La segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Irán ha deparado la victoria inapelable de Masud Pezeshkian. Un político prácticamente desconocido tanto en el interior como en el exterior del país hace tan solo dos meses, al que muchos medios han colocado de inmediato las etiquetas de moderado y reformista, dando por supuesto que su llegada supondrá un significativo cambio en la orientación política de Irán. La historia reciente y la estructura del poder en Teherán no permiten imaginar que algo así vaya a suceder.
En primer lugar, conviene recordar que el presidente es tan solo el primer funcionario del país, encargado fundamentalmente de gestionar los asuntos públicos a partir de las directrices emanadas de las verdaderas fuentes de poder, con el líder supremo de la revolución, Alí Jamenei, a la cabeza. Su margen personal de maniobra es muy limitado, tanto en política interior como exterior; más aún en un contexto en el que todas las instancias del poder legislativo y judicial, además del militar (con los pasdarán incluidos) están en manos de los denominados principalistas, guardianes a ultranza de las esencias del régimen instaurado en 1979 por el ayatolá Ruhollah Jomeini. Basta con mencionar los casos de otros presidentes como Mohammad Jatamí (1997-2005) y Hasán Rohaní (2013-2021), también calificados en su momento como reformistas, para entender las enormes limitaciones con las que se puede encontrar Pezeshkian en el caso hipotético de que tuviera verdaderas pretensiones de cambiar el statu quo vigente.
Por otro lado, también interesa insistir en que el que se convertirá en el noveno presidente del actual régimen no es un recién llegado a la escena política desde fuera del sistema. Por el contrario, ha sido parlamentario desde 2008 y ministro de sanidad (2001-2005), posiciones a las que nunca habría llegado si el Consejo de Guardianes hubiera considerado que era un desafecto al régimen de velayat-e-faqih que viene imponiendo su rigorista versión del islam chií desde hace 45 años. Eso indica que ha pasado los filtros que dicho Consejo aplica a todos los que pretenden ocupar posiciones de poder en el terreno político. El mismo Consejo que, en su defensa del orden establecido, ha dejado fuera de la carrera presidencial a más de setenta potenciales candidatos, permitiendo solamente participar a los que consideraba, sin ningún género de dudas, que no pondrán en peligro la pervivencia del régimen.
Un régimen que ha sabido jugar muy bien sus cartas, consciente del creciente descontento con la situación en la que se encuentra la mayor parte de la población. Así, tras haber absorbido el impacto de la más baja participación en la primera vuelta en toda la historia de la República Islámica de Irán- apenas el 40% de los potenciales votantes se acercaron a las urnas el pasado 28 de junio-, ahora, aunque solo fuera para cerrar el paso a un ultraconservador como Saeed Jalilí, ha logrado llegar hasta el 50%. Eso le ha servido al régimen para salvar la cara, empeñado en demostrar que no hay un cuestionamiento de las reglas de juego impuestas por Jomeini, y a los votantes para evitar una deriva que podría suponer aún más rigorismo en sus vidas diarias y más aislamiento internacional; o, lo que es lo mismo, más dificultades para satisfacer sus necesidades básicas.
De ahí a suponer que Pezeshkian va a lograr un cambio significativo en las condiciones de vida de los 88,5 millones de iraníes media un abismo que nada permite suponer que va a lograr salvar. En el ámbito interno solo cabe esperar, en el mejor de los casos, una relativa permisividad en política social, especialmente en lo que atañe a las normas de vestimenta que tan abiertamente castiga a las mujeres que se atreven a desafiar las reglas de los ayatolás. En el exterior, queda por ver hasta dónde puede llegar en su declarada intención de retomar la senda del dialogo en relación con el controvertido programa nuclear, sabiendo que las sanciones internacionales no llegan a ahogar al régimen, pero castigan directamente a una población que sufre las consecuencias de una política desafiante de la que Irán apenas obtiene beneficio alguno.
Menos aún cabe esperar un cambio real en la estrategia iraní de echar mano de los peones regionales que ha ido alimentando durante años- desde Hizbulah hasta Hamás, pasando por las milicias que apoya en Siria e Irak- como bazas de retorsión ante cualquiera (es decir, Israel, Estados Unidos y Arabia Saudí) que pretenda el derribo del régimen. Como tantas otras cosas, ese es un terreno en el que Pezeshkian apenas va a tener voz, frente a la visión que Jamenei y el poderoso Cuerpo de Guardianes de la Revolución Islámica de Irán vienen imponiendo desde hace años. Y lo mismo cabe decir en relación con el creciente alineamiento iraní con Rusia y China, cada vez más importantes en el intento de aliviar el castigo que Occidente (liderado por Washington) viene aplicando desde hace años con el apenas indisimulado intento de provocar el colapso del régimen desde dentro, agravando el descontento que el castigo recibido provoca en el conjunto de la población.
Poco tiene que envidiar, en definitiva, el modelo iraní a la hora de articular aparentes salidas lampedusianas a los cuellos de botella que él mismo genera al que en el mundo católico lleva supuestamente al Espíritu Santo a iluminar a los cardenales para que elijan al sucesor de San Pedro que más convenga en cada momento para garantizar en última instancia la pervivencia del régimen.