- Este texto es un extracto del tercer capítulo del libro Marruecos, el extraño vecino de Javier Otazu, a la venta desde el 9 de septiembre
Un día de abril de 2012, una niña de 16 años puso fin a su vida ingiriendo matarratas mientras estaba sola en su casa de un poblado rural del norte de Marruecos. No soportaba la vida después de haber sido violada por un vecino un año atrás y luego obligada a casarse y convivir con él. El hombre, que era diez años mayor, la maltrataba diariamente y ella había huido del hogar conyugal en varias ocasiones para buscar refugio en casa de sus padres, para terminar siempre volviendo a los brazos de su enemigo.
Se llamaba Amina Filali. Su vida había sido un infierno; su muerte la hizo famosa en el mundo entero, convirtiéndola en protagonista de debates parlamentarios y hasta de una película.
Aquel suceso puso sobre la mesa ante Marruecos y ante el mundo la ignominia de una ley en el Código Penal marroquí (la 475) que permitía a un violador escapar al castigo si accedía a casarse con la víctima. El suicidio de Amina y la propia existencia de aquella ley sublevaron al país entero y los acontecimientos dieron la vuelta al mundo. El mismo ministro de Comunicación, Mustapha Khalfi, un hombre que nunca tenía nada que decir, obsesionado por proteger la imagen de su país, se expresó esta vez de forma enérgica y clara. Khalfi dijo que Amina Filali había sido violada dos veces: una, en un bosque; la segunda, cuando se vio forzada a desposar a su verdugo.
La casa de Amina Filali está en Khemis Sahel, una localidad rural de la región de Larache, en el antiguo protectorado español. Una región agrícola, donde se producen casi todas las fresas que se exportan fuera de Marruecos, donde las cuadrillas de jornaleros agrícolas van al campo apiñados en remolques por caminos de tierra y baches por salarios que no superan los 5 euros al día y donde, por increíble que parezca, a solo 100 kilómetros de Europa en línea recta, hay bolsas de población “no declarada” ante la Administración que carecen de documentos escritos. Son familias en las que nacen niños que no se inscriben en el Registro Civil por los gastos que esto supone, lo que significa que esos niños no pueden ir a la escuela, no podrán casarse legalmente, no podrán heredar la tierra ni establecer ningún tipo de documento administrativo porque, para el Estado, no existen. En este medio, muy atrasado —incluso para los parámetros marroquíes—, las niñas abandonan pronto la escuela para trabajar en la tierra o en la casa, y se consideran casaderas cuando alcanzan la pubertad.
Fue en este medio atenazado por la pobreza y las tradiciones en el que Amina fue un día forzada por un vecino en la espesura de un bosque. Tras conocerse el atropello, llegó el escándalo a la aldea, en la que todos los vecinos conocían al joven y conocían a la niña. ¿Qué hacer?
Un juez de Larache, la capital de la región, se encargó de convencer a los padres de Amina para que entregaran a su hija en matrimonio al agresor, que afortunadamente era alguien conocido, como mejor modo de echar tierra sobre el asunto y salvar así el buen nombre de la familia. La madre de Amina contaría más tarde que ella misma se resistía, pero que la presión del juez fue insistente, haciéndole ver que era la mejor salida. Los jueces, en Marruecos, son con frecuencia muy conservadores y se preocupan antes por la moralidad y el honor que por los derechos más básicos de las personas. Son los jueces los que aplican con más ahínco las leyes más lesivas con los derechos o los que interpretan con criterios restrictivos otros artículos cuya redacción permite una amplia discrecionalidad.
Y es que los padres de Amina tuvieron que volver sobre los hechos de la tragedia ante los periodistas, las activistas feministas y hasta unos cineastas que rodaron un documental de denuncia contando los hechos (475: Cuando el matrimonio se convierte en castigo, de Nadir Bouhmouch). Su madre recordó las abundantes ocasiones en que Amina había tratado de regresar a la casa paterna huyendo de las palizas que le propinaba su marido, pero los padres la convencían para que regresara con él porque ya era su esposa y el abandono del hogar sería de nuevo otra vergüenza. Amina comprendió que ya no tenía un lugar al que regresar. No aguantó más, compró en el mercado un frasco de veneno y se lo bebió hasta morir.
