Una de las funciones fundamentales de las conspiraciones es la de crear enemigos. Como en cualquier película o novela de acción, la talla del héroe es proporcional a la de su némesis. Si hay que jugarse el tipo por salvar el mundo, mejor enfrentarse a Fu Manchú que a Gargamel. Pero si encima ese enemigo no existe, miel sobre hojuelas: no entraña ningún peligro y se pude redefinir en función de las necesidades del relato.
La figura de enemigo imaginario no la inventaron los amantes de los platillos volantes —los Illuminatis son un claro antecedente—, pero la depuraron hasta convertirla en un signo de identidad. La ufología es el estudio de los ovnis, pero también un movimiento contracultural que nace de la literatura pop, el anticomunismo de la posguerra mundial y los avances tecnológicos de la era nuclear. Y como toda corriente cultural necesita de héroes y villanos para identificarse. Los Hombres de Negro jugaron ese papel.
Una vez más, la conspiración apareció cuando más se le necesitaba y se adaptó como un guante a los miedos de la época, en la enésima comprobación de que el órgano crea la necesidad. La amenaza que se cernía sobre el investigador de lo extraterrícola no solo validaba el objeto de su estudio, sino que le situaba en una posición de superioridad con respecto a esos escépticos que no acaban de entender qué necesidad tenía una civilización avanzada, sita en el quinto pino cosmológico, de venir a la tierra a abducir una vaca o a aparecérsele al conductor de un tractor. Si alguien quería silenciar a los ufólogos era lógicamente porque tenían algo que decir y se estaban acercando peligrosamente a la verdad.
La creencia en los Hombres de Negro, como casi todo en la conspiración, cristalizó como reflejo de la ansiedad de la época y como reflejo de la desconfianza hacia el gobierno. Así se entiende que cuando, en 1968, la Universidad de Colorado realizó el Informe Condon —el mejor estudio sobre el fenómeno ovni realizado hasta la fecha—, destacó que solo el 48% de los americanos creían que los platillos volantes eran reales (independientemente de su origen), pero los que pensaban que el gobierno ocultaba algo sobre este tema ascendía al 73%.
El que calla, otorga
Cuando los MIB se sumaron al folclore ufológico, la idea de que el gobierno americano ocultaba datos ni era nueva ni estaba del todo desencaminada. Aunque la ufología clásica nace el 24 de junio de 1947 con el llamado Caso Arnold, la creencia de que esas naves provenían del espacio exterior no se haría popular hasta la publicación de The Flying Saucers Are Real (1950), del veterano piloto Donald Keyhoe. El libro convenció a cientos de miles de americanos de que estaban siendo visitados por seres de otros planetas y, sobre todo, de que el Gobierno sabía más de lo que contaba.
En realidad, Donald Keyhoe solo iba medio desencaminado: los marcianos no estaban visitando la Tierra, pero el Gobierno sí que ocultaba datos ya que creía que podría ser tecnología de un país enemigo. En 1953, cuando a instancias de la Compañía se creó un grupo de trabajo liderado por el matemático del CalTech Howard P. Roberston, la Agencia se pasó años negando su relación y ocultando partes del informe. Con el tiempo, también reconoció que manipuló información para ocultar la existencia de proyectos secretos como el SR-71 (también conocido como Blackbird) o el avión espía U-2. Hubo ocultación y manipulación, aunque no la que algunos creían.
Los ufólogos también pueden citar algunos casos que la propia CIA reconoció en el mil veces citado artículo del historiador Gerald K. Haines de 1999. Seguramente hubo más, pero nada que haga pensar en una campaña diseñada para intimidar a los ufólogos. Pero el problema de fondo es que aunque el Gobierno hiciera un ejercicio de transparencia —sobre todo entre 1951 y 1953— cuando el capitán Edward James Ruppelt se encargó del llamado Libro Azul, la desconfianza no disminuía. Desde el punto de vista de las relaciones públicas, era la pesadilla que se mordía la cola: ningún informe podía encontrar pruebas de lo que no existía, así que para los creyentes cualquier cosa que no fuera darles la razón implicaba encubrimiento. Los conspiranoicos siempre han sido muy de empezar sus razonamientos por las conclusiones. Entre reconocer que se equivocaban y ponerse la medallita, los ufólogos optaron por lo segundo para no defraudar.
Sabían demasiado
Si a alguien hay que atribuirle el mérito de haberlos lanzado al estrellato a los MIB, nadie merece más ese reconocimiento que Gray Barker, autor de They knew too much about flying saucers (1956). Para hablar de Baker (y de su gran amigo James Moseley) hay que lavarse la boca: nadie se lo pasó jamás tan bien inventándose historias sobre platillos volantes, ni nadie consiguió que tanta gente se las tomara más en serio.
