Análisis

Carlos III, el rey con ideas propias que puede poner en peligro a la monarquía británica

Dos gobiernos británicos intentaron frenar durante diez años la publicación de 27 cartas que el príncipe Carlos envió en 2004 y 2005 a Tony Blair y ministros de su Gobierno en las que daba instrucciones concretas o simplemente su opinión sobre diversos asuntos políticos. En las misivas, reclamaba un programa para eliminar tejones e impedir la propagación de la tuberculosis bovina, se quejaba del contenido nutricional de la comida que se servía en los colegios o exigía que los militares británicos en Irak recibieran mejores helicópteros. Hasta pidió a Blair que retrasara la aplicación de una directiva de la UE que limitaba el uso de hierbas y plantas como supuestos fármacos en Reino Unido. Y eso fue lo que ocurrió.

Los jueces terminaron fallando a favor de la difusión de los textos. A los gobiernos les preocupaba que su contenido perjudicara la reputación del príncipe, que “pudiera ser seriamente dañino para su papel como futuro monarca, porque si abandona su posición de neutralidad política como heredero del trono, no podrá recuperarla con facilidad cuando sea rey”, en palabras del fiscal general Dominic Grieve.

Era una forma implícita de admitir que la conducta de Carlos era no ya polémica, sino impropia de un futuro rey.

Lo que llama la atención es que desde hace mucho tiempo algunos representantes de las élites británicas estaban muy preocupados por el momento en que Charles Windsor se convirtiera en monarca, como va a ocurrir ahora tras el fallecimiento de Isabel II. Básicamente, sobre si será capaz de mantener la boca cerrada, como ha hecho su madre desde que llegó al trono en 1952.

Para entender la escrupulosa neutralidad política y casi sobre cualquier asunto con que se ha manejado Isabel II, resulta apropiado entrar en el mundo de ficción de una serie televisiva, en concreto una escena de 'The Crown'. La abuela de Isabel, que fue esposa de Jorge V, le explica por qué ser reina la obliga a ocultar lo que piensa sobre prácticamente todo. “No hacer nada no es un trabajo”, se queja Isabel.

“No hacer nada es el trabajo más difícil de todos”, le responde su abuela. “Y consumirá toda tu energía. Ser imparcial no es natural, no es humano. La gente siempre querrá que sonrías, asientas o frunzas el ceño. Y en el momento en que lo hagas, habrás expresado tu postura. Tu opinión. Y eso es lo único que, como monarca, no tienes derecho a hacer. Cuanto menos hagas, digas, asientas o sonrías...”. La joven Isabel le interrumpe: “O piense o sienta o respire o exista”. “Mejor”, es la respuesta final de su abuela.

Evidentemente, las frases son una invención del guionista, aunque representan bastante bien la disciplina a la que se ha sometido Isabel II a lo largo de setenta años de reinado. En una época ya muy diferente, algunos temen que su hijo mayor no resista la tentación de dejar claras sus opiniones sobre los temas que siempre le han interesado.

La idea no es nueva y circula en el establishment del país desde hace años. El historiador Max Hastings, autor de varios libros de gran éxito sobre la Segunda Guerra Mundial, se decidió en 2010 a publicar un artículo en el muy monárquico Daily Mail en el que dejaba patentes sus recelos sobre la conducta del futuro rey y las consecuencias nefastas que preveía para la institución monárquica. El texto incluye algunas opiniones especialmente duras.

“La mejor esperanza para la monarquía es que el príncipe Carlos muera antes que la reina”, le cuenta el responsable de uno de los centros universitarios de Oxbridge (el término que define a las universidades de Oxford y Cambridge) al que Hastings considera “uno de los hombres más inteligentes de Gran Bretaña”.

