La casa de los libros perdidos es la metáfora de la mayor tragedia argentina del último medio siglo. Los Gerchunoff eran una familia de judíos comunistas que vivían en la provincia de Córdoba. Eva Maltz, arquitecta, y su esposo Salomón Gerchunoff, abogado de los obreros afiliados al sindicato de mecánicos (SMATA), tenían cinco hijos de entre 9 y 19 años cuando el golpe cívico militar del 24 de marzo de 1976 se apropió del poder. Previendo lo que podía llegar a suceder, Eva decidió esconder la biblioteca familiar: de casi medio millar de libros de autores como Karl Marx, Federico Engels, Vladimir Illich Lenin, Pablo Neruda o César Vallejo, además de revistas editadas en la Unión Soviética, los países del Este europeo o la Cuba socialista y volantes del Partido Comunista.
Ya sabían lo que eran las estrategias de la represión. La sufrían desde antes del golpe de Estado, durante el gobierno democrático de Isabel Perón, a través de y la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), el grupo paramilitar de derecha peronista que lideraba el ministro de Bienestar Social, José López Rega. “Nos llamaban por teléfono y salíamos a escondernos para salvar nuestras vidas. Así era la situación en el país”, recuerdan.
“En 1975 nos habíamos mudado de nuestra casa de Parque Vélez Sársfield a Parque Capital. Allí estuvimos unos meses, quizá seis. Aprovechando que no estábamos en casa, mamá había hecho unas reformas. Cuando dieron el golpe de Estado, el 24 de marzo del 76, viendo lo que se venía, la vieja decide guardar la biblioteca detrás de una pared”. Así cuenta Roberto Gerchunoff a elDiarioAR cómo nació la historia de La Casa de los Libros Perdidos, una historia familiar que la clandestinidad transformó en leyenda urbana y que, tres décadas más tarde, la gente conoció gracias a que la inquilina de la antigua casa de los Gerchunoff los contactó y así pudieron reencontrarse con el tesoro oculto.
Entre marzo de 1975 y marzo de 1976 –en pleno gobierno constitucional de Isabel Perón–, en Córdoba hubo una fuerte escalada de violencia paramilitar y parapolicial que dejó 52 desaparecidos. La fecha icónica del inicio del terrorismo de Estado en esta provincia del centro argentino es el 9 de octubre de 1974, con un megaoperativo de la Triple A comandado por el entonces jefe de la Policía local, Héctor García Rey. Durante unas ocho horas, patotas (fuerzas de choque) de la Triple A integradas por policías provinciales allanaron simultáneamente las sedes del Partido Comunista, el Partido Socialista de los Trabajadores (PST) y del sindicato de Luz y Fuerza, que lideraba Agustín Tosco.
Pese a que el megaoperativo fue legal, en el local del PC los agentes escribieron con aerosoles: “Si son comunistas váyanse del país porque los vamos a matar uno por uno. Si cae un policía van a caer tres de ustedes, bolches hijos de puta. Las Tres A
Pese a que el megaoperativo fue legal y ordenado por jueces, en el local del PC los agentes escribieron con aerosoles: “Si son comunistas como (el artista Horacio) Guarany más bien váyanse del país porque los vamos a matar uno por uno. Si cae un policía van a caer tres de ustedes bolches hijos de puta. Las Tres A”.
Allí hubo 46 detenidos, entre ellos, Clelia Tita Hidalgo (30), quien murió cinco días después a causa de las torturas. Su asesinato continúa impune. En el mismo operativo cayó presa por unas horas Beatriz Gerchunoff, la mayor de las hijas del matrimonio, que militaba en La Fede, la Federación Juvenil Comunista (FJC), la agrupación juvenil del PC. Roberto, el mayor de los hijos varones, también militaba en La Fede del Colegio Nacional de Monserrat y había participado meses antes de las trincheras para defender al gobierno provincial de Obregón Cano.
