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Lo dijo así, sin rodeos: ''Vendemos un sueño imposible para el perdedor promedio''. Mientras diseñaban la campaña de vídeos y fotos, con las modelos e influencers más destacados de Instagram jugando en una playa de arenas blancas y agua de un celeste casi inverosímil, Billy McFarland y las personas que trabajaban para él pensaban en un objetivo específico: aquellas y aquellos que viven pegados a las redes sociales, millennials y con algo de dinero –como ellos–, encandilados con esos paraísos efímeros que se cruzan apenas deslizan los dedos sobre sus teléfonos.
En 2016, McFarland se presentaba en sociedad como un emprendedor joven que apostaba por la tecnología y todas sus posibilidades. Admirador de Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, y parte de una generación similar –nacieron en 1991 y 1984, respectivamente–, McFarland sonreía para las cámaras, asistía a eventos y buscaba inversores para su nuevo proyecto: la app Fyre, que uniría a estrellas del mundo del espectáculo con quienes quisieran contratarlos para sus eventos privados. El sueño de la fiesta propia, para pocos, organizada con un teléfono. Un mundo de aspiraciones.
Esa idea de la exclusividad ya venía rondando en la cabeza de McFarland, que en 2013 había lanzado un sistema de pago llamado Magnises, representado en una tarjeta de crédito negra que tenía como finalidad otorgarles a sus portadores –por lo general jóvenes adinerados– la pertenencia a un club, con beneficios en locales nocturnos y restaurantes lujosos en algunas ciudades estadounidenses.
El propio McFarland y sus amigos se mostraban sonrientes en fiestas y eventos de Nueva York con la tarjeta y bebidas en mano, rodeados de jóvenes bellísimas. Pero pese a que llegó a conseguir inversiones por varios millones de dólares cuando empezó a desarrollarlo, el proyecto Magnises se extinguió con el paso de los meses.
Con la aplicación Fyre, para la que el empresario creó la empresa Fyre Media Inc., volvió a buscar fondos y los consiguió, aunque nunca terminó de aclararse en qué magnitud. Según sus propios comunicados a la prensa y a potenciales inversores, Fyre Media aseguraba que por su potencialidad podría llegar a valer en poco tiempo 90 millones de dólares (tiempo después, la justicia determinó que los movimientos reales de la empresa apenas tuvieron unas ganancias de 60 mil dólares).
McFarland tenía contactos con personas populares de las redes sociales, tenía oficinas de cristal, tenía un equipo de marketing sólido. Le faltaba el golpe final para terminar de despegar. Entonces decidió hacerlo a lo grande y anunció que en abril de 2017 tendría lugar una fiesta en un paraíso terrenal, a la que solamente tendrían acceso aquellos que compraran sus entradas con anticipación.
Un encuentro que combinaría recitales de música con la comida más sofisticada y bebida a todas horas, detalles de lujo en un entorno natural único, solamente posible para quienes quisieran lanzarse a la aventura por miles de dólares. Un público VIP rodeado de influencers, cuerpos esculpidos y sol.
Así nació el Fyre Festival, que se iba a llevar adelante en una isla pequeña, el Cayo Norman, en Bahamas. O, como los propios organizadores lo llamaron, el pago chico del narcotraficante colombiano Pablo Escobar, un lugar de ensueño en el que el público se sentiría, por un rato, disfrutando de todo tipo de placeres.
Al principio de manera misteriosa –primero fue un hashtag, luego se convirtió en un cuadrado naranja que pobló los feeds de varios usuarios de las redes– y luego de manera más oficial, el Fyre Festival se anunció con todo.
El propio McFarland, que para entonces se había asociado con el rapero Ja Rule, viajó con un enorme equipo de grabación hasta Bahamas y con varias supermodelos e influencers para grabar los spots de difusión del evento, que quedó programado para abril de 2017.
