar a un semejante.

Al hilo de la pregunta anterior, Dumas aludía asimismo a un fragmento de las Memóires del Marqués de Argenson, quien ya en el siglo XVII se lamentaba de que ya no había conversación en Francia y de que la paciencia de escuchar “disminuye todos los días entre nuestros contemporáneos”. “Se escucha mal o, más bien, no se escucha nada de nada”, decía. ¿Tendemos a ensalzar los atributos de quienes nos precedieron o realmente, con el paso del tiempo, vamos perdiendo valores?

Perdemos valores, claro que sí, pero también los ganamos: estamos en continua gestación de nosotros mismos como individuos y como sociedad. No hay nada que mantener, todo hay que recrearlo, lo que es muy diferente. Escuchar es acoger lo que se nos dice sin cargarlo intelectual ni emocionalmente, esto es, sin añadir nada propio. Eso requiere el olvido de sí, al menos mientras se escucha. Pues bien, eso, quitarse de en medio, dar al protagonismo a quien tienes enfrente, se puede aprender.

Hay un poema del escritor italiano Erri de Luca sobre el que me gustaría conocer su opinión. En él afirma que llegará un día en el que “desaparecerá el rock and roll y quedarán las plegarias”, ¿siempre nos quedará la fe? El poema completo, bajo el título Después, es este:

      "No los del interior del búnker,

       no los que tengan reservas de alimentos,

       ninguno de ciudad,

       se salvarán los indios, cachemires, masai,

       beduinos protegidos del viento, mongoles a caballo;

       también alguien de Nápoles escondido en el Vesubio,

       y un judío envuelto en un enjambre de palabras,

       ilesos por pura tradición en un horno que arde.

       Se salvarán más mujeres que hombres,

       más peces que mamíferos,

       desaparecerá el rock and roll, quedarán las plegarias,

       se extinguirá el dinero, y volverán las conchas.

       La humanidad será escasa, mestiza, zíngara,

       se moverá a pie. Y su botín, la vida:

       la riqueza más grande que se puede transmitir a un hijo")

Hay quienes reducen la fe a creencias, pero la verdadera fe es lo mismo que confianza, y eso es, ciertamente, una experiencia. Desaparecerá el rock, por supuesto, pero mucho me temo que desaparecerán también las plegarias y todo lo demás. Lo único que permanecerá será el amor: el amor que se vierta en las plegarias, por supuesto, pero también –y quizá sobre todo– el amor con que se canta o se escucha el rock and roll.

Los discursos colonialistas de Victor Hugo, las viejas historias del oeste de Karl May, el beso “no consentido” de Blancanieves, la retirada de Lo que el viento se llevó por racista... ¿Se nos está yendo de las manos con la cultura de la cancelación? ¿Hay que separar al autor de su obra?   

Definitivamente sí. Lo de la corrección política está llegando a unos extremos grotescos. Es algo tan oprimente (y absurdo) como la tiranía eclesiástica del pasado. Todo lo que hay que decir sobre el vínculo entre autor y obra, así como sobre la cancelación del pasado, lo escribió Kundera en la mejor de sus novelas: El libro de la risa y el olvido.

Decía Goethe que el patriotismo arruina la historia. “Por encima de su amor a lo alemán, estaba su amor a la humanidad”, decía de él Hermann Hesse. ¿Qué piensa al respecto?

Pues que tenía mucha razón. Porque amar lo propio está muy bien, pero sólo como escuela para amar todo lo demás, no para quedarse ahí y, encima, excluir o atacar a los otros. Soy un lector muy fiel de Hesse, algo menos de Goethe, bastante sobrevalorado. El germanismo de ambos ha sido para mí una preciosa escuela de amor a la humanidad.

Amar lo propio está muy bien, pero sólo como escuela para amar todo lo demás, no para quedarse ahí y, encima, excluir o atacar a los otros

Uno de los debates en boga en la actualidad es el del transhumanismo, corriente que preconiza el uso libre de la tecnología para mejorar las capacidades físicas, mentales y morales del ser humano, trascendiendo todos sus límites intelectuales. Sus detractores opinan, sin embargo, que esto atentaría contra la dignidad humana y lo abocaría a la instrumentalización de sus emociones. ¿Qué opina? ¿Está el hombre jugando a ser Dios, en una especie de modernización del mito de Prometeo?

El ser humano lleva jugando a ser Dios desde el principio. Quizá ser humano consista precisamente en ese juego: la búsqueda, fallida o certera, de la luz. Trascender y trasgredir van casi siempre de la mano. No se trata de ponerse a favor o en contra de entrada, ni del llamado transhumanismo ni de cualquier otra cosa. Los partidismos nos secan y nos matan. Se trata de sentarse a dialogar hasta descubrir que los progresos de la ciencia tienen su correlato en los de la consciencia.

En alguna ocasión ha comentado que ser escritor y sacerdote es algo anacrónico hoy en día, ¿lo sigue sintiendo así?

Desde luego. Vivir para el misterio de la luz y del amor, que eso es Dios, en un mundo esencialmente materialista como el nuestro resulta anacrónico. Pero por eso mismo –porque no es un movimiento gregario– resulta fascinante.