El hijo de Rafa dice en voz alta que Eivissa es más chula que Teruel. La frase tiene un pero. “La casa nueva es mejor que la vieja”. La vivienda nueva es un piso de 100 metros cuadrados y varias habitaciones en el corazón de la capital de provincia menos poblada de España. La vieja eran 55 metros cuadrados en la primera planta de un edificio a diez kilómetros del casco urbano más próximo. El hijo de Rafa ha entendido que un salón amplio, una terraza luminosa o un cuarto propio significan calidad de vida. Para comprender el funcionamiento del mercado inmobiliario deberá cumplir unos cuantos años más. Desde la inocencia de la niñez, lógica aplastante, es difícil explicar por qué una vivienda es más cara que otra cuando es la mitad de grande.
En la calle San Francisco, pleno centro de Teruel, Idealista ofrece un piso de 140 metros cuadrados –cuarta planta, exterior, con ascensor– por 185 mil euros. Hay viviendas de tamaño parecido a precios más bajos en otros barrios de la ciudad. Rafa y su pareja sólo pagaron 5 mil euros menos, 180 mil, por la casa que compraron en Evissa. Era de segunda mano, tenía humedades y estaba en el municipio de Sant Josep de sa Talaia. Concretamente, en Port des Torrent. Un lugar difícil de definir porque no es ni urbano ni rural, ni barrio ni pueblo, ni zona turística ni residencial.
A quinientos metros a la redonda del anterior domicilio de Rafa y su familia, había hoteles, casas de campo con huerta, chalets adosados con piscina y edificios bajos, de una o dos alturas, como el suyo. Un colegio, un supermercado, un bar. Y una cala desierta cuando acaba el verano. “Hasta para tirar la basura” tenían que coger el coche. Un paisaje frecuente para cualquier ibicenco, herencia del crecimiento desaforado y la construcción sin planificar que cambió el aspecto de la isla en los setenta y los ochenta. Desde que se hipotecaron, Rafa y su mujer han estado cinco años pagando al banco 650 euros mensuales. En Teruel el piso donde viven de alquiler les cuesta el mismo dinero. Los 55 metros cuadrados en los convivían dos adultos, el hijo mayor y el bebé que llegó hace unos meses, ahora son el hogar de una pareja de amigos. Con su alquiler cubren la letra de la hipoteca que Rafa y su mujer pagan desde Teruel.
Así explica Rafa su historia: “Cuando tuvimos a nuestro primer hijo, por fin, encontramos el piso de Port des Torrent. No era un palacio, pero nos pareció digno y podíamos pagarlo. Luego volvimos a quedarnos embarazados y volvimos a buscar. No podíamos criar a dos hijos en un espacio tan pequeño. Miramos por todas partes y, nada, imposible encontrar una vivienda que se acercara a cien metros cuadrados y costara menos de 300 mil euros. Había que decidir: o nos metíamos en una hipoteca de 1.500 euros al mes durante treinta años o nos mudábamos a la península. Y, en cuanto pudimos, lo tuvimos claro. Si nos convence Teruel, venderemos la casa de Eivissa y nos compraremos algo aquí”.
La mujer de Rafa trabajaba en una clínica dental y él cobraba catorce pagas de casi 2 mil euros netos tras sacarse la plaza de policía local en el municipio de Santa Eulària des Riu. Solicitando el traslado, Rafa se convirtió en uno más de los cientos de empleados públicos que, después de echar cuentas, se han convencido de que un euro en el resto del país cunde bastante más que en una isla a la que viajaron 3 millones de turistas en 2022. Especialmente si se trata de una pequeña ciudad de 35 mil habitantes como Teruel, el ejemplo en que se piensa al hablar de la España vaciada.
Allí gana prácticamente lo mismo, pero la vida es más asequible. En la consulta del médico o la oficina de Correos no hay colas. Al trabajo puede ir caminando cuando, para ir de Port des Torrent a Santa Eulària, se comía casi una hora de coche en verano por los atascos que se encontraba en un viaje de menos de treinta kilómetros. Un trayecto cada vez más peligroso “por ese tipo de conductor, borracho o drogado, que circula por la isla en verano”. Ahora, sin necesidad de pasar por el aeropuerto, tiene Madrid a tres horas y media por carretera; Zaragoza, a menos de dos; Valencia, a una y media. Ahora el coche familiar está aparcado en un garaje, un lujo que parecía impensable en su vida ibicenca.
