Era casi medianoche en Polonia y los ciudadanos seguían haciendo cola el domingo para votar en las elecciones generales en las que se jugaba el destino de su país y su posición en la Unión Europea. Las colas eran tan largas que en la ciudad de Breslavia votaron hasta las tres de la mañana. La participación, más del 74%, es la más alta desde las primeras elecciones democráticas en 1989. Y todavía más llamativo es que, según la encuesta a pie de urna de Ipsos, la participación fuera más alta entre los jóvenes entre 18 y 24 años que entre los mayores de 60, algo inusual en el viejo continente.
La victoria de la oposición, que espera formar una coalición encabezada por Donald Tusk, tiene especial mérito en un país donde el Gobierno ultra ha ido minando desde 2015 las instituciones democráticas, ha cambiado la ley electoral, ha politizado la justicia y otros órganos administrativos y tiene hasta hoy control editorial de los medios públicos. La misión de la OSCE que observaba las elecciones del pasado domingo escribe en sus conclusiones preliminares que las elecciones fueron competitivas y los votantes tenían opciones, pero que “el partido gobernante disfrutaba de una clara ventaja a través de su influencia indebida en el uso de recursos del Estado y los medios públicos”. La campaña estuvo caracterizada por “un amplio uso de retórica intolerante, xenófoba y misógina”, según describe la OSCE. “Las elecciones se desarrollaron en un ambiente altamente polarizado y fueron percibidas como críticas para el futuro de Polonia en aspectos clave, incluyendo la resistencia de instituciones democráticas, las libertades personales y la política exterior”.
Tusk, que ya fue primer ministro del país y fue presidente del Consejo Europeo entre 2014 y 2019, promete devolver las instituciones a los estándares de la UE, proteger los derechos de las mujeres y de la comunidad LGTBI y apoyar a Ucrania frente a la invasión rusa. La mayoría de los grupos del Parlamento Europeo, salvo la ultraderecha, celebraron el resultado. Sin duda es inusual que el grupo de los verdes en la izquierda del Parlamento se congratule de que un miembro del Partido Popular Europeo vaya a ser primer ministro, aunque sea dentro de una coalición donde también está el partido verde polaco. Dice mucho de lo que se jugaba en Polonia más allá del resultado de un partido.
Lo que muestran las elecciones en Polonia es que, en contraste con el derrotismo y el cinismo tan característicos de nuestro continente, nada está decidido, ni siquiera en un país que se estaba deslizando hacia el autoritarismo y donde la oposición lo tenía especialmente difícil. No había un destino fatal ni para Polonia ni mucho menos para la mal llamada Europa del Este (lo más correcto, sobre todo en el caso de Polonia, sería llamarla Europa central).
Justo después de la ampliación de 2004, diplomáticos franceses y otros repetían en Bruselas, con una mezcla de desprecio y paternalismo, que los vecinos no estaban preparados. Es difícil saber qué habría pasado si el Reino Unido, gran defensor de la ampliación, no hubiera sido entonces miembro de la UE. Cada traspiés, fuera un caso de corrupción en los fondos de ayuda o fuera el ascenso de políticos rebeldes o extremistas, ha sido a menudo una excusa para refutar a toda la región, incluso cuando los casos de abusos o de líderes ultra ocurrían también en la Europa del Oeste que sigue creyéndose la Europa verdadera.
Polonia se ha salido del cuento simplificador y generalista de una oleada inevitable de extremismo y decadencia. Lo han hecho sus votantes, ciudadanos libres y capaces de tomar sus propias decisiones sin clases de democracia de los países más ricos.
Los jóvenes polacos han dado una lección, de hecho, también a los vecinos europeos de su generación, que son más de quejarse que de participar en elecciones o en otras actividades cívicas. Después de todo, las democracias jóvenes suelen ser más inestables, pero también aprecian más el lujo de lo que son los derechos básicos.