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Aquella mañana de abril de 1967 a Maribel el camino hasta el despacho de la directora se le hizo más largo que de costumbre. “Tenía unos ocho o nueve años y no era la primera vez que me llamaban a dirección porque yo era tremenda”, recuerda. Por el pasillo no dejaba de repasar todo lo que había pasado en los días anteriores intentando encontrar en qué trastada la habrían pillado. Cuando por fin entró, no encontró las caras serias de otras veces, sino un montón de ojos puestos en el periódico que estaba abierto sobre la mesa. “Tienes que irte a casa porque tu padre ha salido en el diario”, le dijeron.
Del motivo no supo nada hasta después de recorrer a toda velocidad las seis calles que separaban el colegio de las Escolàpies de su casa. Tampoco allí el ambiente parecía demasiado serio. En la mesa del salón tenían abierto el mismo periódico. En la página 21 vio la fotografía de un grupo de señores trajeados sentados en torno a una mesa con mantel de lino y un centro de flores. “La urbanización que NASA realiza en la finca Sa Font Seca ya tiene nombre: se la denominará Urbanización Palmanyola”, decía el titular. Su padre aparecía algunas líneas más abajo: “El afortunado ganador del concurso es don Juan Garcías Berga, que vive en Palma”, leyó.
La historia había empezado unos meses atrás. El empresario Pere Nadal Salas había adquirido una parte de la possessió de Sa Font Seca, situada en el kilómetro 10 de la carretera de Sóller. Una finca que, según describió el que luego fuera rector de la zona, Joan Soler Planas, era poco más que “un campo de secano con algarrobos, almendros, acebuches y algún olivo” donde pastaban las ovejas. Su intención era levantar una nueva urbanización de la mano de su constructora, NASA (Nadal Salas Sociedad Anónima), que contaría, incluso, con un campo de golf.
Un concurso para elegir nombre
A principios de 1967, la empresa comenzó la venta de solares a 200 pesetas el metro cuadrado. Mientras, Pere Nadal Salas seguía buscando nuevas formas para promocionar el proyecto y encontrar compradores. Y él, que había construido el Palacio de la Prensa -inaugurado dos años antes y situado en el Paseo Mallorca-, pensó que precisamente la prensa podía ser una buena aliada para su operación de marketing.
Su idea fue convocar un concurso para bautizar aquella nueva urbanización de Bunyola y ofrecer como premio un solar de 500 metros cuadrados en una de sus calles. Cada participante podría enviar tantas propuestas como quisiera, pero sólo habría un único ganador. En marzo los periódicos comenzaron a llenarse de anuncios del curioso certamen mientras la sede de la constructora recibía centenares de cartas.
El empresario Pere Nadal Salas convocó un concurso para bautizar su nueva urbanización en Palma y ofreció como premio un solar de 500 metros cuadrados en una de sus calles. La sede de la constructora se llenó de centenares de cartas con propuestas
La noche del día 27, el jurado –del que formaban parte, entre otros, el abogado Luis Matas o el director del diario Baleares, Francisco Javier Jiménez, además del propio Nadal Salas- se reunió en el Hotel Fénix de Palma. La instantánea que inmortalizó aquel cónclave fue la misma que vio Maribel a la mañana siguiente. Por unanimidad aquellos señores trajeados decidieron que la propuesta ganadora era la de Juan Garcías Bergas, un palmesano de 41 años que había propuesto el nombre de Palmanyola: un acrónimo que unía los topónimos de Palma y Bunyola, ya que se levantaba en el límite de esta segunda localidad.
Un día después, la fotografía de Juan como flamante ganador saltó a la prensa. Después de firmar la propiedad de su solar de 500 metros cuadrados, explicó que había sido precisamente en Bunyola donde había vivido con su familia algunas temporadas durante los primeros años de la Guerra Civil. “El resto la pasó en Palma y, como era el mayor de tres hermanos, sus padres quisieron que siguiera estudiando incluso durante la contienda. A veces contaba que escuchaba caer las bombas de camino al colegio”, recuerda su hija Águeda.
Un hombre que volvía a tierra
“Fue una emoción enorme. Yo no tuve suerte jamás en juegos ni loterías. Es la primera vez que me toca algo”, aseguraba Juan en una entrevista al diario Baleares. “Siempre contaba la historia del concurso, estaba muy orgulloso. Decía que había podido ver otros nombres que habían propuesto y que eran mucho peores. Varios proponían llamar a la urbanización Nasalandia, en un juego de palabras con el nombre de la constructora”, explican sus hijas.
En la entrevista, Juan Garcías se presentaba como un hombre casado, un padre de tres hijos –Maribel, Águeda y Pedro- que trabajaba como telegrafista en la Estación Costera de Can Pastilla. Aquella, en realidad, era la vida que acababa de empezar después de más de una década siendo telegrafista de la Marina Mercante, navegando a Fernando Poo, a la Guinea española o a Terranova, “pasando larguísimas temporadas, a veces un año, sin ver a los míos”, reconocía.