Pero el caso de Rafa es peculiar: a diferencia de otros sanitarios, docentes, administrativos, personal jurídico o funcionarios de prisiones que desembarcaron en Eivissa demasiado tarde para convertirse en propietarios, él es ibicenco de nacimiento. Su padre era un agente de Policía Nacional, almeriense, que llegó destinado a principios de los ochenta y se quedó. Su madre, una turista británica que llegó de vacaciones, se enamoró de un andaluz que era policía y se quedó.
Hasta otro día, Ibiza
Al otro lado del teléfono, Rafa habla un catalán con marcado deje vilero. Sin resquicios, todavía, del acento aragonés, que asume se le enganchará a su hijo mayor dentro de unos meses. En Vila, la capital insular, se crió, fue a la escuela y al instituto; allí viven su madre y la mayoría de sus amigos. El catalán fue la lengua que Rafa utilizó para compartir su historia en un mensaje publicado en el perfil de Facebook de Prou!, una plataforma ciudadana contraria a la turistificación. En ese texto, titulado Fins un altre dia, Eivissa, se definía sarcásticamente como un “exiliado” que se marchaba con una mezcla de “alegría y pena”.
“En la isla parece que no hay límites porque se ha convertido en un hub de especulación internacional”. Y decía que tener acceso a una vivienda digna, la cima que escaló la generación de sus padres para considerarse clase media, era imposible para la mayoría de ibicencos de su edad. Sin embargo, Rafa aclara antes de colgar que en esta nueva etapa no hay espacio para el resentimiento. Simplemente, “algo de tristeza”. “Eivissa está ahí: volveremos de vacaciones y la disfrutaremos de otra manera. La vida es cambiante, no estática. Cada uno sabe qué necesita para ser feliz y nosotros lo teníamos claro. El mayor es demasiado pequeño como para que le cueste demasiado esfuerzo adaptarse y hacer amigos”, añade.
Eivissa está ahí: volveremos de vacaciones y la disfrutaremos de otra manera. La vida es cambiante, no estática. Cada uno sabe qué necesita para ser feliz y nosotros lo teníamos claro
Carmen y Juana sí temen que a sus hijos les cueste adaptarse a vivir en otro lugar. Ellas han puesto una cuenta atrás para marcharse de la isla. Quien más claro lo tiene es Carmen, que ya está pagando una hipoteca de una casa que se compró hace unos meses en una urbanización de Santa Pola. “La tutora de mi hija nos ha recomendado que no nos vayamos hasta que termine la Primaria. La niña está diagnosticada de un trastorno del espectro autista y, en este momento, le costaría aceptar despedirse para siempre de sus amigos del colegio. Le quedan tres cursos más hasta acabar Sexto. Por eso, cuando conseguimos renovar el alquiler de la casa donde mi pareja y yo llevamos doce años viviendo luchamos para que nos lo alargaran cuatro años más”, dice Carmen.
Su historia es casi paralela a la de Juana, que tiene dos críos (dos y cinco años) y lleva unos cuantos años como inquilina en una casa que, como la de Carmen, también está situada fuera de un casco urbano. Ambas tuvieron que encajar una fuerte subida del alquiler durante la pandemia que puso patas arriba las economías familiares. Carmen y su compañero pagaban 750 euros y el casero insinuó duplicarlo.
Así lo cuenta: “Nos pareció indignante que quisiera cobrarnos 1.600 euros. La casa no tiene habitaciones, es un espacio único, nunca nos han cambiado un electrodoméstico cuando se han roto, y nosotros le hemos hecho muchas mejoras porque cuando entramos llevaba bastante tiempo deshabitada. Pero sabíamos que esto sucedería. Desde que murió el propietario que nos la alquiló, su hijo, al heredarla, consideró que estaba perdiendo dinero. Una vez nos confesó que le daba vergüenza decir en público que la alquilaba a 750 euros porque estaba muy por debajo del precio de mercado. Cuando salgamos de aquí estoy segura de que la alquilará por 2 mil euros al mes. O más. Y sé perfectamente que su mujer y él tienen unas cuantas propiedades en alquiler. No es por necesidad”.