En They knew too much… Barker retomó dos historias sobre las que construyó el mito. La primera fue el llamado Incidente de la Isla de Maury, un fraude anterior al famoso caso Roswell desmontado por el FBI. La historia iba de unos fragmentos de ovni recuperados por un par de tipos, uno de los cuales —Harold Dahl— aseguraba que un miembro de una extraña agencia del gobierno, vestido de negro, había entrado en contacto con él para aconsejarle que no contara nada. Lo curioso, algo que se convertiría en parte importante del ritual: los misteriosos agentes amenazaban al testigo con represalias en caso de hablar, a este le falta tiempo para irse de la lengua pero luego no pasaba nada.
Pero la parte más importante de They knew too much…, la que de verdad sentó el mito, era una historia casi olvidada de Albert K. Bender, fundador en 1952 de la International Flying Saucer Bureau (IFSB), una de las primeras asociaciones ufológicas de EEUU. En verano de 1953, Bender anuncio que en el número de octubre de su revista Space Review daría a conocer la verdad sobre los platillos volantes. Pero llegado el día, lo que publicó fue un anunció diciendo que ‘alguien’ les había advertido que no abrir la boca y aconsejaba «a lo que estén vinculados a la investigación ovni que tengan mucho cuidado». Bender contó a un periódico local que había sido visitado por tres misteriosos personajes vestidos de riguroso negro y que viajaban en un viejo Cadillac del mismo color. Al parecer, formaban parte de alguna extraña agencia del gobierno, pero poco más añadió. Cerró la paraeta y no volvió a saberse más de él hasta que Barker publicó su libro.
El libro de Baker añadió nuevos elementos. Aquellos extraños visitantes tenían rasgos asiáticos (o gitanos); gafas de sol parecían ocultar unos ojos que brillaban; una peculiar forma de hablar (una voz metálica y como si les faltara el aire) y más que andar, parecía que flotaban. No parecían agentes del Gobierno sino algo más, probablemente extraterrestres intentando ocultar su presencia en la Tierra. Si el mito cuajó es porque no hay disparate que la ufología menos seria (no hay que exagerar, solo representa el 99,99% del total) no sea capaz de tragarse.
El resto de la leyenda de los MIB está escrito con letras de oro en la historia del disparate. En 1969, Baker convenció a John C. Sherwood (un joven de 18 años al que había publicado su primer libro) para que mandara cartas a diferentes revistas del gremio haciéndose pasar por un esquivo científico llamado Richard H. Pratt. En sus misivas, desvelaba que los misteriosos agentes eran viajeros espacio-temporales y que pertenecían a una organización conocida como B.I.C.R. y que se llamaban William A. Gautier, Thomas Harper y R. James Kipling. Curiosamente —o quizás no tanto— a medida que Baker iba modificando su versión sobre los Hombres de Negros, los testimonios de los ufólogos evolucionaban a la par. Con el tiempo, hasta hubo Mujeres de Negro.
Pero sin duda, el gran logro de Baker fue el mítico troleo que sometió al escritor John Keel, una leyenda del circuito ufológico de la época que había trabajado para revistas como Playboy. Es cierto que Keel —que acuñó el acrónimo de MIB— era mucho mejor escritor que la media, pero sus teorías solían superar con creces el nivel de lo ridículo. No había fenómeno paranormal que no defendiera.
Un día que Baker y su amigo Mosley iban como las Grecas —algo habitual en ellos— decidieron gastarle una broma telefónica a Keel. Baker llamó a Keel haciéndose pasar por sí mismo, y fingiendo una voz metálica, llegó a convencerle de que había sido sustituido por un robot y que él sería su próximo objetivo. Keel se tragó cebo, anzuelo, sedal y caña y durante meses vivió convencido de que era el objeto de una misteriosa conspiración para quitarle de en medio.
Es difícil saber hasta que punto los MIB influyeron en el relato ufológico. Probablemente si Lowell Cunningham y Sandy Carruthers no hubieran publicado en 1990 el cómic que inspiró la serie Expediente X o la famosa película de Barry Sonnenfeld (1997), protagonizada por Tommy Lee Jones y Will Smith, nunca hubieran tenido la fama que les acompaña. En todo caso, sí que han demostrado su poder como metáfora del enemigo necesario para que una conspiración funcione y defina el marco cultural en el que se desarrolla.