Los padres de Amina eran dos campesinos muy humildes, que raramente levantaban la mirada. En aquella primavera de 2012, la desgracia los hizo famosos: recibieron a equipos de televisión en su poblado, portaron pancartas en manifestaciones organizadas por feministas y ofrecieron ruedas de prensa empujados por asociaciones de derechos infantiles. Visiblemente sobrepasados por la repercusión de los hechos, aquellos dos campesinos no terminaban de digerir sus desdichas, obligados a regresar una y otra vez a los hechos que llevaron a su hija al suicidio, unos hechos de los que confusamente se sentían culpables y víctimas.
Avergonzados por descubrir una ley que permitía a un violador desposar a su víctima, los partidos políticos se pusieron manos a la obra para eliminarla del Código Penal. El consenso de la clase política y de la sociedad civil era en este caso total, pero incluso así hicieron falta casi dos años de procedimientos parlamentarios para llevar la cuestión al orden del día, votarla en comisión y luego en pleno. Finalmente, una lluviosa tarde de enero de 2014, la Cámara de Representantes eliminó la vergonzosa ley 475 que había estado vigente cincuenta años. Las diputadas que intervinieron en aquella sesión recordaron que esta ley era solo una de tantas que tienen a la mujer desprotegida. Sin embargo, en el momento de la votación, un momento histórico, la mayoría de diputados ya se habían retirado y solo quedaban en la sala sesenta parlamentarios, una sexta parte del hemiciclo.
Un Código Penal liberticida
La noticia del suicidio de Amina había sacado a la luz varios problemas de golpe: el matrimonio de las niñas menores de edad, la impunidad de las agresiones sexuales, el terrible peso del honor en un Marruecos rural con frecuencia olvidado por las elites y la complicidad de los jueces a la hora de interpretar y aplicar las leyes.
El Código Penal es el ejemplo más claro: promulgado en 1962, solo seis años después de la independencia de Marruecos, responde a una época y una mentalidad muy conservadora y represiva. Está encabezado por los supuestos de “atentado contra el rey y la familia real” (13 artículos) y recoge numerosos artículos sobre el terrorismo, la rebelión y la seguridad del Estado. Hay 33 delitos castigados con la pena de muerte, y aunque no hay ejecuciones desde 1993, cada año se dictan una decena de sentencias con la pena máxima. En el texto hay un apartado entero de 56 capítulos dedicado a proteger “el orden familiar y la moralidad pública”, en el que se incluyen subapartados como la defensa de “las buenas costumbres” o “la corrupción de la juventud”. El texto sirve también para castigar en ocho artículos “la mendicidad y el vagabundeo”, o para proteger el islam en otro apartado llamado “infracciones a la libertad de culto”, que recoge castigos por no practicar el ayuno en ramadán, por ejemplo.
Se ha calificado al Código Penal de liberticida, patriarcal, reaccionario y represivo, y de que está “más preocupado por proteger el honor de las familias que por la prevención de las violaciones y los abusos”, como sostiene la socióloga Hakima Fassi Fihri. La investigadora Asma Lamrabet, cabeza visible en Marruecos del llamado “feminismo islámico”, sostiene que hay que “descolonizar” el Código Penal, pues está “cargado de residuos del código napoleónico”, heredados de una colonización que, si bien ya no existía en el Marruecos independiente, pesaba todavía en la mentalidad de los juristas que redactaron su texto.