Nos pareció indignante que el casero quisiera cobrarnos 1.600 euros. La casa no tiene habitaciones, es un espacio único, nunca nos han cambiado un electrodoméstico cuando se han roto, y nosotros le hemos hecho muchas mejoras
La negociación dejó la renta en 1.200, aunque con la seguridad de que pasados cuatro años tendrían que salir de la casa. Ni siquiera buscaron la opción de hipotecarse en la isla. Ya lo habían intentado en 2016, 2017, 2018… “Los precios del mercado inmobiliario ya estaban disparadísimos. No es que no quisiéramos renunciar a vivir en una casa de campo, algo que siempre nos ha encantado, sino que no podíamos meternos en un crédito de más de 250 ó 300 mil euros para comprar un piso de segunda mano, y no demasiado grande. Ahora, depende de qué zonas de la isla, las viviendas son todavía más caras”.
La casa de Santa Pola, en cambio, les ha costado 150 mil. 98 metros cuadrados, tres habitaciones, piscina, frente al mar. Este verano encontraron unos inquilinos interesados en entrar a vivir. La alquilan por 750 euros y, con ese dinero, la pareja de nuevos propietarios cubre las letras bancarias. “Si tuviéramos que poner dinero todos los meses de nuestro bolsillo no podríamos pagar el alquiler”, dice Carmen, que ha sido autónoma durante años y ahora tiene un contrato fijo discontinuo en un hotel. El padre de su hija está empleado todo el año. A la niña le van endulzando la mudanza explicándole que se lo va a pasar muy bien jugando en una urbanización con piscina y, sobre todo, durmiendo una habitación para ella sola.
Pagar el doble de la noche a la mañana
Hasta 2020, la vivienda le costaba cada mes 550 euros a Juana y a su marido. Aquella casa de campo resultaría una bagatela hoy. Alquilar una habitación todo el año en un piso compartido cuesta, cincuenta euros arriba, cincuenta euros abajo, lo mismo. El cálculo es sencillo para arrendadores y arrendatarios: tres habitaciones, 1.500 euros. Hace tres años, cuando les modificaron el contrato, Juana llevaba tiempo disfrutando de una especie de renta antigua: viviendas alquiladas antes o justo después del estallido de la burbuja inmobiliaria que no se habían encarecido al haber un contrato en vigor o porque el propietario se había resistido a la tentación de subir desorbitadamente el precio.
Muchas de estas rentas antiguas correspondían a casas pequeñas –a veces, almacenes, corrales o garajes reconvertidos en hogares aptos para una o, máximo, dos personas– en lo rural. Carmen recuerda haber pagado 450 y 650 euros mensuales en dos casas que alquiló ella sola y que no estaban demasiado lejos del domicilio donde vive desde 2011. La tendencia general, la avaricia colectiva; el mercado, fue actualizando, muy al alza, los antiguos precios, asumibles incluso para una familia como la de Juana, donde los dos adultos ganan un sueldo mileurista. Su alquiler subió hasta 900 euros. Prácticamente se multiplicó por dos de la noche a la mañana.
“Nos toca, desde entonces, hacer muchas cuentas. Más en un lugar como Eivissa donde resulta tan caro llenar la nevera. Compramos una vez por semana y es imposible que nos gastemos menos de 200 euros. Si te dejas 800 euros al mes en el supermercado, ni te pienses salir a comer con los niños o a cenar en pareja, con lo caro que está todo. Además, la guardería del pequeño nos cuesta casi 400. Y no encontramos un alquiler más barato para mudarnos, al menos, algo que sea digno”, explica Juana.
Nos toca hacer muchas cuentas. Más en un lugar como Eivissa donde resulta tan caro llenar la nevera. Compramos una vez por semana y es imposible que nos gastemos menos de 200 euros. Ni pienses en salir a comer con los niños o cenar en pareja
Este verano ha sido, cree, la gota que colmó el vaso de su paciencia. Un accidente de tráfico le impidió trabajar durante la temporada. Tuvieron que resistir con los ingresos de su marido. Problemas que, dice, no sufre su familia. A su madre y sus hermanos el vaso se les colmó hace hace años y se fueron de Eivissa. “Tengo un hermano viviendo en un pueblo de Mallorca y dos que están en Gran Canaria, donde vive mi madre también. Ninguno echa de menos Eivissa. Dicen que aquí terminaban muy machacados el verano y luego tampoco les quedaba tanto dinero para disfrutarlo. Ahora todos tienen casas más grandes y mejores que la nuestra”, relata.
Ninguno paga más de 600 euros, según la mujer, y “sus hijos están creciendo en una casa en condiciones”. “Con los 750 euros que cobra de pensión, nuestra madre aquí no llegaría a fin de mes. Por eso se largó cuando se quedó viuda. En Canarias, ahorra un poquito y como lo estamos pasando mal nos va echando una mano. Ya tiene 75 años y muchas veces pienso qué sería de nosotros si mañana se muriera y dejáramos de contar con su jubilación”, añade.
