El maremágnum de nombres y siglas que rodea a la Unión Europea (UE) puede acabar confundiendo sobre lo que se ha visto esta semana en Granada. En dos días sucesivos se ha celebrado la tercera reunión de la Comunidad Política Europea y un Consejo Europeo, todo ello con España como anfitriona al ostentar la Presidencia del Consejo de la UE.
Y la primera impresión que se extrae como balance de lo acontecido es que han sido reuniones con más continente que contenido, en el marco de una extraordinaria apuesta española por transmitir su imagen al mundo, haciendo marca España en el mejor sentido del término.
A partir de ahí, el análisis de lo visto nos lleva a entender que la Comunidad Política Europea (CPE) es un cascarón todavía por rellenar. Aparentemente, desde su arranque en mayo de 2022, es un reflejo de esa Europa que todavía está por definir en clave política y geográfica. En la práctica, es un invento francés para visibilizar la soledad de Rusia en el contexto de la guerra en Ucrania. Además de ese objetivo, su principal impulsor, Emmanuel Macron, buscaba también establecer una especie de alternativa a la integración en la UE para países que, como Turquía, difícilmente van a convertirse en miembros, pero con los que interesa mantener vínculos especiales.
Al igual que ocurrió en las dos cumbres de la CPE previas a la de Granada (Praga y Bulboaca), no cabe identificar un solo resultado plasmado en un acuerdo o pacto, sin que eso le reste valor como foro de concertación de posiciones sobre el apoyo a prestar a Ucrania.
En esta ocasión la convocatoria se ha realizado con la idea de que los Veintisiete y los principales mandatarios de otros 17 países pudieran compartir sus opiniones sobre “los retos del futuro para la región”. Y ante la falta de resultados concretos, lo más llamativo ha sido la presencia del presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, apremiando a sus interlocutores a mantener la unidad en el apoyo a Kiev y a suministrar más material militar para poder frenar la previsible campaña artillera rusa del próximo invierno.
En cuanto a las ausencias, la más notable ha sido la del presidente azerí, Ilham Aliyev, seguramente consciente de las críticas que iba a recibir por su brutal agresión a la población armenia de Nagorno Karabaj, en un gesto que genera muchas dudas sobre la posibilidad de que Ereván y Bakú puedan firmar un acuerdo de paz a corto plazo.
El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, también decidió quedarse al margen, tanto por evitar el mal trago de soportar acusaciones de alineamiento militar con Azerbaiyán –en lo que sólo cabe calificar como limpieza étnica armenia–, como por mostrar su rechazo al intento francés, y de otros, de acomodar a Turquía en una instancia que no satisface sus aspiraciones en Europa.
En cuanto al Consejo Europeo, su carácter informal ya evidenciaba que todo quedaría en el plano de las discusiones para ir aunando voluntades no siempre coincidentes en materias tan peliagudas como el apoyo a Ucrania, la ampliación y la política migratoria y de asilo.
De momento cabe entender que se mantiene a grandes rasgos el respaldo económico y militar a Kiev. Pero a nadie se le puede escapar que esa imagen de unidad, que el mandatario húngaro Viktor Orbán pone habitualmente a prueba, se verá aún en más apuros con la entrada en escena del posible nuevo primer ministro eslovaco, Robert Fico. Una tendencia que hará cada vez más difícil aprobar nuevas sanciones a Moscú, mantener el apoyo para evitar el colapso militar y económico de Ucrania y establecer un programa de reconstrucción en su caso.
Ampliación: ¿Qué países y cómo?
Por su parte, el debate sobre la ampliación de la UE (incluyendo a Ucrania) está ya lanzado, con posiciones todavía divergentes. La idea de aumentar el tamaño del club comunitario parece clara, pero todavía queda mucho camino por recorrer hasta definir qué países pueden convertirse finalmente en miembros y cuál es el proceso más idóneo.
Y si en el primer caso hay ya nueve potenciales candidatos en situaciones muy diversas de estabilidad política y de desarrollo económico (desde los Balcanes al Cáucaso), en el segundo caso no hay todavía un consenso claro sobre si es necesario primero modificar las reglas de juego para hacer gobernable una UE de 36 miembros –eliminando, por ejemplo, la regla de la unanimidad para pasar a mayorías cualificadas según los temas a decidir– o si conviene ir abriendo la puerta a quienes ya estén mejor preparados.
Sea cual sea la decisión que se quiera adoptar, no es difícil adivinar que habrá muchos problemas para acercar posiciones y nada indica que en Granada se haya avanzado mucho.
Por último, se ha querido presentar como un éxito de la reunión el desbloqueo del pacto migratorio que llevaba atascado desde hace años. Y, si bien es cierto que la diplomacia española ha logrado que se haya dado ese paso, eso no lo convierte necesariamente en una buena noticia en cuanto se examina su contenido. Además, Polonia y Hungría ya amenazan con matar el acuerdo incluso antes de su nacimiento formal.
En primer lugar, hay que recordar que dicho pacto se refiere a un reglamento que, junto con otros tres, pretende actualizar la estructura de la política de la UE en materia de migración y asilo. Un conjunto de medidas que todavía tienen que pasar por otras instancias comunitarias antes de convertirse en definitivas (sin olvidar tantos casos en los que después algunos gobiernos se niegan a cumplir lo acordado).
Pero es que, además, para poder llegar hasta aquí se ha optado por asumir las posturas de los Gobiernos más duros en materia migratoria, como Italia. O, lo que es lo mismo, se refuerza la posibilidad de que lo que finalmente se apruebe sea un endurecimiento que conlleve más violaciones de los derechos humanos y más criminalización de quienes se decidan a salvar vidas en peligro por razones puramente humanitarias.
En definitiva, un éxito de la marca España, pero sin muchas alegrías.