Marina Ribas, dietista: “Después de doce horas trabajando, ¿quién soy yo para juzgar a quien pide comida a domicilio?”
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Marina Ribas Torres (1989, Eivissa) ha pasado el verano trajinando tomates del huerto a la cocina. Al despuntar el sol, agarra la cesta, baja una escalera y recorre las filas de tutores que guían, rectas hacia el cielo, las matas donde crece su cosecha. El cuchillo y el fogón la irán transformando en ensaladas, gazpachos, sofritos, salsas y conservas –que alegrarán las recetas del invierno. Marina, que no es ni agricultora, ni chef, ni siquiera una dietista al uso, pese a que no deja de cultivar, cocinar y pensar en por qué comemos los alimentos que comemos, se sabe privilegiada. No quiere ocultarlo. Tiene una vivienda heredada, con su pedacito de bancal para plantar frutas y verduras. Tiene un marido que adora su empleo indefinido (es profesor de Educación física en un instituto público). Tiene las condiciones básicas para permitirse el lujo de la renuncia.
Con esos ingredientes, Marina Ribas está definiendo una vida en las antípodas de la mayor parte de vidas –155 mil, dicen los censos oficiales; el doble cuando en verano los visitantes se suman a los residentes– que se entrecruzan en Eivissa, la isla donde nació hace treinta y cinco años.
“El punto de inflexión fue ser madre”, explica esta diplomada en Magisterio al que después añadió un grado de formación profesional en Dietética, -“Porque entonces pude estar un año y medio sin trabajar para cuidar a mi hijo-”. “Fue un clic, y no era el primero que experimentaba. Si quisiera, tendría un futuro laboral en la educación, pero cuando tenía unos veinte años descubrí que me apasionaba reflexionar sobre todo lo que tenía que ver con el acto de comer. Por eso, en enero decidí dejar de pasar consulta en el centro donde trabajaba como dietista. Para mí ser autónoma representa organizarme la vida como quiero. El precio a pagar es alto (cada trimestre te entran ganas de llorar), pero la felicidad que me aporta es muy grande. Desde que empezó el verano no he comprado una verdura o una hortaliza. Mi base es el huerto. No puedo desligar cocinar de lo que puedo recoger: la fuente primaria de alimento. Es un proceso que ni empieza ni acaba. Vivo entre el huerto y la cocina, y escribo sobre lo que como. Tengo salud mental. Hasta un cierto punto, me he bajado del carro”.
¿A qué se dedica Marina? A levantarse pronto, repasar la agenda, trabajar el huerto, cocinar en base a lo que ofrezca la tierra, fotografiar y publicar esas rutinas en sus redes sociales, y, sobre todo, a escribir para describir el proceso. Tiene 5 mil seguidores en X y 32 mil en Instagram, dos cuentas en las que en vez de firmar con sus apellidos lo hace con el nombre de su casa-huerto-oficina: Can Collet. Sin esos trampolines no se hubiera lanzado, probablemente, a privatizar su web. Más allá de sus perfiles y de alguna colaboración con periódicos digitales, ahora hay que pagar para leer las reflexiones de Marina. Como hace ella al acercarse a sus carnicerías de confianza o al acudir a la llamada del pescadero ambulante, que hace sonar un corn marí mientras abre los portones de una furgoneta cargada de género fresco. Esa regresión al pasado se produce una vez por semana en es Puig d’en Valls, un pueblo-barrio que surgió en los años sesenta cuando los ibicencos de interior se establecieron a las puertas de la capital para estar más cerca de los empleos que ofrecía el turismo. Casas bajas, con un piso construido décadas después, como la que heredó Marina, con su pedacito de huerta; una bisagra entre la Eivissa urbana y la rural; un sueño prohibitivo, también, para quien tuviera el deseo de hipotecarse para convertirse en propietario de una de esas viviendas pagándola con un sueldo.
La contradicción –tan asociada al privilegio que no oculta Marina: “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra: yo también como aguacates (pese a que sé la cantidad de agua que supone cultivarlos)”– hace tiempo que se coló en los artículos, los tuits, las imágenes, los pensamientos que cuelga en internet. Si escribe sobre la sequía que ha dejado Eivissa sin cosecha de grano no puede olvidarse de que en las cabezas de algunos políticos habita la idea de construir una cuarta desaladora en una isla donde los acuíferos están tocados de muerte por el sobreconsumo y la salinización. Las recetas, consejos, ironías y sabores que alimentan los canales que le pagan la cuota de autónoma y aportan su grano de arena a la economía familiar se han convertido en una ventana para ver el mundo cercano.
¿Lo gastronómico es ideológico?
