No es la primera vez que el exalcalde de Bogotá y exguerrillero Gustavo Petro se perfila con solvencia de cara a unas presidenciales en Colombia. Esta vez, sin embargo, hay una creciente inquietud, quizás inédita, en los círculos del establishment debido a su consistencia en las encuestas. La más reciente, publicada en octubre por la acreditada firma Datexco, le da una ventaja de 16 puntos sobre su más cercano competidor, el centrista Sergio Fajardo, de cara a los comicios del próximo 29 de mayo.
A pesar de que los analistas coinciden en que aún es pronto para hacer predicciones, la historia de Colombia indica que su victoria sería una sorpresa: el centro y la derecha llevan instalados en el poder durante un siglo y medio de vida republicana. Colombia es el único país de Sudamérica donde la izquierda democrática jamás ha gobernado. Una característica política atribuible, en parte, al hartazgo de una sociedad civil sofocada con 60 años de confrontación entre el Estado y diversas guerrillas de extrema izquierda, como el desparecido M-19, donde militó Petro.
La violencia ha condicionado la “reproducción del sistema político”, según el historiador Medófilo Medina. Explica así mismo que desde los años 50 del siglo pasado los sectores “alternativos, populistas o de izquierda” desecharon la posibilidad de influir como una alternativa democrática: “escogieron responderle al establecimiento con la incorporación de pautas violentas y militares”.
Mauricio García Villegas, politólogo y ensayista, dice que también ha habido reacciones virulentas de la derecha ilegal, en no pocas ocasiones con la complicidad de las fuerzas estatales. En los años 80, por ejemplo, fuerzas paramilitares asesinaron a 1.163 militantes del partido legal de raíz guerrillera Unión Patriótica (entre ellos a dos candidatos presidenciales). Según Villegas, autor de El país de las emociones tristes, “en tanto los partidos no se pongan de acuerdo en rechazar a los extremos violentos afines a sus orientaciones ideológicas, la democracia colombiana no se consolidará”.
De cualquier forma, y a juzgar por los resultados electorales, han sido los políticos conservadores, quizás, quienes han sacado mejor partido de la crispación. En su cuenta de Twitter, el expresidente Álvaro Uribe utiliza a menudo etiquetas como “Castro-Chavismo”, “neocomunismo” o “infiltrados por el terrorismo”. La plataforma ha bloqueado y limitado la cuenta del político colombiano en al menos dos ocasiones.
330 años para salir de la pobreza
La historiadora y doctora en filosofía María Emma Wills subraya que en los años 20 y 30 del siglo pasado, en Sudamérica florecieron diversos movimientos populistas con figuras como Perón en Argentina o Getulio Vargas en Brasil. Un hecho que supuso cierta “pluralización” de la política, con partidos socialistas o de corte obrero. En aquellos días, en Colombia naufragó la que para muchos ha sido la única agenda social robusta propuesta desde el poder.
Su autor, el liberal Alfonso López Pumarejo (1934-1938), quiso implementar una reforma agraria que daba a la tierra una función social, pero “sectores de su propio partido, anclados en órdenes regionales muy conservadoras, no apoyaron el paquete de reformas y dejaron fracturado el partido”.
Diez años después, el 9 de abril de 1948, fue asesinado en pleno centro de Bogotá Jorge Eliecer Gaitán, caudillo populista del ala más contestataria y secesionista del Partido Liberal. Su proyecto, de aspecto socialista, supuso una gran amenaza para la oligarquía bipartidista y el magnicidio desembocó en un estallido conocido como el Bogotazo, una insurrección que aún es objeto de estudio como posible dinamo de conflictos posteriores.
La académica María Emma Wills dice que no solo no ha habido gobiernos progresistas, sino que tampoco se ha logrado concretar un solo proyecto liberal maduro y de largo plazo: “El último intento, quizás, ha sido el acuerdo de paz con las FARC (2016), pero el partido de Gobierno -el conservador Centro Democrático- se ha dedicado a aplazarlo y debilitarlo”.
País de élites
Gonzalo Sánchez, historiador y exdirector del Centro de Memoria Histórica, añade que se trata de una nación con pocos sobresaltos políticos: “Tenemos la impresión, debido a los hechos de violencia, de bordear siempre el precipicio. Pero al final no sucede nunca nada porque las élites han sido muy hábiles a la hora de mantener la tradición y el equilibrio”. El ejemplo más claro de lo anterior es un pacto de fraternal bipolaridad bautizado como Frente Nacional, diseñado y firmado entre Sitges y Benidorm.
Los líderes de los dos viejos partidos, Liberal y Conservador, acordaron alternarse el poder entre 1958 y 1974 como método más eficaz para apaciguar la violencia partidista que desangraba al país desde mediados de los 40. Para Sánchez, esas “medianías desde arriba” son una constante histórica. Las élites políticas de la derecha y el centro han sobrevivido a las grandes crisis haciendo algunas concesiones que les han permitido conservar el poder.