El historiador ve a Carlos como un hombre petulante y convencido de que está en posesión de la verdad en todo aquello que le importa. Hastings recuerda la recepción horrorizada que causaron algunas de sus opiniones más excéntricas, como cuando recomendó beber zumo de zanahoria o tomar enemas con café como curas contra el cáncer. Un prestigioso científico escribió que él podía desdeñar esa ridícula invención por llevar 25 años investigando el cáncer, no como el príncipe, cuya única autoridad descansaba “sobre un accidente de nacimiento”.

El compromiso del príncipe con la defensa del medio ambiente es intenso y conecta mucho más con la gente joven que con la clase dirigente. Sin embargo, su locuacidad llega a muchos otros temas en los que mantiene ideas más tradicionalistas, como con la arquitectura.

Desde luego, no está acostumbrado a que le lleven la contraria y espera que la gente que trabaja para él le dé la razón siempre. “Una persona que le conoce bien dice: 'Yo solía pensar que Camilla (su esposa) le haría entrar en razón, pero es demasiado tarde. Es un niño malcriado'”, escribe Hastings, que fue director del Daily Telegraph y que lleva media vida escuchando opiniones negativas sobre el nuevo rey.

Hastings es tan de derechas como Carlos y probablemente se equivoque cuando piensa que la monarquía británica sin Isabel II pueda persistir con su mismo estilo en el siglo XXI. Tiene razón cuando afirma que el jefe de Estado es un símbolo de la continuidad histórica del país y que se define por lo que es, no por lo que pueda decir o las ideas que tenga alguien que no ha sido elegido para el puesto.

El problema es que cuantas más cosas se han sabido de la personalidad de Carlos, más se ha resentido su imagen pública. Su tormentoso matrimonio con Lady Diana, la separación y la posterior muerte en Francia de la apodada por Blair princesa del pueblo contribuyeron a definirlo como un hombre frío y con pocos sentimientos que había desdeñado a una mujer que valía más que él.

La serie 'The Crown' quizá lo haya humanizado un poco, pero al precio de recuperar unos acontecimientos en los que no puede competir ni dar a conocer su versión frente al recuerdo de una fallecida que terminó siendo idolatrada por la mayoría del público británico.

Carlos ha vivido toda su vida a la sombra de su madre. La comparación de la imagen de ambos es reveladora. La encuesta sobre la popularidad de los miembros de la familia real que realiza YouGov colocaba este año antes del verano a Isabel II en el primer puesto con un 75% de apoyos, como es habitual. Carlos estaba en el séptimo puesto con un muy discreto 42%. Otros sondeos le dan números mucho peores, lo que no ocurre con su hijo William y su esposa, los duques de Cambridge, que gozan de un reconocimiento cercano al de Isabel.

Para él, tiene que resultar muy humillante leer opiniones de gente, que también han aparecido reflejadas en encuestas, que habría preferido que fuera su hijo William el que sustituyera en el trono a Isabel II.

Una biografía publicada en 2018 y escrita por Tom Bower, experiodista de BBC, describe a Carlos como un hombre caprichoso y obsesionado con lo que piensa la opinión pública sobre él. Lo peor no son sus excentricidades, producto de una vida de privilegios en la que paradójicamente no ha podido tomar algunas decisiones muy personales, sino su costumbre de tener asesores que sólo pueden cumplir lo que él ordena, “como un lord feudal”. Como monarca, “actuará solo sin ningún asesor que le contenga”, escribe Bower. “Para los monárquicos comprometidos, esa independencia es alarmante”.

Carlos ha tenido que esperar hasta una edad –73 años– en la que el resto de la gente está jubilada para asumir el puesto que en cierto modo dará sentido a su vida. No es que haya disfrutado mucho toda esta espera, excepto a partir del momento en que pudo casarse en 2005 con Camilla Parker-Bowles, el gran amor de su vida.

En el libro de Bower, aparece una frase del príncipe de 2004: “Nadie sabe que ser príncipe de Gales es un completo infierno”. El cambio a rey sólo puede ser a mejor, aunque está por ver que la monarquía británica pueda decir lo mismo en el futuro.