No podemos desligar la nutrición del resto de cosas. ¿Dónde está la parte biopsicosocial de la alimentación? ¿Y la que la relaciona con la cultura, el lugar de procedencia y el sueldo? ¿Puede que estemos enfocando mal la nutrición todas las personas que divulgamos desde una posición de privilegio? Hacerme esas preguntas fue una bofetada en toda la cara porque he estado muchos años sin hablar de según qué temas porque pensaba que me podría perjudicar perdiendo seguidores u oportunidades de trabajo.
¿Y qué ha pasado?
No ha pasado absolutamente nada, no ha habido ataques. Eivissa es muy pequeño. Todos nos conocemos y todo el mundo sabe de qué pie calza Marina Ribas; eso no me hace menos profesional. Lo que tenemos que hacer la gente de izquierdas –yo no me escondo– es empezar a hablar. Podemos estar acercándonos a una época de pérdida de derechos. No puedo ser insensible a realidades que, aunque no sean la mía, no me son ajenas. Se debe poder hablar de nutrición y justicia social. Si no, acabaremos convirtiendo la alimentación en algo exclusivo.
¿No lo es ya?
Sí, pero no sólo porque, incluso en nuestra sociedad, acceder a productos frescos y de calidad sea inviable económicamente para cada vez más gente. En tu casa puedes cocinar bueno, barato y sostenible por menos dinero del que piensas. Pero nos falta tiempo. Cocinar requiere tiempo para decidir qué comes, para decidir dónde lo compras, y cómo lo trabajas. En la sociedad del hiperconsumo es muy complicado conciliar vida personal y familiar.
¿Por qué la gente tiene tantos trastornos digestivos (SIBO, impermeabilidad intestinal, intolerancias…) y lo basamos todo en la alimentación? Ostras, es importante qué comemos, ¿pero qué pasa con el estilo de vida que llevamos? ¿Cuántas horas trabajamos? ¿Estamos encerrados en una oficina? ¿Qué sueldo nos queda cuando hemos pagado el alquiler? ¿Quién puede ir a comprar al mercado si, como ocurre en Eivissa, sólo abre por las mañanas? En las grandes ciudades también está todo preparado para que sucumbamos a la industria. Llegar al puesto de trabajo te cuesta una hora (más otra para volver). Luego cuida a tus hijos y pasa tiempo de calidad con tu pareja. Después de diez o doce horas dedicado a darle servicio al turismo, ¿quién soy yo para juzgar a quien prefiere estirarse en el sofá, ponerse una peli de Netflix y pedir comida a domicilio? Son muchos factores los que hay que tener en cuenta antes de hacer un análisis. Como dice aquel meme: vamos a calmarnos… y a replantear la alimentación desde la raíz.
En la sociedad del hiperconsumo es muy complicado conciliar vida personal y familiar. ¿Por qué la gente tiene tantos trastornos digestivos y lo basamos todo en la alimentación? Es importante qué comemos, ¿pero qué pasa con el estilo de vida que llevamos? ¿Cuántas horas trabajamos? ¿Estamos encerrados en una oficina? ¿Qué sueldo nos queda cuando hemos pagado el alquiler? ¿Quién puede ir a comprar al mercado si sólo abre por las mañanas?
Una de las paradojas de vivir en un territorio encapsulado como el de esta isla es que si un día todos sus habitantes quisiéramos comer fruta, verdura y pescado de kilómetro cero sólo el 2% podría hacerlo. Casi todo se importa, casi nada se produce.
Los ibicencos que se han incorporado en los últimos años al sector primario, muchas veces por hartazgo de la vida que llevaban, son muy valientes porque no lo tienen nada fácil. Es una evidencia de que cuando una sociedad se dedica únicamente a dar servicio (y a vivir de rentas) se convierte en improductiva. Ya ha ocurrido después de alguna DANA que ha tenido los puertos varios días cerrados: las estanterías de los grandes supermercados de la isla se vacían porque no llegan suministros. Hay que encontrar una manera para casar el turismo con una vida digna para los residentes porque cada vez hay gente más rica y gente más pobre en Eivissa.
La sensación que tenemos bastantes ibicencos es muy triste: nuestra propia tierra nos expulsa porque a nivel de poder adquisitivo no llegamos. O decrecemos o nos vamos al carajo. Soy pesimista porque no veo decisión política. Las decisiones que se toman son tibias para que no se nos enfaden los hoteleros o quienes se lucran con los pisos turísticos. ¡Alguien tendrá que enfadarse para que la situación se arregle un poco! Creo que lo que está ocurriendo es un síntoma del fracaso de la izquierda. No se están preocupando realmente de estos problemas… y la gente está muy quemada. Cuando hay tanta desesperación muchos sienten la tentación de votar en contra de lo que hemos estado construyendo durante tantos años. ¿Hasta qué punto vamos a normalizar que una familia viva en una caravana?
Cuando pasa por delante de los campamentos chabolistas que hay en la isla, ¿se pregunta cómo son las cocinas de las personas que viven allí? ¿De qué tipo de neveras y congeladores disponen? ¿Cómo son sus despensas?