El escondite
En medio del terrorismo de Estado, los Gerchunoff regresan a su casa de barrio Parque Vélez Sársfield tratando de seguir con sus vidas: Salomón defendiendo obreros y presos políticos, Eva con sus trabajos de arquitectura y los hijos tratando de vivir con normalidad. Beatriz tenía 18 años y estudiaba arquitectura. Roberto tenía 17; Luis, 15 y Ana, 12. Nora, la menor, apenas nueve.
Como si fuera un ejercicio de la memoria familiar y de necesaria memoria histórica, Roberto, Luis y Ana recuerdan cómo impactó la dictadura en sus vidas, más allá del derrotero político de su papá Salomón, quien pasó cuatro de los siete años del régimen militar en prisión. Las hermanas mayor y menor de 'los Gerchu' viven en Israel; Beatriz migró recién recuperada la democracia, en 1984, y Nora en 1989.
“Cuando dieron el golpe tuvimos la posibilidad de irnos todos al exilio, pero el viejo, Salomón, dijo ‘nos quedamos’. La vieja, que veía que la represión se agravaba, vio el mueble. Era una baulera, un mueble inmenso, que usábamos para escondernos, para jugar al cuarto oscuro. Nos podíamos meter tres o hasta cuatro niños. Ella le sacó las puertas, lo apoyó contra una pared y vio que calzaba justo. Y allá fuimos con los libros de Marx, folletos del Partido, invitaciones a los cumples de 15, todo fue a parar ahí. Papá y mamá iban apilando los libros, revistas, volantes, documentos y nosotros colaborábamos, estábamos participando en algo importante, ‘de mayores’. Cuando la baulera estuvo repleta, el albañil, Márquez, levantó la pared y todos los libros quedaron ocultos. Como la casa estaba en reformas, ni se notó que esta era una pared falsa”, detalla Ana. Y Roberto apunta: “Esa biblioteca era marxismo puro”.
Poco más de un año después del derrocamiento de Isabel Perón, la tarde del 26 de mayo de 1977 un grupo de tareas de la Policía cordobesa llegó a la casa de Parque Vélez Sársfield. Luis abrió la puerta, los policías, sin orden judicial, se llevaron secuestrado a Salomón ante la mirada desolada de los cinco hermanos. El padre saludó a sus hijos con la mano. Eva estaba trabajando.
El secuestro
“Mamá, el partido, el Colegio de Abogados, todos salieron a buscar a mi papá. Lo habían secuestrado, no detenido”, recuerda Ana. Al mismo tiempo, la desaparición de Salomón privó a la familia de los ingresos. “Era una Argentina que venía de una economía peronista y entraba en una economía neoliberal, y aún las familias se podían sostener con el sueldo del padre. Y eso en nuestro caso, se terminó. No se cobraron más juicios. Mamá tuvo que cerrar su estudio”, explica Ana.
La ayuda del entorno se volvió entonces fundamental. “Un vecino, el periodista Víctor Brizuela, le daba trabajo a mamá en unas reformas de su casa. Dejamos de pagar la escuela privada a la que yo iba, Las Monjas Azules, pero me seguían aceptando. Viéndolo a la distancia, creo que esperaban a mi papá. Salomón era un hombre de palabra y pagaría la deuda a la salida de la cárcel. El hombre del transporte escolar me llevó algunas veces más, pero siempre me preguntaba por el pago, hasta que no vino más. Don Hugo, el tendero, fue otro de esos héroes que nos ayudó meses, años sin pedir nada a cambio. El secuestro del viejo, además de ser una tragedia política, se convirtió en el agujero negro de nuestro destino como familia, y ya nunca volvimos a ser la que fuimos. Papá estaba desaparecido y mamá entró en una depresión creciente”.
Luis destaca que “en el barrio se dio una red de solidaridad. Brizuela pasaba en su Peugeot azul y paraba frente a casa a preguntar ‘¿Qué saben de tu viejo?’. También había un directivo de la empresa de construcción Roggio, un tipo de derechas pero con valores democráticos, que también nos bancó anímicamente y dándonos de comer. Esas cosas fueron muy valiosas en ese contexto de represión. Roberto agrega: ”Yo estuve guardado, protegido, dos meses en la casa del hijo de un juez, hubo solidaridad frente a la barbarie“.
