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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Tras la guerra comercial con China, Trump pondrá la vista en la Unión Europea y Japón

Trump esconde una paradoja: aunque es considerado a menudo como el ejemplo de la antipolítica por su discurso populista, su insistente cruzada contra los medios de comunicación, su desmedido apego por el uso de Twitter y una irreverencia política que escandalizaría a quienes fundaron la república estadounidense, lo cierto es que cumple con aquello que promete. No con todo, desde luego, pero mantiene unos porcentajes de promesas cumplidas —y otra importante proporción de iniciativas prometidas en tramitación— que, si ocurriesen a este lado del Atlántico, serían considerados una gestión con importantes niveles de cumplimiento electoral.

Otro cantar es que sea positivo —o simplemente nos guste— aquello que promete. Trump prometió sacar a Estados Unidos del Tratado Transpacífico (TTP) y lo hizo —aunque pueda considerarse una medida contraproducente para los intereses geoeconómicos de Washington—; prometió que renegociaría el TLCAN, ese tratado de libre comercio que mantenía desde los noventa con México y Canadá, y lo hizo; prometió que China no jugaría con tanta ventaja en su comercio con Estados Unidos… y también lo está consiguiendo.

Sin embargo, puede parecer que la cruzada de Trump por “hacer Estados Unidos grande de nuevo” no va con nosotros. Grave error. Después de China, los ojos del presidente tienen la vista puesta en la Unión Europea y Japón, dos economías desarrolladas que, a pesar de haber pospuesto su enfrentamiento comercial con Washington, antes o después van a tener que sentarse a la mesa de negociación o bien sufrir el peso de los aranceles estadounidenses.

Trump vino, vio y venció

Trump vino, vio y vencióLa obsesión de Trump con China durante la campaña electoral no era casual. Tampoco cuando alcanzó la presidencia. Su lógica era muy clara: China es una potencia al alza que, en sus relaciones comerciales y económicas con medio mundo —y sobre todo con Estados Unidos—, se resiste a que se le apliquen las normas que desde Pekín sí pretende aplicar a otros. Si la República Popular no quería sentarse voluntariamente a negociar unas condiciones más justas en sus relaciones económicas con Estados Unidos, deberían obligarlos. La solución es algo que ya conocemos: una guerra comercial.

Así, desde principios de 2018, Estados Unidos comenzó a imponer subidas arancelarias que han alcanzado los 250.000 millones de dólares —y la respuesta china ha alcanzado los 110.000—, amén de otro cuarto de billón con el que Trump ha amenazado. Quizá por eso, y con la excusa de la reunión del G8 en Buenos Aires, China pidió una tregua con la intención de sentarse a la mesa. Aunque Trump dio inicialmente un plazo hasta inicios de este mes —que luego ha prorrogado—, se da por hecho que en las próximas semanas o meses la potencia asiática acabe aceptando las condiciones que plantea Estados Unidos.

No le ha salido gratis a la economía estadounidense. De hecho, aunque Washington acabe llevándose la victoria, la industria y otros sectores productivos han salido bastante dañados de esta confrontación comercial. Pero la cuestión de fondo es que la economía china, muy dependiente del comercio en general y de las exportaciones a Estados Unidos en particular, ha salido todavía más dañada y ello, entre otros factores, la ha llevado a su peor cifra de crecimiento en más de un cuarto de siglo.

Bruselas, Tokio y la frágil industria automovilística

Bruselas, Tokio y la frágil industria automovilísticaA pesar de que China es la principal pieza que busca cobrarse la nueva estrategia comercial de Trump, no es la única y tampoco será la última. Cuando Pekín firme las nuevas condiciones relativas a comercio e inversiones con Estados Unidos, es bastante probable que el actual presidente de la potencia norteamericana, antes de terminar su primer mandato, quiera dejar también atadas a las otras potencias económicas que considera que parasitan de forma injusta la industria estadounidense: la Unión Europea y Japón.

