Cuando García Márquez inauguró su mansión terracota de la calle del Curato, en 1996, la suerte estaba ya echada. La mayoría de las viejas salas de cine habían cerrado y buena parte de los colegios habían abandonado el centro histórico de Cartagena de Indias. Los vecinos, entre incrédulos y expectantes, observaban los bandazos del boom inmobiliario que la declaración de patrimonio de la humanidad había espoleado en 1984. Y con ello, la transformación del recinto amurallado en una marca turística muy alejada de aquel entorno popular, en parte derruido, donde aún era posible ver gente asomada a los balcones.
“Mira, llegó el momento de irnos del centro”, le soltó rotundo el arquitecto Germán Bustamante a su hermana en 2018. A sus 73 años, cuenta que había tolerado suficiente la “degradación del ambiente”, el ruido de los bares, el estruendo diario de los fuegos de artificio de cualquier fiesta y, sobre todo, el ninguneo de las autoridades para preservar la “calidad de vida de los habitantes”. En 15 años la población residente se redujo en un 80%, según cifras oficiales. Para 2018 quedaban algo más de 2300 vecinos, de los casi 10.500 que fueron censados en 2005.
Así fue como Bustamante tuvo que dejar el que fuera su hogar desde 1966, cuando problemas económicos obligaron a la familia a trasladarse a un lugar “menos prestigioso”. El desarrollo de la gentrificación, un anglicismo que define el proceso de sustitución y expulsión urbana de poblaciones locales por vecinos con mayor capacidad adquisitiva, ha sido implacable en Cartagena.
De barriada a 'cool'
Getsemaní, barriada de raíz obrera y población negra, es el último laboratorio de la especulación inmobiliaria del centro. Sus casas discretas de una planta, que albergaron no hace mucho un distrito rojo, son ocupadas por huéspedes de plataformas turísticas y bares de copas de martini. El valor del metro cuadrado, el más alto del país, oscila entre los 2.000 y 4.000 euros, valores equiparables a los de distritos como Latina o Retiro en Madrid.
El líder vecinal Florencio Ferrer cuenta que el encarecimiento de los arriendos ha expulsado al grueso de la comunidad getsemanicense. Afirma que en la calle de la Sierpe, por ejemplo, “solo quedan dos habitantes”. Su esfuerzo se ha centrado en un plan de salvaguardia de la vida de barrio, con el que ha logrado exenciones en impuestos prediales y tarifas moderadas en los servicios públicos para unas 200 familias raízales.
La revista de negocios Forbes incluyó a Getsemaní entre los doce barrios más cool del mundo en 2018, junto al barcelonés Sants o Amsterdam Noord, entre otros. El arquitecto de la universidad Jorge Tadeo Lozano Rodrigo Arteaga recuerda que, navegando en Internet, se topó con un hotel boutique que promocionaba una experiencia en el “barrio de moda en Cartagena, donde podrá caminar por las calles y ver a través de las rejas de las casas la vida cotidiana de los cartageneros”. Arteaga exclama indignado: “¡Oye, no somos un zoológico!”.
El turismo masivo es hoy uno de los problemas que más inquietan, en teoría, a los responsables del Instituto de Patrimonio Urbano. Desde diversos frentes recalcan su preocupación por preservar “la identidad, la cohesión social y los cambios en la comunidad local”. En la práctica, sin embargo, los resultados son modestos.
El edificio Aquarela
A finales de 2017, saltó a los medios que la construcción de una torre, cuya edificación ya iba por la décima planta de 30 proyectadas, se hallaba en una zona de patrimonio histórico. Al día de hoy, el esqueleto grisáceo del bautizado edificio Aquarela se mantiene en pie. Desnudo, alterando una de las panorámicas del fuerte de San Felipe de Barajas, desde donde el marino vasco Blas de Lezo repelió un feroz ataque de la flota británica en 1714.
Las autoridades ordenaron hace tres años suspender la obra. Aún no hay claridad sobre los responsables del incidente. Una de las razones es la enrevesada maraña de circuitos burocráticos que velan por el patrimonio cartagenero. Si las murallas que bordean parte del centro y la fortaleza son responsabilidad del Ministerio de Cultura, el mobiliario urbano del centro y su zona de influencia son función de la ciudad. La desarticulación entre Cartagena y Bogotá es evidente. Y la ligereza de curadores y otros burócratas se presta para las fisuras.
¿Por qué sonaron las alarmas cuando van diez pisos construidos? ¿Acaso nadie del ministerio vio los gigantescos huecos que se abrieron para los cimientos? ¿Cómo se construyó un monstruo de esa categoría en las narices de todo el mundo?, son algunas de las preguntas que se plantea el restaurador y consultor cartagenero Salim Osta Lefranc.
La Unesco ha urgido al Gobierno acelerar la demolición del Aquarela, aplazando la fecha límite al primero de diciembre de 2022. De lo contrario, es posible que la ciudad caribeña pierda el rótulo de patrimonio de la humanidad como sucedió este año con el puerto británico de Liverpool.
