Joe Biden lo ha intentado por segunda vez. Actuando como anfitrión virtual de un encuentro convocado junto a Corea del Sur, Costa Rica, Países Bajos y Zambia, ha reunido a unos trescientos invitados de más de un centenar de países bajo el lema común de la promoción de la democracia. Pero si ya de la primera convocatoria, en diciembre de 2021, pocos resultados tangibles pueden recordarse, algo similar ocurre en esta ocasión.
Aunque Washington insiste en que no estamos en una nueva Guerra Fría, el hecho es que con iniciativas como esta parece apuntar a lo contrario, esforzándose por volver a definir el mundo en dos bloques enfrentados alrededor de las banderas de los demócratas y los autócratas. Y aunque también sostenga que no pretende dar lecciones ni dar certificados de democracia al resto del mundo, se atreve a presentarse como el mejor ejemplo de ese sistema –a pesar de las enormes deficiencias que viene mostrando y que han llevado a que el reconocido índice elaborado anualmente por The Economist no lo considere como una de las 21 democracias plenas que hay en el planeta–.
Tampoco duda en repartir premios a países como India, pese a tener en marcha un proceso ultranacionalista que margina muy seriamente a una minoría tan numerosa como la de los musulmanes, con casi 200 millones de miembros; o Israel –como si su sistema de apartheid no fuera tan evidente o como si la reforma judicial que impulsa Benjamin Netanyahu no supusiera una amenaza frontal al Estado de derecho–. Y, por supuesto, por el camino también castiga a otros, como Arabia Saudí, Egipto, Hungría o Turquía, negándoles asiento en la mesa, para así poder hacer distinciones en función de sus propios intereses.
Inevitablemente, estos vaivenes en los que priman claramente los intereses geopolíticos y geoeconómicos por encima de los valores y principios que Washington dice defender a ultranza, dan a la cumbre un punto de surrealismo que facilita la crítica de otros actores como China y Rusia, animándoles incluso a redoblar su esfuerzo por consolidar algún tipo de alianza que les lleva igualmente a presentarse como una alternativa a la hegemonía estadounidense.
Una crítica que, en lugar de despreciar al sistema democrático, les impulsa primero a entrar en el mismo terreno de juego, presentándose como mejores alumnos en su implementación funcional, y que continúa por destacar el balance negativo de EEUU en su presunto intento de promover la democracia por la fuerza en regiones como Oriente Medio, tras los pésimos ejemplos de Afganistán e Irak, entre otros.
Por supuesto, nada cabe objetar al declarado interés por reforzar los programas democráticos con financiación de proyectos tecnológicos en favor de la democracia, la gobernanza transparente, la lucha contra la corrupción, el apoyo a medios de comunicación independientes y la convocatoria de elecciones justas. Unos objetivos para los que el propio Biden ha comprometido 690 millones de dólares durante los dos próximos años. El mismo Biden se anima a declarar que, en comparación con la situación que se daba en 2021, “los aires están cambiando a favor de la democracia”, cuando datos como los que aporta el instituto de investigación sueco, V-Dem recuerdan que casi las tres cuartas partes de la población mundial vive hoy en sistemas autocráticos, mientras que hace una década no llegaba a la mitad.
Por eso, más allá de la sucesión de discursos más o menos elegantes, lo que trasluce una reunión como esta es que cada uno de los participantes aprovecha la ocasión para alinearse con unos Estados Unidos al que siguen prefiriendo como hegemón, y para presentarse como campeones de la democracia, a pesar de las pruebas que pueda haber en su contra.
Mientras tanto, lo que Estados Unidos pretende presentar como una férrea defensa de valores y principios y de un orden internacional basado en reglas, sigue mostrándose como la defensa de un statu quo formulado en sus pilares básicos por los vencedores de la II Guerra Mundial, con Washington y Londres a la cabeza; escasamente dispuestos a perder sus privilegios, dejando espacio a otros actores emergentes, y decididos a defender el modelo a toda costa, aunque eso suponga olvidarse de los principios y hasta violar (cuando lo consideren necesario) las mismas reglas cuyo cumplimiento exigen a rajatabla a quienes, también en defensa de sus intereses, se atreven a cuestionarlo.
En ese sentido, parece claro que los que salen perdiendo son esos mismos valores que se suelen presentar como universales, derechos humanos incluidos, cuando la realidad demuestra a diario que no lo son tanto y que su defensa y promoción terminan habitualmente subordinadas a otras agendas.
Si a todo ello se le añade que no hay ningún mecanismo que obligue a los participantes a cumplir con los compromisos que se adopten, reducidos a meras declaraciones de voluntad que pueden estar al servicio de intereses que nada tienen que ver con el fortalecimiento de la democracia, la conclusión no puede ser muy positiva. Queda por ver si a la tercera, en Seúl, que será la sede de la nueva cumbre, veremos algo distinto.