Ya antes de la explosión del pasado día 4 de agosto en el puerto de Beirut el desplome de Líbano parecía inevitable y próximo. Los síntomas de que se había tocado fondo eran apabullantes en un país de apenas 6,8 millones de habitantes que es el primero del mundo en número de refugiados per cápita (20%). Hace mucho que es un sarcasmo recordar que la capital libanesa se conocía en su momento de esplendor como la París de Oriente Medio. Hoy acumula graves déficits estructurales tanto en el terreno socioeconómico como en el político y de seguridad, sometido simultáneamente a un desestabilizador sectarismo interno y al tejemaneje de potencias regionales y globales que tratan de imponer su dictado en sus apenas 10.000 kilómetros cuadrados.
Ese pésimo balance explica el hartazgo de una población que crecientemente se ha movilizado, desde el pasado 17 de octubre, bajo el lema de “kelun yani kelun” (“todos son todos”). Tras el inevitable paréntesis provocado por la pandemia del coronavirus, las calles habían vuelto a reclamar abiertamente una limpieza general de la clase política. Los dirigentes han llevado al país, que no tiene grandes recursos naturales ni bases de desarrollo propios mínimamente significativos, a acumular una deuda externa que supera el 170% del PIB, una moneda que ha perdido más del 80% de su valor desde octubre, una inflación que ronda el 60% y un salario mínimo mensual que apenas equivale a 70 euros.
A eso se añade la pésima imagen de unos servicios públicos decrépitos, unos bancos que impiden la retirada de depósitos a sus clientes y unas infraestructuras deficientes y escasamente mantenidas (traducido en el escándalo de las basuras o en los muy frecuentes cortes de suministro eléctrico). En marzo, el Gobierno reconoció que por primera vez en su historia no podía atender los compromisos de devolución de la deuda. El Banco Mundial ha estimado que a finales del año pasado un 48% de la población estaba viviendo por debajo del umbral de la pobreza. En este sentido, el propio Gobierno libanés considera que un 75% de la población necesita ayuda para cubrir sus necesidades básicas.
En esas circunstancias sería ilusorio pensar que la caída del gabinete encabezado por Hasan Diab, apoyado tanto por los principales grupos chiíes –Hezbolá y el Movimiento Amal– como por el cristiano Movimiento Patriótico Libre, supone un remedio inmediato a los problemas nacionales.
Es cierto que el empuje ciudadano ha logrado derribar por segunda vez en nueve meses a un Gobierno anclado en posiciones defensivas, insensible a las demandas de su propia gente e incapaz de romper con un modelo cuyas bases se remontan prácticamente a 1943, cuando Líbano inició su andadura independiente. Un modelo, la muhassasa, que reparte el poder en todos los ámbitos de la vida nacional en función del peso demográfico de cada una de las 18 confesiones religiosas legalmente reconocidas.
Aunque ese peso ha ido cambiando con el tiempo, sus principales representantes han procurado mantenerlo en la medida en que les ha servido para sostener sus sistemas clientelares, aunque haya sido a costa de un deterioro imparable de la agenda pública. Asimismo, puede afirmarse que las protestas han sido pacíficas y, más novedoso aún, transversales, rompiendo el sectarismo que define desde hace tanto tiempo al Líbano.
Sin embargo, a partir de ahora los obstáculos para abrir una nueva etapa son numerosos y de gran envergadura. No hay, en primer lugar, un líder ni un movimiento organizado ajeno a las redes clientelares de los actores políticos tradicionales que pueda presentar de inmediato un programa alternativo cuando se enfrenta a una corrupción que el mismo Diab en su despedida ha calificado de “más grande que el propio Estado”.
Tampoco cabe contar con la colaboración de los que hasta ahora se han aprovechado de sus privilegios para consolidar sus particulares feudos, empezando por Hezbolá, que añade a su red asistencial y a su brazo político una milicia con un poder real que supera al de las fuerzas armadas libanesas. Sirva de ejemplo la primera reacción del presidente, Michel Aoun, apuntando a una mano extranjera en la explosión de las 2.750 toneladas de fertilizante, en un clásico ejercicio de escapismo para no asumir responsabilidad alguna.
Por lo que respecta a los actores externos, tampoco cabe hacerse muchas ilusiones. Por un lado, ni parece haber inversores dispuestos a apostar ahora mismo por el futuro de Líbano ni el propio Fondo Monetario Internacional termina de concretar el programa de ayuda que se negocia desde hace meses, estimado en unos 11.000 millones de dólares. Es elemental entender que el FMI no confía en que el próximo Gobierno se atreva a imponer a cambio unas reformas necesariamente impopulares, aunque solo sea por la dificultad de ese futuro gabinete (cuando se celebren unas elecciones todavía sin fecha) para explicar a una deprimida población que será necesario apretarse aún más el cinturón.
Tampoco cabe esperar que los 250 millones de dólares comprometidos en la conferencia de donantes celebrada el pasado día 10, auspiciada por una Francia que apenas disimula su pretensión de seguir tutelando el futuro de su antiguo protectorado (con Egipto, Irán y las monarquías del Golfo igualmente implicadas en esa misma pugna), vayan a sacar a los libaneses de muchos apuros.