Es inevitable, y eso me ayuda a analizar sin juzgar. No se puede demonizar a quien padece obesidad porque se alimenta de fast food y ultraprocesados si no nos planteamos las preguntas que me hacía antes. Si vivimos del turismo, las personas que trabajan en el sector servicios necesitan vivir en unas condiciones dignas. No puede existir esta diferencia tan abismal entre el dinero que puede gastarse un turista y el sueldo que se paga a un trabajador turístico. Si un sueldo normal ni siquiera da para cubrir un alquiler hay algo que falla. No es algo únicamente de esta isla: el tejido social se está perdiendo en la mayoría de lugares que reciben turistas.
¿La solución es la cocina de subsistencia con la que todavía nos alimentaron nuestras abuelas?
Sí. No estoy en contra de la globalización porque sin ella no beberíamos café, ni cultivaríamos patata, tomate o pimiento en esta isla. El problema es esta globalización que uniformiza: en las cartas de los restaurantes de cualquier lugar de España sólo ves tiraditos, baos, tartares y hamburguesas. También ves que entre las recetas locales, que han dejado de hacerse en muchas casas, sobreviven sólo las que entran en las cartas de los restaurantes, pero modificadas al gusto del turista y, muchas veces, reconvertidas en platos de lujo cuando fueron recetas de subsistencia. Por eso, desenterrar la manera ancestral de cocinar de nuestras abuelas requiere recordar, y no se puede recordar sin cordura. Yo soy nieta de gente del campo. Hablar con mi abuela me ha enseñado a poner en evidencia muchos de los mitos que se esparcen a diario por internet o, incluso, en publicaciones más serias.
El problema es esta globalización que uniformiza: en las cartas de los restaurantes de cualquier lugar de España sólo ves tiraditos, baos, tartares y hamburguesas. También ves que entre las recetas locales, que han dejado de hacerse en muchas casas, sobreviven sólo las que entran en las cartas de los restaurantes, pero modificadas al gusto del turista y, muchas veces, reconvertidas en platos de lujo cuando fueron recetas de subsistencia
Sus redes son un carrusel de sabores, para muchos, 'prohibidos'. Hay dulces, hay fritos, hay embutidos, hay quesos, hay salsas, y panes con mucha miga para rebañar bien el plato. En los textos que acompañan las imágenes incide en la necesidad de disfrutar comiendo. Pone, como ejemplo, muchas veces lo glotón y disfrutón que es su hijo. ¿Cómo se pierde el miedo a engordar, a comer, como decía, sin culpa? ¿Cómo se enseña?
Vinculando el comer a la parte emocional. Son dos cosas que no se pueden desligar. Si un día te sientes triste, quizás lo que necesites no sea más que preparar el bizcocho que se hacía en casa cuando eras pequeña o marcarte esa sopa de menudillos que le salía tan bien a tu abuela: conectar con esas emociones que te resultaban positivas.
Pero no nos engañemos: la incorporación de la mujer al mundo laboral provocó que en muchas casas se dejara de cocinar habitualmente. Cuando voy a hacer la compra, por preguntas que hacen personas que tienen diez o veinte años más que yo (¿pero cómo voy a llevarme un pollo entero a casa? ¿este pescado cómo se prepara?) veo que hay una generación perdida porque, y es normal que sucediera así, los criaron cenando sanjacobos y croquetas congeladas. Hay que ser muy curioso, sin embargo, para darle la vuelta a la tortilla. Especialmente, si eres mujer: sufrimos más violencia estética. La alimentación se convierte en una herramienta de castigo y tortura para intentar encajar en los cánones que nos están vendiendo desde hace tantos años. Si miras revistas de los años noventa recuerdas que estaban de moda las modelos esqueléticas. Su desayuno consistía en beber un martini y fumarse dos cigarros. Inconscientemente, querrás ir hacia lo que socialmente es aceptable. De ahí viene la demonización de ciertos alimentos. Y el miedo a comerlos.
En los días anteriores a la entrevista, en Can Collet comieron cocas de tomate, huevos y pimientos rellenos, tostadas de sardinas, de fuet, de jamón, rodajas de calabacín crudo con piñones y parmesano, calamares, fideuá, cocarrois de verdura. A Marina le preguntan muchas veces si no se liaría la manta a la cabeza y abriría, si no una casa de comidas, al menos un negocio de comidas preparadas, listas para llegar a casa y calentar. Si lo hiciera, igual que si se planteara cultivar una explotación agraria, o criar animales para vender carne o huevos en el mercado, se rompería el encanto de su vocación. “Dejarían, el huerto y la cocina, de ser dos hobbies que alimentan mi trabajo como divulgadora. ¿Por qué no podemos empezar a hacer cosas que no sean vistas como capitalizables?”
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