Una destreza que contrasta cada vez más con la sensación general de que faltan cambios profundos para atajar problemas en educación, justicia, igualdad o el mundo agrario. El historiador Jorge Orlando Melo sugiere que la cerrazón de las élites políticas y económicas ha bloqueado cualquier intento de examinar alternativas a un sistema socioeconómico que ha beneficiado a “banqueros, grandes empresarios y a las élites políticas”.
Desigualdad
Colombia es el país más desigual de la OCDE, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos a la que accedió el año pasado. Y un estudio de 2018 del mismo organismo señalaba que un niño pobre tardaría 330 años en salir de la pobreza, el equivalente a once generaciones (en Chile seis y en España cuatro).
Ya en los años veinte un veterano político equiparaba a la democracia local con un “orangután con sacoleva”. Se refería a una estructura doméstica injusta y represiva, camuflada por una apariencia estable a la hora de celebrar elecciones. Aquel ejercicio de equilibrismo ha dejado diferencias históricas con sus vecinos, como el hecho de tener una tradición civilista, o de no haber padecido largas dictaduras, ni incurrir en grandes descalabros económicos o financieros. A cambio, el país ha atravesado por un prolongado y sangriento conflicto armado, nutrido por el narcotráfico y profundos desequilibrios sociales (el 42,4% vive hoy en la pobreza).
“Se ha caído en una conservatización enorme de la política”, dice Gonzalo Sánchez, autor de Caminos de Guerra, Utopías de Paz (Colombia: 1948-2020). Y señala: “Se trata de una democracia que, en últimas, no se siente suficientemente exigida para hacer reformas necesarias”. Y María Emma Wills añade un elemento de estudio para comprender la solidez de un “núcleo conservador muy cohesionado”: el Concordato firmado entre el Vaticano y el Estado colombiano en el siglo XIX y que, de forma excepcional en el continente, se mantuvo casi inalterado hasta 1993.
Durante un siglo la Iglesia dominó la educación pública y sus miembros estaban exentos de ser investigados por el sistema penal ordinario. Según Melo, se ha trenzado “un modelo de convivencia electoral, democrático, a veces tramposo, muy clientelista, que nunca se ha atrevido a poner en cuestión, por ejemplo, un proyecto económico bastante desigual”.
Desde los años 60 la economía colombiana ha tenido cifras estables, de lento pero constante crecimiento. En principio guiada por los postulados proteccionistas de la Cepal (Comisión Económica para América Latina y el Caribe), a partir de los 90 tomó el rumbo de una apertura neoliberal ortodoxa.
La economista y política Cecilia López Montaño recuerda que si bien la gestión económica nunca tuvo como objetivo luchar contra la desigualdad, con la política de los 90, la inequidad se desbocó, el gasto público se redujo y la concentración del poder tradicional se acentuó aún más.
Hoy el nivel de concentración de la tierra rural, según el índice Gini, es del 0,89: “El número 1 sería concentración total. Es vergonzoso”, dice.
Todos quieren en el centro
Una frase popular rezaba que la única diferencia entre los políticos conservadores y liberales era que mientras unos iban a misa en el servicio de la mañana, los otros lo hacían en el de la tarde. Los linderos ideológicos no han sido tan nítidos como sus nombres de pila lo sugieren. El sociólogo y profesor de la Universidad de Yale Fernando Guillén Martínez escribía en los 70 que, con “excepción de sus pugnas por el control presidencial y de la administración pública”, los dos partidos tradicionales “no parecían en absoluto divididos en cuanto a sus opiniones sociales y económicas”.
Hoy el panorama se ha desmembrado en un puñado de partidos que cambian de nombre conforme la fórmula se agota. Integrados por remanentes de las dos viejas formaciones, ahora muy desprestigiadas, sus actores tratan de ajustarse a los nuevos tiempos con nombres como el gobernante Centro Democrático, o el Partido de Unidad Nacional, del ex presidente Juan Manuel Santos. O el movimiento Pacto Histórico, de Gustavo Petro. Una serie de nombres que añaden a la confusión: “Desenmascarar las ideologías de los partidos políticos en Colombia nunca ha sido fácil. Hoy lo es menos”, sostiene Cecilia López.
Para María Emma Wills, en todo caso, sería injusto desconocer que existe una sociedad civil “supremamente vital”, con círculos académicos progresistas y movimientos sociales que exigen cambios. “Lo que sucede”, señala Wills, “es que el sistema político ha sido incapaz de representarlos. Hay un nudo en la representación política de un país vibrante”.
Jorge Orlando Melo coincide y se muestra cauto a la vez. No cree que la maquinaria tradicional vaya a dejar que el péndulo abandone la derecha. La apertura de la democracia aún puede tardar: “Mientras a los sectores populares se les garanticen unos subsidios básicos y a las élites no las incomoden con impuestos directos más altos, el sistema seguirá andando con todas sus falencias e inconsistencias”, dice Melo, autor de Historia mínima de Colombia.