Cuando era niña o adolescente, Juana nunca pensó que estaría rozando la pobreza. Dice que en su familia jamás hubo problemas económicos. Entonces alquilaban un piso en ses Figueretes, uno de los barrios más populares de Vila, y con el sueldo de su padrastro, maestro de obra, les daba para vivir holgadamente. Su madre cuidaba de los cuatro hermanos y hacía algún trabajo esporádico fuera de casa. Ella se sacó el graduado en un colegio privado –“que había que pagar y no era barato”– y trabaja desde que es mayor de edad.
Siempre lo ha hecho en el sector servicios, sobre todo en hoteles. Nunca cobrando mucho más que el salario mínimo interprofesional, si dividimos el sueldo entre los doce meses del año. Quizás se arrepiente “un poco”, cuenta Juana, de no haberse hipotecado con su marido hace unos diez años. Entonces ya le parecieron “demasiado altos los precios” para comprar una vivienda. “Hemos mirado alguna vez apuntarnos para pedir un piso de protección oficial, pero la lista de espera es larguísima. Tampoco lo hemos tenido fácil para conseguir ayudas a la vivienda. Nunca nos las han concedido”, comenta. A diferencia de Juana, Carmen ni siquiera ha intentado conseguir una vivienda de propiedad pública porque la casa se la alquilaron con un acuerdo verbal. El casero nunca le ha dado posibilidad de firmar un contrato.
Juana nunca pensó que estaría rozando la pobreza. Siempre lo ha hecho en sector servicios, sobre todo en hoteles. Nunca cobrando mucho más que el salario mínimo interprofesional. Ahora, sobrevive gracias a la ayuda de su madre
Carmen y Juana no son los nombres reales de estas mujeres. Prefieren ocultarlos porque temen en que sus caseros se enfaden con ellas y encuentren la manera de dejarlas sin techo. Tampoco ninguna ha querido hacerse una foto para este reportaje, al igual que Rafa. Además, ninguna de las dos nació en Eivissa. Tampoco en España. Pero Juana, que va a cumplir cuarenta, llegó con nueve años y se recuerda como “una niña muy feliz en una isla que daba mucha libertad” y que ahora encuentra “demasiado masificada”. Carmen, que ha cumplido cincuenta, tenía veintiséis cuando se quedó a vivir en la isla.
Llevan tanto tiempo aquí que no se sienten de otro lugar, aunque Carmen diga que ahora le cueste reconocer la isla donde decidió hacer nido: “Recuerdo mirar en Telegram un grupo de ofertas de trabajo y ver más de 3 mil empleos disponibles. Y no sólo camareros. Instaladores, jefes de cocina, recepcionistas con experiencia, administrativos, jardineros, muchos perfiles universitarios… Aunque esos puestos de trabajo se acaben cubriendo con gente que duerme en furgonetas o en apartamentos compartidos que les pone la empresa, no lo veo sostenible. Se ve en el hospital, no hay personal suficiente. A nosotros nos costó casi ocho años dar con un diagnóstico para nuestra hija porque sólo había una neuropediatra para toda la isla”.
Sólo apto para ricos
Además de sus hermanos y su madre, Juana tiene “decenas de amigos” que después de criarse o vivir mucho tiempo en Eivissa se han largado. Alicante y Mallorca, o incluso la Costa Brava, suelen ser los destinos para quien tira la toalla ante el mercado inmobiliario. Carmen, que también tiene a unas cuantas amistades al otro lado del mar, hace un análisis tajante: “Aquí solamente queda sitio para holandeses, franceses, británicos o alemanes a los que le parezcan baratos los alquileres porque están forrados o porque en Ámsterdam, París, Londres o Berlín pagaban más”.
El Institut d’Estadística de les Illes Balears (IBESTAT) no ofrece datos tan concretos sobre este perfil de emigrante en el que pronto se convertirán Juana y Carmen, pero desmiente que la isla pierda población. Había 154.210 personas censadas el año pasado, 4 mil más que antes del confinamiento, casi el doble que a finales de los años noventa. El portal Fotocasa dice que los ibicencos no propietarios pagan una media de 19 euros por metro de cuadrado cuando alquilan una vivienda en la capital insular. El precio en el municipio más caro de la isla es el mismo que en la ciudad más cara de España. La burbuja inmobiliaria es un túnel que conecta a Eivissa y Barcelona.