Una forma sencilla aunque no infalible de ganar unas elecciones es corregir los errores de los que te precedieron. Es lo que hizo Joe Biden y lo que le ha dado la presidencia de Estados Unidos. Hillary Clinton perdió los comicios de 2016 por su derrota en tres estados que habían votado a demócratas en elecciones presidenciales desde principios de los años 90: Pennsylvania, Michigan y Wisconsin. Fueron los que desequilibraron la balanza en favor de Donald Trump por una suma total de sólo 77.000 votos. Su campaña no les prestó la atención suficiente y prefirió volcar muchos esfuerzos en lugares como Florida y Ohio para arrebatarlos a los republicanos y asegurar la victoria por una amplia diferencia. Biden no cometió ese error. En una campaña en la que ni la pandemia ni su edad le permitían multiplicar su presencia por el país, fue a lo seguro: revertir el resultado de cuatro años atrás centrándose en el origen de la catástrofe demócrata de entonces.
Su perfil personal justificaba su apuesta. Biden había sido senador de Delaware durante 36 años, pero nació en Scranton, Pensylvnnia, en una familia católica en la que el padre trabajaba como vendedor de coches. Antes de conseguir estabilidad económica, los Biden lo pasaron mal y tuvieron que vivir durante años en la casa de los abuelos maternos del ahora presidente. Desde muy pequeño fue consciente de las penalidades económicas por las que se podía pasar en el Medio Oeste de EEUU cuando la situación económica del país era mucho mejor.
En su carrera política, Biden tuvo éxito al relacionarse con votantes de esa zona de EEUU. Si bien un político católico nunca iba a formar parte del establishment del país, al poco de convertirse en senador con sólo 30 años descubrió que se le daba bien atraer el interés de los votantes de clase trabajadora que habitualmente no mostraban un apego especial por los políticos de Washington.
Su historia personal le ayudaba a ser respetado. En diciembre de 1972, Neilia Biden, su primera mujer, iba en el coche junto a sus tres hijos cuando fue embestida por un camión. Murieron ella y la hija pequeña. Biden acababa de ganar sus primeras elecciones al Senado. Juró el cargo ante el secretario del Senado en la habitación del hospital donde aún estaba internado uno de sus otros dos hijos heridos. Durante años, siguió viviendo en Delaware para estar cerca de sus hijos y viajando cada día en tren a Washington cuando había sesión en el Senado.
Biden fue candidato presidencial en 1988 y 2008. No tuvo ninguna posibilidad de ganar en ambas ocasiones. Parecía el típico candidato sin carisma para convencer en unas elecciones nacionales. En 2020, se centró en ese terreno del Medio Oeste que conocía bien y no se dejó impresionar por los análisis y proyecciones que decían que podía ganar en Texas, asegurando su victoria de un plumazo, o en estados propicios como Arizona, Carolina del Norte y Georgia. Comenzó y terminó la campaña en Pennsylvania. Visitó Wisconsin tres veces, lugar que Clinton había ignorado. A la hora de repartir los fondos, los empleó donde estaban sus prioridades. Gastó 169 millones en los tres estados clave que le interesaban, y 57 millones en Texas y Arizona.
Biden sí visitó Arizona y Georgia, pero envió a su candidata a vicepresidenta, Kamala Harris, a Texas. No malgastó su tiempo en una meta que luego se confirmó que estaba muy lejos de sus posibilidades (perdió en Texas por más de 600.000 votos).
Un sondeo de CNBC en septiembre arrojó un veredicto desolador sobre las capacidades de Trump y Biden, en opinión de los encuestados. Un 55% dijo que Trump no tenía las condiciones mentales apropiadas para ser presidente. Un 51% pensaba lo mismo de Biden. Al menos, un 57% creía que el ahora presidente electo sí estaba en las condiciones físicas adecuadas. En parte, esas opiniones se debían a la brutal polarización de la política norteamericana y al hecho de que Trump se ocupó durante un tiempo de burlarse de la edad y estado mental de su rival al que apodaba de forma constante “Sleepy Joe” (Joe el soñoliento). Lo que no es muy distinto de lo que los demócratas han dicho de Trump en algunos momentos de su mandato.
Es cierto que Joe Biden, de 77 años, no es el que era. No parece el político enérgico y extrovertido que fue a lo largo de su carrera como senador, ni siquiera el vicepresidente despierto que echaba una mano a Barack Obama en lo que se le asignara. Su tono de voz es más apagado. Sus respuestas en las entrevistas casi nunca son ya tan imaginativas como en el pasado.
Eso tenía algunas ventajas, porque años atrás se había hecho famoso por algunas metidas de pata o lapsus verbales que sus asesores debían corregir rápidamente. En 2020, iba siempre sobre seguro.
En una ocasión, resucitó el Biden con pegada con resultados no del todo alentadores. A cuenta de unas declaraciones un tanto ofensivas de Trump que reclamaba que Biden se atreviera a hacer un test cognitivo, un periodista se lo preguntó directamente. “No, no he hecho ese test. ¿Por qué coño debería hacer ese test? Vamos, hombre. Es como si a ti te hicieran una prueba de cocaína antes de hacer este programa. ¿Eres tú un drogata?”. Sonó brusco e irascible, aunque relajó la tensión con unas risas. Luego se trabó con la palabra 'fitness' para terminar de arreglarlo.
En un plano más personal, Biden tenía una misión básica al inicio de la campaña. Llegar vivo al día de las elecciones. No tener problemas serios de salud. No contagiarse de Covid, lo que hubiera sido preocupante en una persona de su edad. Lo consiguió al precio de restringir sus desplazamientos. Un candidato que quiere desbancar a un presidente está obligado a patearse medio país, coger aviones cada día y acercarse a la gente en recintos cerrados. No es algo que aconsejaría un médico durante una pandemia.
Es por eso que se publicaron muchos artículos en los que se cuestionaba su decisión de reservar sus apariciones en la primavera a intervenciones a través de videoconferencias desde el sótano donde tiene el despacho en su vivienda. En la campaña, sus viajes más frecuentes fueron a los estados más cercanos a su casa de Delaware, precisamente los que más le interesaba ganar.
Mientras Trump multiplicaba sus actos y terminaba contagiándose de Covid –lo mismo que les ha pasado a varios de sus colaboradores–, Biden mostraba prudencia y responsabilidad limitando al mínimo los actos públicos. Dejando claro que no quería poner en peligro a nadie, ni a sus asesores ni a los asistentes a los mítines.
Doble acierto: no enfermar y dar prioridad a los viajes imprescindibles, a aquellos que podían darle la presidencia. Su médico estará contento. Sus votantes, aún más.