“Cuando venía a casa estaba quince días y, después, se iba durante meses. Así pasó unos diez o quince años. Cuando aparecía, yo decía que ése no era mi padre, que mi padre era el hombre de las fotos que teníamos en el salón. Porque a veces ni siquiera se parecía”, reconoce Águeda. “Yo creo que empecé a conocerle en mi comunión”, añade Maribel. Un rosario de ausencias ante el que su mujer, Catalina, le afeó que tuviera tres hijos que estaban criándose sin él. Y Juan acabó por cambiar el barco por la torre de telégrafos de Can Pastilla cuando la zona aún era un lugar paradisiaco.
Juan Garcías fue telegrafista de la Marina Mercante durante más de una década. 'Cuando venía a casa estaba quince días y, después, se iba durante meses. Así pasó unos diez o quince años. Cuando aparecía, yo decía que ése no era mi padre, que mi padre era el hombre de las fotos que teníamos en el salón. Porque a veces ni siquiera se parecía', recuerda su hija Águeda
Un solar sin casa
En aquella vuelta a tierra, el premio de un solar en la ya bautizada Palmanyola –que en 1985 pasaría a convertirse en Entidad Local Menor- parecía la pieza que completaba el puzle. El sueño de Juan, confesaba al diario Baleares, era “construir una casita, tener un jardín” para su mujer y sus hijos y para tener la “expansión” que no podían tener en el piso de Santa Catalina en el que vivían. En aquella época en la que la gentrificación parecía estar a años luz, recuerdan, en el barrio el que no era marino era oficial o pescador.
“Recuerdo volver a casa en los años siguientes y que, por la noche, estuviera el arquitecto o el constructor con los planos sobre la mesa del comedor. Pero lo cierto es que con un único sueldo y tres hijos tardó muchos años en poder levantar la casa, unos diez”, relata Maribel. Poco a poco fue diseñando el hogar ideal: uno que tuviera dos baños porque con uno hacía tiempo que no se apañaban, una cocina grande y cuatro habitaciones para que los hijos pudieran tener la suya propia. Y fuera, en el jardín, plantaría una jacaranda, un limonero y un pino.
Recuerdo volver a casa en los años siguientes y que, por la noche, estuviera el arquitecto o el constructor con los planos sobre la mesa del comedor. Pero lo cierto es que con un único sueldo y tres hijos tardó muchos años en poder levantar la casa, unos diez
Cada vez que tocaba una visita a las obras, comprobaban que Palmanyola iba poblándose poco a poco de casas, aunque en su calle apenas se habían levantado tres. La Nochevieja de 1968 –la misma en que, subrayaba la crónica del diario Baleares, el aeropuerto de Son Sant Joan había recibido al turista número 19 millones- el ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, había entregado las llaves de una veintena de chalets adquiridos por periodistas y había inaugurado las obras de un campo de golf en ciernes que habían bautizado con su nombre.
A mediados de los 70, algunos periódicos ya calificaban a Pere Nadal Salas de promotor que había prometido “el oro y el moro” en una urbanización que, en realidad, dejaba mucho que desear. “No había mercado ni escuela y el transporte a Palma era escaso y complicado”, dice Águeda. El problema iba más allá: el alumbrado tenía fallos constantes, en 1976 pasaron meses sin agua corriente por la sequía debido a que bebían de un pozo privado y seguían sin abastecimiento de la empresa municipal. Cuando llovía, en cambio, las casas que se inundaban se contaban por decenas. Cuentan que por eso Palmanyola tardó mucho en tener el final de obra. El propio Ayuntamiento de Bunyola había cedido a NASA los terrenos para construir los equipamientos deportivos a cambio de que se encargara de su mantenimiento. Pero era 1980 y los problemas continuaban. Y el campo de golf Manuel Fraga Iribarne acabó por languidecer.
Dos años antes, en 1978 y en medio de aquel panorama, Juan Garcías había inaugurado oficialmente su chalet. Llegaron los dos baños, la cocina grande, la jacaranda, el limonero y el pino. Y, en 1983, sus nietos, los hijos de Águeda, se convirtieron en los primeros bautizados en la iglesia de Palmanyola antes de que fuera oficialmente parroquia.
Sin embargo, aquel retraso en la construcción y sus guardias de 24 horas en Sa Costera acabaron por convertir el chalet en una suerte de casa de veraneo a los pies de la Tramuntana. Sus hijos no habían podido crecer en aquella “expansión” que había soñado. Él y su mujer Catalina empezaron pasando allí los veranos y, luego, después de la jubilación, la mitad de la semana.
Cuando Catalina murió en 2011, aquel sueño de la casita familiar con jardín acabó por perder todo el sentido, aunque sus nietos corretearan por él los fines de semana. “Dos años después ya no quiso volver por una cuestión sentimental”, explican. Y aquel solar ganador de la calle Geranis, ahora ya con su casita a la sombra de una inmensa jacaranda, acabó por venderse.