152 años después del fin de la Guerra Civil de EEUU, el conflicto no ha quedado ni mucho menos encerrado en las páginas de los libros de historia. 2017 ha sido el año en que han sido retirados monumentos dedicados a la Confederación –el bando sudista– que han estado durante décadas en varias ciudades del país.
Más de 1.500 símbolos que conmemoran a los perdedores de esa guerra se conservan en espacios públicos de EEUU –la inmensa mayoría en el Sur–, de los que 718 son monumentos o estatuas. Veintitrés ciudades han ordenado ya la retirada de estatuas, memoriales y placas que recuerdan a los dirigentes del Sur racista y otras veinte tienen planeado hacerlo o han visto de momento suspendidos los traslados a causa de demandas judiciales.
El debate no atiende a los argumentos tan socorridos en España sobre la supuesta necesidad de no “abrir heridas”. Políticos republicanos que en el pasado se negaron a considerar la retirada de esos símbolos han aceptado que la respuesta ahora debe ser diferente. Alcaldes demócratas que no creían que fuera una prioridad han cambiado de opinión.
En 2015, ya se produjo un cambio profundo. La matanza de la iglesia de Charleston por un racista que se había fotografiado en muchas ocasiones con la bandera confederada hizo que la gobernadora de Carolina del Sur, la republicana Nikki Haley, promoviera la retirada de la enseña de un memorial situado junto al Capitolio del Estado.
“Retiren la bandera confederada del Capitolio de Carolina del Sur. Para muchos, es un símbolo de odio racial. Retírenla en honor de las víctimas de Charleston”, escribió el entonces candidato republicano a la presidencia, Mitt Romney. Las dos cámaras del Estado cumplieron ese deseo por amplias mayorías.
Hasta entonces, muchos blancos conservadores del Sur creían firmemente que la bandera representaba un símbolo de identidad cultural, más que al bando derrotado en la guerra de 1861-1865. Tras lo ocurrido en Charleston, no podían negar que también era un símbolo racista, como siempre había sostenido la comunidad negra.
Este año, grupos neonazis y ultranacionalistas organizaron una manifestación en agosto en Charlottesville, Virginia, en un parque que alberga una estatua del general Robert Lee, el máximo jefe militar de las tropas de la Confederación, para oponerse a su traslado. La noche anterior, un grupo de neonazis organizó una marcha con antorchas en el mismo lugar, una imagen escalofriante que recordaba tanto a las concentraciones nocturnas nazis como a las del Ku Klux Klan. En los disturbios del día siguiente, un hombre asesinó a una activista antifascista lanzando su coche contra un numeroso grupo de manifestantes.
El alcalde de Charlottesville, que antes había votado en contra de la retirada de la estatua de Lee, decidió que el debate era ya diferente. “Podemos y debemos responder negando a los nazis, al KKK y a la llamada derecha alternativa el símbolo deforme que buscan”.
Antes un juez había ordenado paralizar la orden municipal para llevarse la estatua de Lee del parque a la espera de su decisión definitiva tras un recurso. El Ayuntamiento respondió cubriendo el monumento con plástico negro. La siguiente vista del caso está prevista para febrero de 2018.
Lo que muchos norteamericanos no supieron hasta la crisis posterior a los sucesos de Charlottesville es que el Capitolio, sede del Congreso de EEUU, cuenta con hasta diez estatuas de figuras históricas de la Confederación o con un pasado claramente racista.
Cada uno de los 50 estados eligió en su momento a dos de sus ilustres antepasados, lo que llevó a nueve estados del antiguo Sur que combatió contra Lincoln y el norte a situar a personalidades de esa época. De ahí que estén homenajeados en el legislativo nacional Jefferson Davis y Alexander Hamilton Stephens, presidente y vicepresidente de la Confederación rebelde, el primero gracias a Mississippi y el segundo por Georgia.
También está Charles Aycock, que fue gobernador de Carolina del Norte desde 1901 y que es autor de la frase: “Cuando decimos que el negro no está dotado para gobernar, lo llevamos un paso más allá para sostener la idea correcta de que no está dotado para votar”.
La remoción de estos monumentos agrupados en la misma sala dependería de cada uno de esos estados en un proceso iniciado en algunos casos, pero que nunca se ha llegado a culminar.
El mito del general Lee
De entre todas las figuras de la Confederación, incluido su presidente, Jefferson Davis, también con muchas estatuas en el Sur, ninguna es tan importante como Lee. El mito fundacional del Sur posterior a la Guerra Civil lo considera el prototipo del caballero sureño cuyas convicciones religiosas le impedían aprobar la esclavitud, brillante militar que combatió por sus ideas, peleó en inferioridad de condiciones y, cuando ya no era posible continuar, se rindió y promovió la reconciliación entre los dos bandos.
