A las cuatro de la tarde no existía otro debate en Argentina que no fuera la asistencia o no a la Marcha del Silencio. En los portales, en los quioscos recargando las tarjetas del Subte, bajo las marquesinas que protegían malamente de una lluvia densa y torrencial. Buenos Aires llevaba varios días anticipando tormenta. Y mientras los porteños se apresuraban por llegar a casa para cambiarse de ropa y hacerse con un paraguas, los alrededores de la céntrica Avenida de Mayo se cerraban al tráfico.
O vas, o no vas. Y fueron. Más de 400.000 personas según la policía metropolitana, una multitud para el que navegaba entre mares de agua y paraguas de colores. A ratos en silencio, a otros, a golpe de murmullos. Justicia fue la palabra más pronunciada, la gran protagonista de una convocatoria que todos se empeñaron en calificar de apolítica. A la cabeza varios fiscales, muy cerca la exmujer de Alberto Nisman, la jueza Sandra Arroyo Salgado, sus hijas y la madre del fiscal. Muchos guardaespaldas y un buen número de opositores que sin embargo no hablaron de política.
La marcha honra la muerte, todavía sin aclarar, de Alberto Nisman, el fiscal que hace poco más de un mes denunció a la presidenta de Argentina por encubrimiento de los autores del atentado de la AMIA para después aparecer muerto en el baño de su casa. Una muerte calificada de sospechosa, para la que todavía no existe una teoría válida.
Deslizándose entre los grupos que a duras penas avanzaban entre la lluvia una sola petición; conocer la verdad, que esta muerte no quede impune. Entre velas, carteles desteñidos por el agua y algunas flores, la multitud se abrió paso hasta la emblemática Plaza de Mayo.
Cristina Fernández prefirió no estar en la Quinta de Olivos en Buenos Aires, y viajó hasta la residencia oficial de Chapadmalal, en el Atlántico. La orden a sus ministros fue guardar silencio, durante y después del 18F.
En previsión de acontecimientos, Cristina, que durante la mañana volvió a utilizar los canales oficiales de televisión para inaugurar una central nuclear, lanzó dos mensajes claros: el primero que nadie podrá marcarle la cancha, y el segundo, con vistas más internacionales, que aquí en Argentina, “no ponemos bombas nucleares a nadie”.
La marcha aumentó la grieta divisoria entre los argentinos, que mostraron en silencio su descontento con la política del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y aceleraron la sensación de fin de ciclo, muy presente en este año electoral, el último de presidenta para Cristina.
Por eso en su intervención pública, Cristina no olvidó hacer un alegato a favor de sus seguidores políticos. “Los argentinos hemos trabajado mucho para llegar a este punto, no podemos permitir que nos trasladen conflictos o que intenten enfrentarnos entre nosotros”. Reiteró que “el Estado no es mío, no me lo llevo a mi casa y después de 2015 tenemos que garantizarnos que quien quede al frente tenga estas mismas ideas de autonomía”.
Para muchos analistas políticos, ignorar el impacto de esta manifestación supondría un grave error. El 18F ha quedado grabado en la historia de Argentina como el día en el que la justicia pidió silencio para trabajar sin presiones. Cómo se interprete esta petición en las urnas será otro capítulo.