Es cierto que, comercialmente hablando, existen importantes desequilibrios. Si China ha tenido estructuralmente un saldo comercial a su favor respecto con Estados Unidos, que ha llegado a alcanzar más de 340.000 millones de dólares en 2017, Japón y la UE no se quedan atrás. En el caso del país nipón, en 2017 ese saldo fue de 58.000 millones de dólares a su favor, una cifra que aumentó a 119.000 millones de euros si nos fijamos en el balance con los países de la comunidad europea.

De hecho, en el caso europeo existen precedentes recientes. Durante el verano de 2018 hubo un breve pero intenso conato de guerra comercial entre Estados Unidos y la Unión a cuenta de la batería de aranceles que desde Washington se empezaron a imponer, especialmente al sector de la metalurgia. En una medida más simbólica que efectiva, desde Bruselas se decidió devolver el golpe subiendo aranceles a productos como el whisky, las motocicletas y los pantalones vaqueros.

Aquellos aranceles de poco más de 4.000 millones de dólares hicieron tomar conciencia a Trump de que no podía librar una guerra —aunque fuese comercial— en varios frentes a la vez. Así, a finales de julio, Juncker y Trump decidieron desescalar y acordar ir hacia un modelo comercial más justo. Se alejaba así la tormenta comercial de Europa. Pero en el horizonte se vislumbran nubarrones.

Los dos objetivos prioritarios para proteger la industria estadounidense son, en el caso europeo, el sector agrícola y la industria automotriz. El primero tiene amplias subvenciones por parte de la Unión, algo que Trump considera una competencia desleal para sus agricultores y ganaderos; el segundo genera millones de empleos a ambos lados del Atlántico y es un sector productivo clave que en Estados Unidos lleva años en declive, por lo que la subida arancelaria a los vehículos europeos estaría orientada a proteger la industria estadounidense.

Hay que tener en cuenta que los vehículos a motor y sus componentes supusieron en 2017 más de un 13% de las importaciones que llegaron a Estados Unidos, con un valor de casi 277.000 millones de dólares. A pesar de que los principales proveedores de esta industria son países como Canadá o México —a los que Trump ya tiene en el redil tras la renegociación del TLCAN—, otros socios, como los Estados de la Unión y Japón, suponen un 20% y un 18% de las importaciones automotrices de Estados Unidos, respectivamente. Los países europeos más expuestos a una futurible guerra comercial con Estados Unidos son Alemania, Irlanda, Italia o Francia. De hecho, con la excepción de Bélgica y Países Bajos, Estados Unidos tiene un déficit comercial con la gran mayoría de países de la Unión.

El caso de Japón puede ser más suave, ya que desde hace meses existe una voluntad por parte del Gobierno nipón de sentarse a la mesa para negociar algún tipo de acuerdo comercial con Trump. Tal es así que las reuniones estaban previstas para este mes de marzo, pero, dado que Estados Unidos todavía continúa con su guerra comercial con China, se han decidido aplazar a abril o mayo, cuando previsiblemente Pekín ya haya firmado la paz con Washington.

En Tokio o Bruselas podrían pensar que el factor tiempo juega a su favor, en tanto se puede especular con que Trump sea derrotado en las presidenciales de noviembre de 2020. Fiar toda la estrategia a ese factor puede ser un error considerable: Trump no es especialmente comedido en sus pulsos comerciales, por lo que, si tiene que desatar una tormenta arancelaria sobre Europa, no va a dudar en hacerlo. Además, recordemos que, de cara a su electorado, la protección de la industria estadounidense fue una baza importante en 2016, por lo que no hay razones que nos lleven a pensar que no quiera volver a jugar esa carta, más todavía cuando para entonces habrá doblegado a socios comerciales relevantes como México, Canadá o China. Huelga decir también que, en cuanto la Unión Europea o Japón firmen unas nuevas condiciones más beneficiosas para Estados Unidos, es poco probable que Trump en un segundo mandato o un heredero demócrata en la presidencia cedan para volver a la situación anterior. Es la geopolítica, amigos.