A veces por el lenguaje deliberadamente vago o ambiguo (como la calificación de “actos obscenos”) o por la persistencia de una ley desfasada (como la que castiga el adulterio), el Código Penal permite una gran discrecionalidad en su aplicación. Por si no fuera suficiente, hay leyes específicas fuera del mismo código que castigan teóricamente actos que se perpetran a diario en la sociedad, como beber alcohol o fumar hachís. La prohibición de “vender alcohol a un musulmán” fue establecida en una ley de 1967, y desde entonces es infringida a diario en hoteles, restaurantes o aeropuertos, sin la menor consecuencia para los infractores, salvo cuando existe otro delito asociado: entonces suele aplicarse la pena como agravante. ¿Qué decir del consumo de hachís en el mayor país productor del mundo? La prohibición de la siembra del cáñamo indio, su transformación, venta y consumo data de 1954, pero eso no ha impedido que 90.000 familias del norte del país vivan de su cultivo o que el hachís sea la droga más consumida por la juventud (más incluso que el alcohol) en cualquier barrio de Marruecos. La lógica en este caso es la misma: tanto el cultivo como el consumo se castigan de forma aleatoria, unas veces sí y otras no, dependiendo únicamente de la voluntad de la policía y de los jueces, o de las instrucciones que estos hayan recibido. El hecho de que leyes así continúen formando parte del arsenal legal marroquí responde a una clara lógica: son un arma perfecta de control ciudadano. El periodista Ali Lmrabet, que tras diez años de prohibición de ejercicio del periodismo trataba de reabrir un medio satírico, lo explicaba así: “Como no soy bebedor ni consumo drogas, como no soy adúltero, ya no saben qué inventar contra mí”. Inventaron entonces que no residía en Marruecos y le negaron la renovación de sus documentos, hasta que se declaró en huelga de hambre y las autoridades tuvieron que ceder y expedirle sus documentos de identidad.
Entre 2010 y 2015, cuando el Código Penal ya había cumplido 50 años, quedó en evidencia en múltiples ocasiones que el texto había quedado desfasado. La presencia de los islamistas en el Gobierno multiplicaba las polémicas sobre la necesidad de abolir las leyes que criminalizaban la homosexualidad, el adulterio, el aborto, el impudor o la ruptura del ayuno, unas disposiciones que contribuían a que Marruecos fuera constantemente señalado con el dedo en cada informe internacional sobre el estado de las libertades en el mundo. Pero cualquier reforma del código se enfangaba en interminables debates sociales y parlamentarios sobre las tradiciones y la especificidad marroquí que obstaculizaban cualquier avance. En contrapartida, solo costó unos pocos meses introducir en 2015 una reforma penal antiterrorista para atajar el fenómeno de la llamada de la yihad y la partida de cientos de jóvenes a combatir a Irak y Siria. Esa reforma, por si cabía alguna duda, introducía una vuelta de tuerca en el sentido represivo, elevaba las penas y hacía más fáciles las escuchas telefónicas, los allanamientos de morada o la incomunicación del detenido. La ley ayudó a que las cárceles se llenaran de presos salafistas (900 a principios de 2016), condenados en muchas ocasiones sin otra prueba que su firma de un atestado policial que nunca habían leído, como denunciaba sin éxito su principal defensor, el abogado Khalil Idrissi.
Mientras la nueva legislación antiterrorista se abría camino en medio del consenso político conseguido mediante una cierta psicosis alimentada por el Estado sobre la amenaza terrorista, con constantes desarticulaciones de comandos yihadistas casi cada semana, la reforma del Código Penal no conseguía ver la luz. Para no ser acusado de inmovilista, el Gobierno, encabezado por el PJD, preparó su reforma del texto con el fin de poderla aprobar antes de que terminara su primera legislatura, pero cuando dio a conocer las enmiendas, estas fueron un jarro de agua fría: no solo no despenalizaba los delitos más polémicos, sino que incluso los endurecía en el apartado de las multas. En el Ministerio de Justicia admitieron que la reforma estaba siendo demasiado controvertida y que lo más realista sería sacarla adelante sin tocar los temas más polémicos, es decir, sin tocar los artículos más liberticidas.