Pero el arquitecto Rodrigo Arteaga es escéptico. El caos político que ha provocado el recambio de once alcaldes en la última década, en una de las dos ciudades más pobres del país, complica el panorama. “Muchos cartageneros ni siquiera conocen su centro histórico”. Y subraya la paradoja que esto supone en un balneario que recibe el rótulo de “patrimonio de toda la humanidad”, dice el historiador Orlando Deavila.
El último incidente ocurrió hace unas semanas en el exclusivo Club de Pesca. La sofisticada bahía del centro náutico está situada en el fuerte colonial de San Sebastián de Pastelillo (1744), un fragmento de muralla que administran desde 1944 sus exclusivos socios. La cuestión es que los responsables decidieron darle una mano de pintura mostaza sin la autorización del Ministerio de Cultura.
El problema ha sido subsanado y se espera una multa para el club. Pero la debilidad institucional quedó manifiesta y dio paso a viejos interrogantes sobre quiénes son los verdaderos beneficiarios de una de las joyas arquitectónicas coloniales del Caribe. De acuerdo con investigaciones del economista cartagenero Aarón Espinosa se trata de una amalgama de firmas hoteleras transnacionales, junto con una red de familias tradicionales, cartageneras y bogotanas, que se han beneficiado de políticas tributarias nacionales y locales.
“Las exenciones tributarias que adelantó el Gobierno de Álvaro Uribe favorecieron la última fase de la explosión hotelera”, explica Espinosa. “Esas tarifas, menores incluso que las correspondientes a la industria y el comercio, han resultado sin duda inequitativas frente a los sectores productivos locales”. Así mismo lamenta que estos asuntos no se dan a conocer lo suficiente entre la sociedad civil cartagenera. “Probablemente porque solo han beneficiado solo a unos pocos y el control ciudadano ha sido insuficiente”.
La quinta fachada
Isabela Restrepo es vocera de la Fundación Centro Histórico, una asociación de 200 vecinos entre los que se cuentan banqueros, presidentes de compañías energéticas, galeristas de Manhattan y altos ejecutivos. Explica que la misión de la organización es ser guardianes de un patrimonio que se llama uso residencial.
También recuerda que hace nueve años dejó Bogotá para buscar en Cartagena un entorno tranquilo y seguro pero que el deterioro reciente en la seguridad así como la proliferación de prostíbulos y bares ruidosos, la han llevado a restringir sus paseos nocturnos. “Es muy triste, pero el fenómeno de las viviendas de alquiler turístico han permitido que la prostitución y el micro tráfico crezcan”.
Así mismo desgrana de memoria las recomendaciones que la Unesco ha emitido desde 2008 para evitar la destrucción del tejido social, la privatización de los espacios público o el cambio del uso residencial de los inmuebles. El académico y vecino del centro Rodrigo Arteaga, sin embargo, encuentra inconsistencias en el discurso de la fundación.
Cuenta que los selectos miembros, más de uno ausente durante largas temporadas, son parte integral del problema. El mayor interés de la fundación se centra de forma reteñida en acabar con el ruido y mejorar la seguridad. Pero en el fondo no existe una preocupación real por la suerte de la herencia cultural de las comunidades, ni por la importancia de los bienes públicos de la ciudad, el primer motor para la especulación en el mercado del suelo es la “patrimonialización” estimulada desde 1984.
Casonas
Quizás la faceta más desconocida de la gentrificación se halla al interior de muchas de las grandes casonas del exclusivo barrio de San Diego, pero también de otros más discretos en Getsemaní. El restaurador Salim Osta Lefranc se refiere a la “quinta fachada”. Estos son espacios donde reinaba cierto espíritu de mesura pero que hoy, según señala Rodrigo Arteaga, son lugares donde se multiplican los jacuzzis, piscinas, terrazas y aires acondicionados permitidos por ley.
Para muchos ciudadanos el resultado es un decorado urbano que bascula entre una serie de recintos de corte aristocrático y algunas pinceladas de parque temático. Basta con acercarse a cualquiera de las plazas donde se hallan las tradicionales palenqueras, que son pregoneras negras que venden frutas atiborradas sobre una palangana metálica. Estas mujeres hoy se encuentran vestidas con trajes coloreados de la bandera colombiana y su mercancía terminando siendo ajíes o los cogollos de las frutas, solo para que se vean. “Porque ya lo que importa no es vender la fruta sino vender la foto con ellas”, dice Arteaga.
El turismo se ha convertido en un arma de doble filo. Por eso el historiador Orlando Deavila argumenta que se requiere de un organismo público que regule y gestione la práctica del turismo “porque lo que hay hoy es una figura público-privada sin capacidad de Gobierno”. Una entidad capaz de gestionar el gran pilar de la economía de Cartagena y que sea capaz de recuperar el alma extraviada del viejo barrio de zaguanes abiertos.