50 años de historia de un país, Argentina
“¿Vamos a hablar de La Casa de los Libros Perdidos o de la historia política de Argentina de los últimos 50 años?”, apunta el mayor de 'los Gerchu', al ver que el debate se abre en una autopista donde transitan marxismo, peronismo, terrorismo de Estado, la Guerra de Malvinas (1982), democracias tuteladas, el fin de la historia, el negacionismo y la vuelta del neofascismo.
Roberto Gerchunoff aclara, como si fuera necesario aclarar lo obvio: “La Casa de los Libros Perdidos es la consecuencia de la persecución a una generación que luchó contra la explotación del capitalismo, que luchó por el socialismo, por la utopía de un mundo sin explotadores ni explotados. La dictadura vino a terminar con la lucha de clases, barrió a toda una generación. Y los Gerchunoff fuimos parte de esa experiencia, ya nos venían persiguiendo desde el golpe de 1930”.
El golpe del ’76 tuvo un propósito muy claro: diezmar a una generación. Y fue exitosa en su propósito, ganó el individualismo por sobre lo colectivo
Ana concuerda con Roberto y dice que “en los ’70 todavía estaba en discusión capitalismo o no capitalismo, la sociedad se debatía hacia dónde ir, Salomón era uno de esos que militaba creyendo que la utopía era posible. O, cuando menos, necesaria”. Y Luis destaca: “Hasta 1976, teníamos una sociedad muy politizada, había un estado de movilización popular. Acá en Córdoba teníamos a Tosco; en las casas de clase media o clase media acomodada se leía; y el golpe del ’76 tuvo un propósito muy claro: diezmar a una generación”. Los tres concuerdan casi a coro: “Y fue exitosa en su propósito, ganó el individualismo por sobre lo colectivo”.
El drama familiar vuelve a la mesa: “La hija de un vecino, que trabajaba como arquitecta en el Servicio Penitenciario de Córdoba (SPC) y conocía a mamá, le avisa que vio en una lista el nombre de papá. Eso fue como a los tres meses del secuestro. Fue la primera noticia que tuvimos de que estaba vivo. El Colegio de Abogados se había movido mucho y una gestión de (Eduardo) Angeloz, hizo que lo blanquearan de la clandestinidad y pasaran a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN). Nosotros pudimos visitar a papá en la UP 1 recién en la Navidad de 1977”, recuerda Ana.
La falta de ingresos ahogó la economía familiar y en 1980 Eva malvendió la casa de Parque Vélez Sársfield para cancelar un crédito hipotecario. “Nos mudamos todos a un departamento. En la casa se quedaron cartas que yo le mandaba a papá y que papá contestaba a través de los presos comunes, que eran los correos de los presos políticos. También se quedó Bravo”, lamenta la hija de Salomón recordando al perro de la familia, que no pudieron llevarse con ellos.
Luis Gerchunoff no alcanzó a mudarse; había sido convocado a cumplir con el Servicio Militar Obligatorio en el Regimiento de Infantería Mecanizado 25 en el Sur. “Yo salí de casa en Parque Vélez Sársfield a la colimba en Colonia Sarmiento, en Chubut, en el límite con Santa Cruz. Hice el servicio militar en 1980, no fui a Malvinas, pero lo tuve de jefe a Mohamed Alí Seineldín (ndr: militar que encabezó una rebelión durante el gobierno democrático), que sí fue a la guerra. Cuando terminé el servicio militar no volví a la casa de Parque Vélez Sársfield; salí de esa casa y no volví nunca más hasta que recuperamos los libros”.
En medio del relato de Luis, los tres hermanos empiezan a reír por un hecho de la época, que fue muy triste y ahora recuerdan divertidos, sanando heridas. “¡Luis no sabía dónde vivíamos!”, acota Ana y su hermano explica: “Para el Día de la Madre nos dejaban mandar cartas a casa. Yo no sabía dónde mandarla, me había ido de mi casa de toda la vida y mi familia se había mudado cuando yo estaba alistado, y no sabía la dirección”.