Leyes familiares anticuadas
El caso de Amina Filali también sirvió para relanzar el debate sobre el matrimonio de niñas menores de edad, autorizado por la Mudawana (Código de Familia), que rige las cuestiones relativas a la familia y la herencia. Ese texto, que databa de 1958 y que contenía numerosas discriminaciones contra las mujeres, se había convertido allá por el año 2000 en terreno de choque entre progresistas y conservadores. En aquel momento, el rey Mohamed VI llevaba solo ocho meses en el poder y había encargado al Gobierno una reforma del código por considerar que había quedado muy desfasado. Cuando el gabinete de Abderrahmane Youssoufi preparó un borrador de reforma y lo hizo público, los grupos islamistas montaron en cólera y convocaron una gran manifestación en Casablanca, a la que se sumó el grupo ilegal pero tolerado de Justicia y Caridad, que pidió a los marroquíes hacer oír su voz contra “las corrientes ateas occidentales que intentan crear el caos y la degeneración en nuestro país” y que “reciben ayudas financieras de organizaciones hostiles al islam”. Son los dos argumentos clásicos para zaherir al adversario en Marruecos: trabajar siguiendo una agenda extranjera y estar en contra del islam.
Los defensores de la reforma respondieron convocando a la misma hora y en la ciudad de Rabat una manifestación en su favor a la que pronto se sumaron sesenta organizaciones feministas. Estaba por ver quién tenía mayor tirón en el Marruecos del siglo XXI, en la era del nuevo rey. El día D, un domingo de marzo, las feministas lograron sacar a la calle a decenas de miles de personas (se habló de 50.000), pero sus adversarios habían multiplicado al menos por cuatro esa cifra en la convocatoria de Casablanca, y dejaron claro cuál era el equilibrio de fuerzas en el país. Dejaron claro también que durante el reinado de Mohamed VI, como pudo verse más tarde, las cuestiones relacionadas con la familia y la moral iban a ser un terreno constante de enfrentamiento.
Visiblemente sobrepasado por la respuesta de la calle, el Gobierno marroquí se puso de lado y dejó la decisión en manos del rey Mohamed VI, quien a priori era partidario de ampliar los derechos de las mujeres, pero delegó su concreción en una comisión que tardaría cuatro años en perfilar una nueva reforma que se caracterizó por su voluntad de contentar a todo el mundo sin herir susceptibilidades, quedando por debajo de las enormes esperanzas puestas en el proyecto. La nueva Mudawana finalmente aprobada en 2004 recogía, es cierto, numerosos avances para la mujer: se facilitó el divorcio por iniciativa de la esposa, se permitió a la mujer transmitir la nacionalidad a su hijo o se eliminó el llamado “deber de obediencia” de la esposa hacia el esposo. Sin embargo, la poligamia y el matrimonio de niñas menores, que en un primer momento iban a ser prohibidos, quedaron limitados a una serie de excepciones que en la práctica permitieron su supervivencia. Otras cuestiones como la herencia (la mujer sigue percibiendo la mitad que el hombre, según lo instaurado por el Corán) o el matrimonio con un cónyuge no musulmán quedaron tal como estaban: entonces y ahora, un extranjero que desee desposar a una musulmana debe convertirse para que los hijos sean musulmanes; si la extranjera es la mujer, no es necesario porque sus hijos serán musulmanes automáticamente al ser el padre quien transmite la religión.
En realidad, la reforma de 2004 no había acabado con un estatus de relegación de la mujer, que terminaba siendo la víctima en situaciones de poligamia, herencia o matrimonio. Por ello, solo diez años después el texto de la Mudawanaya se consideraba desfasado y necesitado de un aggiornamento. Pero la nueva reforma se rebatía desde argumentos que tenían que ver con el islam (en el caso de la herencia o de la poligamia) o con la defensa de las tradiciones: el PJD siempre recordaba, y volvía a hacerlo con la cuestión del matrimonio de niñas menores, que las leyes no pueden ir contra la realidad de una sociedad, sino adaptarse a ella.