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Conversaciones con mi madre: “En la transición lo tenía todo más claro”

Mi madre se sienta en el restaurante donde hemos quedado para comer. Llego tarde, porque yo siempre llego tarde y ella está inquieta porque le he mandado un mensaje y cree que, como ha sucedido otras veces, voy a cancelar en el último momento.

Mi madre y yo hablamos. Hablamos a voces porque ninguno de los dos oye demasiado bien y nos hemos acostumbrado a gritarnos un poco. Me dice que llame a mi hermano porque mi madre se preocupa de que mi hermano y yo nos hablemos de vez en cuando (cosa de la que mi hermano también se preocupa y yo, sin embargo, no). Hablamos de cine y de comida. Hablamos de un viaje que ha hecho y de médicos. Suyos y míos. Los médicos atraviesan nuestra vida desde que yo soy pequeño.

Luego hablamos de política.

Hace un par de años participé en la escritura de un libro que se llama “CT o la Cultura de la Transición” y, desde entonces, esa idea de la CT inventada por el periodista Guillem Martínez se ha vuelto una herramienta útil para describir la realidad. Estoy casi seguro de que el libro ha tenido una importancia muy relativa en la difusión del concepto y que más bien éste resultaba útil de por sí para describir multitud de cosas.

Mi madre leyó el libro en su momento y como yo había escrito en él, pues me dijo que le gustó (bueno, que mi parte le gustó y que otras partes le gustaron) pero lo leyó con una extraña exterioridad. Desde entonces a veces me bromea diciendo “Yo es que soy CT”. Era como si el libro hablara de ella y su tiempo, ella reconociera el tiempo y reconociera a quienes lo escribimos desde otro lado, pero a la vez no se reconociera ella misma en ese relato. A veces, por ejemplo, me dice “que mal lo hicimos todo”. Y a mi me sale decirle que eso no es verdad y, sobre todo y en cualquier caso, que tenemos que poder distinguir entre quien tenía poder de hacer y quien no lo tenía.

Mi madre es profesora y científica. Se resiste a jubilarse como han ido haciendo muchos de sus compañeros de generación porque, como mi padre, creo que les da rabia irse de un sitio que ayudaron a construir y que ven que dejan en peores condiciones. Se sienten responsables. No culpables, responsables. No es lo mismo. La democracia es quizás eso. Frente a quien te quiere hacer sentir culpable, sentirte responsable.

Desde que mi madre leyó el libro, yo he tenido ganas de escribir algo sobre la transición porque a veces tengo la sensación de que cuando hablamos de ese pacto entre élites, se nos olvida que de alguna manera le estamos diciendo a una generación poco menos que eran idiotas por no darse cuenta de aquello. Y como digo, hay una diferencia entre sentirse culpable y sentirse responsable. Algo en ese pacto de élites construía una realidad vivible y digna de defensa.

Mi madre me señala tres cuestiones en nuestra conversación: “Iba a haber sanidad y educación para todo el mundo, iba a haber libertades e íbamos a poder participar en democracia”. Por democracia se refiere, claro, al voto y a los partidos. Me dice también que cree que en ese momento era difícil imaginar que la participación fuera algo distinto a tener partidos y sindicatos.

Hablamos de las nuevas fuerzas políticas a izquierda y derecha y me hace un gesto de hastío, de cansancio. “No me creo nada”, “me parece todo demagogia”, “no me fío de nadie”. Lo dice acompañando el gesto con el cuerpo, cargado hacia delante. Y luego dice eso de “en la transición lo tenía todo más claro”.

Y pienso entonces que no se trata solo de señalar al enemigo porque, ¿acaso no habría un enemigo más claro y repugnante que el franquismo? No es el enemigo y nuestra lucha contra ese enemigo quien va darle a mi madre claridad, creo yo.

La claridad viene de reconocer lo posible y la propia potencia una vez ese enemigo está derrotado. Ahora no recuerdo si fue César Rendueles o Slavoj Zizek quien dijo que era más difícil imaginar una reforma concreta que imaginar el fin de la humanidad devastada por el capitalismo. Pero es la reforma concreta la que pone en marcha un mundo nuevo. No la destrucción del enemigo, sino su superación.

Y percibo yo en la angustia de mi madre que ese pacto de la transición está roto y a mi me genera angustia y satisfacción y a ella solo angustia.

Porque no hay sanidad para todos, ni educación, porque no hay libertad de expresión con unos medios de comunicación sometidos al chantaje de la deuda y verticalizando cada vez más su discurso y porque los agentes de la participación democrática no tienen quien los controle por abajo, porque por arriba los controlan los mercados financieros y la deuda, que les ha llevado incluso a cambiar la constitución que daba claridad a mi madre.

Nos levantamos de la mesa y ella me invita y luego me pide que la acompañe al coche y me pregunta qué tal estoy y primero le digo que bien y luego le digo que “bueno”, así, con puntos suspensivos... Y me da un abrazo y un beso y me acerca a casa.

Y yo me quedo pensando al bajar del coche si la generación de mi madre y la mía y la de mi hermano podríamos llegar a un nuevo pacto. Y que toca definir el presente que vamos a vivir aún muchos años juntos.

Lo iremos hablando.

Mi madre se sienta en el restaurante donde hemos quedado para comer. Llego tarde, porque yo siempre llego tarde y ella está inquieta porque le he mandado un mensaje y cree que, como ha sucedido otras veces, voy a cancelar en el último momento.

Mi madre y yo hablamos. Hablamos a voces porque ninguno de los dos oye demasiado bien y nos hemos acostumbrado a gritarnos un poco. Me dice que llame a mi hermano porque mi madre se preocupa de que mi hermano y yo nos hablemos de vez en cuando (cosa de la que mi hermano también se preocupa y yo, sin embargo, no). Hablamos de cine y de comida. Hablamos de un viaje que ha hecho y de médicos. Suyos y míos. Los médicos atraviesan nuestra vida desde que yo soy pequeño.