¿En qué se parece el número diez de Downing Street, en Londres, y una choza con huerto a la orilla del río Tíber, en Roma? En la mentira. Boris Johnson cruza la famosa calle por última vez, se acerca al atril que le espera para decir lo que tenga que decir y se despide de su cargo como primer ministro. Ante la atención de Reino Unido, decide camuflar los escándalos que han acabado con su carrera política y vestirse con el disfraz de la ejemplaridad romana: “Como Cincinato, vuelvo a mis tareas del campo”.
Johnson quiere ser Lucius Quinctius Cincinnatus (519 a.C.-430 a.C.), un campesino convertido en dictador por los senadores romanos y en prototipo de la virtud por el relato del conservador republicano Catón el Viejo, que lo adoraba. La historia de la pintura, más afín al mito que a la verdad, ha encumbrado tanto la leyenda de Cincinato que al exprimer ministro le ha venido bien para limpiar su imagen de “tarugo populista de la peor calaña”, como ha definido el novelista Ian McEwan a Johnson.
Según el relato más favorable a Cincinato, Catón, las élites romanas y, ahora, a Johnson, esta es la historia de un ser sin tacha ni ambiciones personales, sin apego por el poder, que llega, ejecuta la orden y vuelve a su terruño. Íntegro como un militar y honrado como un campesino. Un héroe de carne y hueso reconstruido en una escena insólita que se ha multiplicado como buen tópico: un grupo de senadores llega a la choza de Cincinato y lo visten con la toga de dictador, ahí mismo, junto a los animales y los aperos de labranza.
En la leyenda exagerada, los senadores acuden a él en el 458 a.C. para que haga frente a los pueblos que amenazan la ciudad y restablezca la paz en Roma. Era costumbre del Senado ofrecer el cargo de dictador a alguien que agarrara las riendas del país con mano dura. Solo por medio año. Seis meses improrrogables en los que tenía en su mano todos los poderes del Estado romano para restablecer el orden sin condiciones y a cualquier precio. Pura excepcionalidad.
De esta manera se evitaba el proceloso camino de la democracia, con sus conversaciones, debates y votaciones. El consenso requiere demasiado tiempo para quienes han abusado de este recurso desde Roma a nuestros días y que tienen en Cincinato la figura legendaria y el curioso arquetipo de “dictador ejemplar” que en dos semanas acabó con el caos en las calles. Como buen hijo privilegiado de las élites británicas, formado en el colegio privado Eton y la Universidad de Oxford, en la tradición de los Estudios Clásicos, Boris Johnson se ha transformado en público en Cincinato, “el del pelo ensortijado” (sobrenombre del campesino dictador).
La verdadera historia
Al moderno Cincinato, el del pelo despeinado con aires de aristócrata despistado y de gamberro antidandi, le gustaría trascender como ejemplo de honradez y ética política, de nulo apego al poder. Incluso querría ser el héroe romano al que los senadores volvieron a llamar dos décadas después de su primer servicio para que resolviera con la misma eficacia otro problema. El héroe preferido de Boris Johnson tenía 80 años en el año 439 a.C. y esa vez debía acabar con la conspiración encabezada por Espurio Manlio, que pretendía restablecer la monarquía sobre el Imperio. El octogenario no había perdido eficacia en la respuesta a los encargos de los poderosos que controlaban la patria y ejecutó a Manlio.
Hasta aquí el cuento del campesino valiente que vence a los enemigos de Roma en 16 días y devuelve el poder a los poderosos cuando acaba el trabajo. Ahora, la historia. Como bien ha indicado la historiadora Mary Beard, Cincinato fue un político romano que, además de salvar al Estado, fue un “enemigo del pueblo”. En realidad fue un noble patricio, rico y, sí, de campo. Adorado por patricios y detestado por el pueblo, estuvo en contra de cualquier reforma que tratara de otorgar más beneficios al pueblo. Al sueño romano de Boris Johnson le falta desapego por el poder, honestidad, rigor y un Cincinnati, la ciudad que EEUU nombró así en honor a George Washington, considerado el Cincinato estadounidense.