Entre otras, se pudo ver a las modelos e instagramers Bella Hadid, Emily Ratajkowski y Kendall Jenner en las playas caribeñas, subidas en barcos, tomando el sol. Eran la cara visible, con Rule y McFarland, del evento del milenio que se aproximaba.
Pero la logística fue complicando las cosas: los organizadores debían llevar desde los Estados Unidos, por avión, desde las tiendas donde dormirían los asistentes al espectáculo, hasta los escenarios, los baños químicos, la bebida, la comida y todo tipo de suministro. La isla elegida, sin agua corriente y con instalaciones insuficientes para recibir a una multitud, resultaba un problema.
Mientras tanto, el Fyre Festival seguía siendo el comentario de todos en las redes. Se iban anunciando posibles artistas que estarían presentes en el festival y todo era expectativa. Los empleados de McFarland, según contaron tiempo después, tuvieron todo tipo de complicaciones en el montaje: pocos tenían experiencia en la organización de este tipo de eventos y las exigencias del fundador de la empresa eran cada vez más absurdas. Quería, por ejemplo, que el festival contara con un barco pirata para la diversión de los asistentes y con un montón de elementos estrambóticos para que el público jugara al tesoro escondido en la isla.
Finalmente debieron cambiar la locación y el festival se mudó a Gran Exuma, una isla cercana que contaba con más construcciones, algunos resorts de lujo y casas para alojar a algunos de los huéspedes VIP.
McFarland en persona supervisaba todo en Bahamas y llamaba la atención de los lugareños mientras hablaba a gritos sobre los millones de dólares en gastos por su teléfono móvil.
Cuando faltaba una semana para el festival, los empleados de Fyre Media empezaron a sospechar que, lejos de aquella promesa idílica, el evento iba a parecerse a una pesadilla. Las instalaciones de agua no se hicieron como estaba previsto, los escenarios eran mucho más pequeños que lo acordado, los camiones que debían llevar desde colchones hasta carpas se atascaban en los caminos precarios de la isla, las provisiones se amontonaban en la arena. Cientos de isleños fueron contratados para trabajar día y noche en la organización.
La escena se completó con un imprevisto que complicó todavía más el panorama: la noche anterior al lanzamiento, una tormenta potente azotó la isla. Las supuestas glamurosas carpas donde debía dormir el público, que ya estaban instaladas frente al mar, quedaron inundadas, junto con los colchones y otras instalaciones como tiendas y bares.
En Estados Unidos, mientras tanto, todo era ilusión hasta que llegó el momento de volar. Al llegar al aeropuerto, quienes habían comprado sus entradas para el Fyre Festival, se quedaron impactados con una noticia: la banda Blink 182 anunció en sus redes que se bajaba del evento por problemas con la organización. Las sorpresas siguieron: al embarcar, los jóvenes notaron que en lugar de un jet de lujo iban a viajar a Bahamas en un avión bastante discreto y en clase turista.
Una vez que aterrizaron en la isla, el shock fue total. Nada de lo que les habían prometido (el lujo, las modelos corriendo por la playa, la bebida a todas horas) se cumplió. A los primeros que llegaron los fue a buscar un autobús escolar averiado que fue a toda velocidad por la isla: por el camino los jóvenes veían cajas, residuos y todo tipo de embalajes tirados a los costados. Una vez en el centro del lugar, se encontraron con que, donde debían estar sus tiendas de lujo, había carpas y colchones todavía húmedos por la tormenta.
En aquel momento ya eran cientos los que hacían cola para esperar el equipaje y buscar algún refugio, en medio del desconcierto.
El propio McFarland convocó a un grupo grande y trató él mismo de ordenar la multitud, pero fue imposible. Varios jóvenes indignados rodearon una de las casas que había contratado la producción del evento en busca de explicaciones. Hasta los lugareños, desbordados, querían que los organizadores dieran la cara.