El Sur reinventó al general Lee para reinventarse a sí mismo con la intención de que nada cambiara. Ya no habría esclavos, pero sí múltiples mecanismos legales y sociales para imponer la segregación de razas. Como se dice ahora, se creó un nuevo relato con la intención de mantener los privilegios anteriores.
El supuesto rechazo de Lee a la esclavitud es un elemento clave de esa visión revisionista de la historia. La clave ha consistido hasta nuestros días en propagar la idea de que la esclavitud no fue la clave del desencadenamiento de la Guerra Civil. Por el contrario, lo que animó a Lee y los suyos fue la defensa de la autonomía de los estados frente al poder de Washington y el Estado federal, de un estilo de vida propio y distinto al del Norte industrial y urbano.
Es cierto que Lee se negó a continuar la guerra por otros medios y apostó por la reconciliación, pero la casi romántica descripción de su vida anterior era falsa.
“Los negros están sin lugar a dudas mejor aquí que en África, moral, social y físicamente. La dolorosa disciplina que soportan es necesaria para su instrucción como raza, y espero que les prepare y conduzca a una vida mejor”, escribió Lee a su esposa antes de la guerra. ¿Cuándo sería eso? Cuando lo dictara la “Misericordiosa Providencia”, dijo.
Lee pensaba que la esclavitud como institución no era deseable, pero sí inevitable por la inferioridad racial de los negros, y que perjudicaba aún más a los blancos, a los dueños de los esclavos. Robert Lee era uno de ellos, y de los más crueles, porque tenía la costumbre de separar a las familias de esclavos, un trauma que les perseguiría como una maldición incluso tras alcanzar la libertad después de la contienda bélica.
Cuando dos de sus esclavos escaparon, al capturarlos los sometieron al tormento de los latigazos, como era costumbre. Uno de ellos, Wesley Norris, contó después que “no satisfecho con lacerarnos nuestra carne desnuda, el general Lee ordenó al capataz que nos limpiaran la espalda con agua mezclada con sal, como así hicieron”.
El revisionismo sobre las razones de la guerra –que comparte por ejemplo el actual jefe de gabinete de la Casa Blanca, el exgeneral John Kelly– olvida que todos los estados del Sur que se rebelaron contra la Unión citaron la esclavitud en sus solemnes proclamaciones. Para que no quedara ninguna duda, los billetes de dólar emitidos por varios estados del Sur contenían imágenes de esclavos trabajando en los campos.
El blanqueo, y por tanto falsificación, de la figura de Lee y los estados del Sur no era sólo una cuestión de interpretación histórica. Esa visión fue la base ideológica del sistema de leyes posteriores a 1877, cuando acabó el gobierno militar sobre el Sur y las tropas del Norte se retiraron. Las llamadas leyes Jim Crow perpetuaron un racismo institucionalizado que se mantuvo de distintas formas hasta las leyes de derechos civiles aprobadas en los años 60, casi un siglo después.
Las estatuas que jalonaron el Sur no eran recuerdos de un pasado histórico que no se podía obviar –un argumento típico de los defensores de la conservación de los símbolos de las dictaduras en España e Italia–, sino el intento de las autoridades locales de homenajear a los padres fundadores del supremacismo blanco en las décadas posteriores, en algunos casos bien entrado el siglo XX, y de hacerlo con la intención de continuar defendiendo esas ideas.
“La mayoría de la gente que intervino para levantar esos monumentos no estaban simplemente erigiendo un monumento al pasado”, explicó Jane Dailey, profesora de Historia en la Universidad de Chicago. “Lo que hacían era erigirlos en favor de un futuro supremacista blanco”.
La estatua de Lee en Nueva Orleans fue colocada en 1884. La de Richmond, Virginia, en 1890. La de Marianna, Arkansas, en 1910. La de Charlottesville, Virginia –motivo de la manifestación ultraderechista del verano– en 1924.
En el cine, un papel similar en esa iconografía revisionista lo tuvo la película El nacimiento de una nación, de D.W. Griffith, una obra maestra de 1915 con un mensaje inconfundiblemente racista.
La película falseó la historia para ofrecer una posguerra en la que los negros ya libres, con la complicidad de políticos corruptos del Partido Republicano, el partido de Lincoln, humillaban a los blancos del Sur y se servían de su poder para aprovecharse de las mujeres.
“Describe a los hombres (negros) liberados como interesados por encima de todo en los matrimonios mixtos, adictos a excesos permitidos por la ley y a una violencia vengativa que tenía como propósito forzar a las mujeres blancas a mantener relaciones sexuales”, escribió el crítico Richard Brody en The New Yorker. “Muestra a los blancos del Sur formando el Ku Klux Klan para defenderse de tales abominaciones y fomentar la causa aria”.