La libertad
Tras el secuestro, Salomón fue llevado al Campo de la Ribera, una prisión militar cerca del cementerio San Vicente, en la zona este de la ciudad de Córdoba. “A las pocas horas o los pocos días, lo trasladaron a La Ochoa, una estancia en los predios de La Perla. Ahí tuvieron a mi papá esposado a un camastro. Nos enteramos en los juicios de lesa humanidad en 2008, por testimonios de otros presos políticos como el del italiano Piero Di Monte. El viejo nunca habló del presidio”, cuenta Ana.
El general Luciano Benjamín Menéndez, condenado múltiples veces a prisión perpetua fue el amo y señor de Córdoba y diez provincias argentinas donde operaba el Tercer Cuerpo de Ejército, del cual fue jefe. Además de haber estado secuestrado en Córdoba, una vez que pasó a disposición del Poder Ejecutivo Nacional Salomón Gerchunoff estuvo en las cárceles de Caseros, La Plata y Sierra Chica, en otras provincias argentinas.
“En el ’81 el viejo salió en libertad. En el ’82 debe haber sido, más o menos, fue a la casa y le pidió al dueño, que es el mismo de ahora, si podía sacar los libros. El tipo lo trató muy mal. Papá nos dijo ‘nos olvidamos de los libros, andá a saber qué hizo, quizá los tiró, quizá los quemó, cerramos acá la historia’. Y nunca más hablamos del tema”, detalla Ana.
El valor de la biblioteca
Roberto aclara que “esa biblioteca tenía mucho valor para mi viejo, no para nosotros. Esa historia la cerró él. Por ejemplo, después de que salió en libertad, muchas veces buscó dónde estaría un librito que había editado Neruda y se lo había dedicado”. Eran odas escritas por Neruda en 1956, cuando vivió en Córdoba, en la estancia de Villa del Totoral, donde en los cuarenta vivió también Rafael Alberti. Luis aporta otro dato sobre la biblioteca: “Papá pensaba que el dueño la había quemado, pero el tipo nunca supo dónde estaba. La descubrimos nosotros cuando volvimos a casa en 2008”.
Fue en ese año, cuando una compañera de trabajo le dijo a Ana, casi como una sentencia: “Vos sos la de La Casa de los Libros Perdidos”. “Imaginá mi reacción. ‘Cerremos acá el tema’, había dicho Salomón en 1982. Y más de 30 años después apareció el pasado de repente, y empecé a llorar. A llorar por papá que había muerto en 2002 y no volvió a ver sus libros; a llorar por mamá, su destrucción paulatina y su muerte en 1993. Y a llorar por nosotros, esos niños que esperamos 30 años para llorar nuestra tragedia; niños huérfanos con un padre preso y una madre enferma que iba apagándose día a día”.
Los tres hermanos que ahora hablan con elDiarioAR fueron los encargados de regresar a La Casa de los Libros Perdidos. Beatriz y Nora estaban en Israel, pero seguían las novedades como si estuvieran en Córdoba. Llegar a la antigua casa, que seguía bajo el mismo dueño que había echado a Salomón y ahora alquilaba una mujer, fue movilizante.
“La familia nos recibió con pizzas”, cuenta Ana. Los tres hermanos fueron hasta el lugar de la pared falsa y Luis señaló: “Ahí es”. Roberto confirmó el lugar, sin dudarlo: “Era un escondite perfecto. Mamá había hecho muy bien la reforma”. Un albañil comenzó a picar con una maza y un cortahierros: “Acá están”, no acabó de terminar la frase y los Gerchu, sus hijos y la familia anfitriona gritaron de alegría. Se abrazaron. Lloraron y rieron emocionados.
Los libros recuperaron su libertad. Los cinco hermanos Gerchunoff recuperaron su pasado. Y a sus padres, Eva y Salomón.
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