Algunos deshidratados, otros sin comer desde hacía varias horas, las imágenes del desastre empezaron a circular por Twitter e Instagram, pese a los esfuerzos de los organizadores del evento que intentaron, según se supo después, bloquear los mensajes de rabia contra el festival mediante algunos trucos tecnológicos.
Hasta que uno de los asistentes, que había pagado cerca de 12 mil dólares por su entrada, subió a sus redes la imagen de un sándwich magro metido en un contenedor de plástico y la ola se hizo imparable. El Fyre Festival, mezcla de negligencia y descontrol, era un fraude del que todos hablaban, mientras se multiplicaban los memes y algunos se abarrotaban en el aeropuerto de Bahamas para volver a casa.
No faltaron, con el paso de las horas, abogados detrás del asunto, que quisieron representar a los damnificados en su conjunto, para lograr un juicio masivo.
El foco estaba puesto principalmente en McFarland y el rapero Ja Rule, que habían promocionado el show a bombo y platillo, pero también las y los influencers que se habían prestado para difundir el Fyre Festival. Algunos de ellos, de hecho, tuvieron que salir a dar explicaciones y en algunos medios estadounidenses se abrió el debate sobre este asunto: ¿Hasta dónde llega la responsabilidad de quien, por su influencia en las redes, promueve algo que luego resulta ser una estafa?
McFarland y Ja Rule fueron llevados a juicio, no solamente por los damnificados sino también por haber mentido a algunos inversores sobre la empresa que, al parecer, no tenía los recursos con los que decía contar. Se los demandó por 100 millones de dólares, entre casos individuales por estafas y causas colectivas por haber dejado en situación de abandono al público del festival. Mientras tanto, la mayoría de los trabajadores de Bahamas jamás recibió su remuneración completa.
El dueño de Fyre Media Inc terminó en la cárcel, en junio de 2017 y al poco tiempo consiguió salir bajo fianza. Pero en esos días de libertad, según se investigó tiempo después, creó una red con bases de datos destinada a vender entradas falsas para grandes eventos masivos, como desfiles y shows musicales.
En 2018, el empresario admitió ante la justicia que había falsificado documentación para atraer a posibles inversores para su empresa, quienes le dieron cerca de 27 millones de dólares. En otra investigación por las entradas fraudulentas, quedó probado el sistema de falsificaciones y volvió a prisión, donde debe permanecer al menos hasta 2024, según determinó la justicia.
En 2019 se estrenaron dos documentales muy interesantes que, a partir de lo que ocurrió con el Fyre Festival, lanzan preguntas sobre el poder de atracción –y decepción, en muchos casos– que encarnan las redes sociales y quienes pululan por ellas. La plataforma Hulu presentó Fyre Fraud, un largometraje que cuenta con el testimonio del propio McFarland, mientras que Netflix estrenó poco después Fyre: la gran fiesta que nunca ocurrió.
Mientras que Ja Rule continuó con su vida artística y se dispuso a trabajar en una app similar a la que pretendía ser Fyre, para unir artistas con personas interesadas en contratarlos, McFarland sigue en prisión. A comienzos de 2020 el empresario tuvo Covid y solicitó ser enviado a otro lugar porque es asmático. Las autoridades le negaron la petición.
En octubre de 2020, McFarland lanzó Dumpster Fyre, un podcast realizado desde la cárcel, donde cuenta su experiencia con el festival y sus días de encierro. Allí es entrevistado por Jordan Harbinger, un comunicador famoso en los Estados Unidos, que lo llama por teléfono.
En el primer episodio, el creador del Fyre Festival asegura que el aislamiento lo hizo pensar en sus errores y en las personas a las que hirió.
''Lo primero que tengo que hacer es asumir la responsabilidad por todos mis actos'', dice el hombre que se mostraba rodeado por sus amigos y de fiesta. Y reflexiona, ahora en la soledad de una celda sobre lo que él define como ''el más duro pero también más impactante'' período de su corta vida: ''Esto es una necesaria confrontación con la realidad''.
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