Su gran mensaje era que la coexistencia entre blancos y negros era imposible. Se dice que fue uno de los factores que contribuyó a la refundación del Ku Klux Klan, en un acto en 1915 celebrado en Georgia ante una impresionante formación de roca llamada Stone Mountain. Años después, se promovió la realización de un gigantesco relieve tallado en la roca con las figuras de Robert Lee, Jefferson Davies y Stonewall Jackson.
La obra se inició, pero estuvo paralizada durante décadas hasta que la propiedad fue comprada en 1958 por el Estado de Georgia. Con apoyo público, el monumento fue completado en 1972.
El nacimiento de una nación fue la primera película proyectada en la Casa Blanca, cuando era presidente Woodrow Wilson, un político que demostró sus ideas racistas antes de llegar al poder y que después permitió que algunos organismos del Gobierno en Washington estuvieran segregados por razas.
El Ku Klux Klan, fundado en 1866, no se convirtió en una reliquia del siglo XIX. Continuó jugando un papel relevante en la política de esos estados hasta bien entrado el siglo XX. En 1925 todavía se manifestaba por las calles de Washington, incluida Pennsylvannia Avenue, donde se encuentra la Casa Blanca.
Monumentos y estatuas fueron erigidos para demostrar que quizá las ideas racistas habían perdido la guerra en el siglo XIX, pero que no habían sido expulsadas del espacio público en el siglo XX.
La estrategia de Memphis
Los tribunales han supuesto en 2017 un obstáculo al deseo de las autoridades locales de retirar esos monumentos después de que se presentaran demandas de grupos partidarios de conservarlos. Es lo que ocurrió en Memphis donde continuaban las estatuas del general sudista Nathan Bedford Forrest y de Jefferson Davies en sendos parques públicos. En uno de ellos estaban también las tumbas de Forrest y su esposa.
En diciembre, el Ayuntamiento de Memphis ejecutó una estrategia jurídica original para pasar por encima de la prohibición de sacar de la ciudad las estatuas impuesta por las autoridades del Estado de Tennessee. El alcalde, Jim Strickland, firmó la venta de los dos parques por mil dólares en cada caso a una organización sin ánimo de lucro creada para la ocasión.
Acto seguido, esa asociación procedió a llevarse las estatuas sin ningún obstáculo legal y a trasladar los restos mortales de Forrest y su esposa al cementerio donde fueron enterrados tras su muerte.
“Mientras nos acercamos al 50º aniversario del asesinato del doctor Martin Luther King, es importante que estas reliquias de la Confederación y de los defensores de la esclavitud no continúen en lugares prominentes de nuestra ciudad”, dijo el congresista demócrata de Memphis Steve Cohen.
El monumento de Forrest no fue erigido en Memphis en los años inmediatamente posteriores al fin de la Guerra Civil, sino en 1905 para acompañar a las tumbas que se acababan de trasladar al parque. El de Jefferson Davies era muy posterior, de 1964.
“No son recuerdos inocentes”
Con ocasión de los sucesos de Charlottesville, Donald Trump utilizó el argumento habitual de que esos símbolos representan la historia del país y que por tanto hay que conservarlos. “Es triste ver que la historia y cultura de nuestro gran país es destrozada con la eliminación de hermosas estatuas y monumentos. No puedes cambiar la historia, pero puedes aprender de ella. Robert Lee, Stonewall Jackson, ¿quién será el próximo? ¿Washington, Jefferson? Qué estúpido”, escribió en Twitter.
El alcalde de Nueva Orleans, Mitch Landrieu, que ordenó la retirada de la estatua de Lee en mayo, había dado en mayo la respuesta a ese argumento: “Estas estatuas no están hechas sólo de piedra y metal. No son recuerdos inocentes de una historia benigna. Estos monumentos celebran de forma intencionada a una Confederación ficticia. Ignoran la muerte, ignoran la esclavitud y el terror que defendían desde entonces. Después de la Guerra Civil, estas estatuas eran parte de ese terrorismo, tanto como las cruces en llamas que se colocaban en el jardín de la casa de algunas personas. Fueron levantadas con la intención de enviar un claro mensaje a todos los que caminaban bajo su sombra para dejar claro quién estaba al mando de esta ciudad”.
Monumentos y estatuas de ese pasado terrible en EEUU y en Europa han cumplido siempre la misma función. No la de enseñar una lección de historia, sino mostrar un recuerdo positivo o incluso heroico de los líderes racistas del siglo XIX y XX para continuar influyendo en las ideas del presente. En 2017 en EEUU han decidido poner fin a ese homenaje continuo.