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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

CRÓNICA

Los derechos humanos no están invitados en el Mundial de Qatar

21 de noviembre de 2022 22:24 h

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Media hora antes del fin del partido inaugural del Mundial de Qatar, las gradas comenzaron a vaciarse. Una imagen inaudita en el primer día del mayor espectáculo que celebra el deporte más popular del planeta. Buena parte de la hinchada local no tenía estómago para seguir viendo el partido que su equipo iba perdiendo por 2-0 desde antes del descanso. Al finalizar, medio estadio estaba vacío. Esa idea de que un aficionado anima a su selección hasta el último minuto, aunque vaya perdiendo, a la espera de la remontada milagrosa era completamente extraña para los adinerados espectadores.

Quizá estaban pensando en otra imagen singular anterior al partido: ahorrarse los gigantescos atascos de coches particulares en la ida al estadio. Al poco de finalizar la Cumbre del Clima en Egipto, era un ejemplo de hasta qué punto albergar a decenas de miles de invitados en un desierto será una broma de mal gusto en mitad de la emergencia climática.

Cuando Qatar consiguió que su candidatura saliera elegida en 2010, no contaba con estadios, tradición futbolística o la infraestructura hotelera necesaria. Sólo tenía una cosa: dinero, mucho dinero. Eso es todo lo que se necesita en el fútbol actual.

No es necesario ir a Oriente Medio a comprobarlo. Forma parte de la historia de la FIFA y del fútbol europeo de las dos últimas décadas. Es lo que ha hecho que muchos suscriban la idea del “odio eterno al futbol moderno”.

Por dinero también la Federación Española de Fútbol envió la Supercopa a Arabia Saudí, con lo que es difícil que los aficionados españoles puedan sorprenderse por la celebración del actual campeonato del mundo en el vecino Qatar. La Federación vendió esos partidos como un gran logro para las mujeres saudíes, que son ciudadanas de segunda clase en ese país. Isabel Díaz Ayuso asistió a la final y el Partido Popular tuvo el atrevimiento de definir como un gesto feminista lo que no era más que un intento de blanquear a una monarquía absoluta y teocrática.

Desde el primer minuto, se supo que un Mundial en Qatar suscitaría protestas por los abusos de los trabajadores extranjeros que forman la fuerza de trabajo del país en las obras públicas. Si bien el emirato no es el peor del Golfo Pérsico en esa materia, los inmigrantes carecen de derechos laborales o representación por un sindicato y no cuentan con seguros que les garanticen tratamiento médico o indemnizaciones por fallecimiento. Si enferman y no pueden trabajar, no cobran.

Organizaciones de derechos humanos han denunciado que miles de esos trabajadores han muerto en las obras del Mundial desde 2010. La cifra real es imposible de precisar. Contra toda la evidencia que suponen largas jornadas de trabajo bajo unas temperaturas de 40 grados desde mayo a septiembre, los organizadores argumentan que la cifra de fallecidos ha sido mínima (tres en accidentes laborales).

No es una errata. Son tres muertes en esa versión, a los que habría que sumar una treintena más por causas naturales.

El número de muertos desde 2011 hasta 2020 fue de 6.500, según una investigación de The Guardian a partir de datos recogidos en India, Pakistán, Nepal, Bangladesh y Sri Lanka, los países que envían el mayor número de trabajadores.

“En FIFA, intentamos no dar lecciones morales al resto del mundo”, dijo a principios de noviembre Gianni Infantino, su presidente desde 2016. Es normal que no estén en condiciones de impartir lecciones. Sería como si los condenados por la Gürtel aparecieran en la campaña de la Agencia Tributaria sobre el impuesto de la renta para recordar sus obligaciones a los contribuyentes.

Las sospechas habituales sobre la íntima relación de la FIFA con la corrupción son ya imposibles de ocultar desde que en 2015 el Departamento de Justicia de EEUU lanzó una operación internacional en la que fueron procesados nueve de los 22 miembros del Comité Ejecutivo de la FIFA, que son los que eligen las sedes de los mundiales. Su presidente, Sepp Blatter, y el presidente de la UEFA, Michel Platini, se vieron obligados a dimitir poco después.

“Estos individuos y organizaciones recibían sobornos para decidir quién televisaba los partidos, dónde se celebraban los partidos (se refería a los mundiales), y quién dirigía la organización que se responsabiliza del fútbol mundial”, dijo la fiscal general, Loretta Lynch. “Lo hicieron una y otra vez, año tras año, torneo tras torneo”.

Infantino acusó el sábado en una rueda de prensa a los países occidentales de tener una visión colonialista por sus críticas a Qatar. Declaró de forma melodramática su simpatía con los más vulnerables: “Hoy, me siento qatarí. Hoy, me siento árabe. Hoy, me siento africano. Hoy, me siento gay. Hoy, me siento un trabajador migrante”.

No se puede negar que el presidente de una de las organizaciones internacionales más poderosas del mundo disfruta de una gran imaginación al identificarse con un trabajador inmigrante mal pagado y sin derechos. Sus ingresos anuales al frente de FIFA fueron de 2,6 millones de euros en 2019, de los que 1,8 millones pertenecían a su salario base.

Infantino dijo que él había sufrido discriminación en el colegio por ser pelirrojo y tener pecas. Tuvo la extraña idea de comentar que su respuesta fue intentar hacer amigos e integrarse, como si eso fuera un consejo práctico para el colectivo LGTBi qatarí. Esos jóvenes se arriesgan a una pena de tres años de prisión (el adulterio se puede castigar con hasta siete años), además de padecer una fuerte presión social por sus familias.

Este lunes, la FIFA demostró que no incomodar a sus anfitriones qataríes es más importante que los valores que supuestamente dice defender. Por mucho que Infantino se sienta gay, su organización amenazó con sanciones a las siete selecciones que pretendían que su capitán llevara el brazalete One Love en favor de los derechos de las personas LGTBi. Esos equipos renunciaron al gesto al saber que el capitán sería sancionado con una tarjeta amarilla nada más empezar el partido y obligado a quitarse el brazalete.

La FIFA sostiene que lucha contra cualquier tipo de discriminación. Será que lo hace en secreto.

Los futbolistas iraníes no debían temer a la FIFA, pero sí a su Gobierno. Antes del partido del lunes, su capitán se había solidarizado en público con las familias de las personas que han muerto en las manifestaciones a favor de los derechos de la mujer y en contra del Gobierno. En el partido con Inglaterra, los jugadores no cantaron la letra del himno nacional en una protesta silenciosa que les puede acarrear problemas en su país. Demostraron así que el fútbol no puede vivir a espaldas de la realidad.

A los futbolistas españoles no se les espera en las protestas a favor de los derechos humanos. Su mentalidad podría resumirse en lo que ha dicho Sergio Busquets: "Como persona, estoy a favor de todo lo bueno. No tengo ningún problema en decirlo. Dicho esto, nosotros no tenemos ni voz ni voto sobre dónde se juega un Mundial, en si tenemos que ir con un color u otro o hacer un alto en un partido”.

Estos jugadores son más de la escuela de Infantino. Están muy a favor de las cosas buenas de la vida y en contra de las malas. Es una lógica que ciertamente no se puede rebatir. Pero no les pidáis que hablen de las segundas para denunciarlas porque eso les colocaría en una posición en la que no quieren estar a diferencia de los iraníes.

No se piden cuentas a los gladiadores por el estado de la arena del circo y las condiciones laborales de los empleados. Ellos están sólo para obedecer órdenes y dar espectáculo. Se presentan como una mezcla de esclavos y millonarios, una de las grandes innovaciones de nuestro tiempo.