Junio de 2001. Había pasado algo menos de un año desde el ataque de Al Qaeda contra un buque estadounidense, el USS Cole, atracado en un puerto de Yemen. Murieron 17 militares estadounidenses. El agente del FBI Ali H. Soufan estaba investigando lo ocurrido y se reunió con un miembro del Comité de Inteligencia del Senado y su jefe de gabinete. Terminada la reunión, el senador salió de la sala y el jefe de gabinete cerró rápidamente la puerta para tener una breve conversación extraoficial con los investigadores.
“Tenéis que entender lo que está ocurriendo. Para ser honestos, no estamos completamente de acuerdo con la Casa Blanca en este tema, pero desde su punto de vista, no quieren a Bin Laden involucrado en el USS Cole. El presidente es débil ahora mismo. El país no está unido tras él y todavía está dividido por su victoria contra Al Gore. No va a arriesgar capital yendo a por Al Qaeda en Afganistán y dividiendo más al país. Pero si se declara públicamente que el bombardeo del Cole es un ataque de Al Qaeda, parecerá débil en materia de seguridad nacional si no actúa. Así que la Casa Blanca no quiere que se culpe a Al Qaeda por el Cole”. Esas fueron las sorprendentes palabras del jefe de gabinete de aquel senador, tal y como las recoge el propio Ali Soufan en su libro The black banners.
Tres meses después, la situación era completamente diferente. Los atentados del 11 de septiembre dieron la vuelta al tablero y su brutalidad y salvajismo le dieron al presidente Bush la fuerza y legitimidad de la que antes carecía. El 11-S se convirtió en el Pearl Harbor que empujó a Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial. Pero esta guerra iba a ser muy diferente (y mucho más larga).
“El terrorismo, más extendido que nunca”
“Mediante cualquier evaluación objetiva, la guerra contra el terror ha sido un absoluto desastre y no ha logrado sus objetivos más esenciales”, señala Richard Jackson, profesor y director de la revista Critical Studies on Terrorism. “No ha logrado erradicar ni tampoco reducir los niveles de terrorismo en el mundo. De hecho, si vemos las estadísticas, el aumento de los ataques terroristas en el mundo ha coincidido con el periodo de la guerra contra el terror, lo que sugiere que es una profecía autocumplida (una predicción que en sí misma es la causa de que se haga realidad)”, añade.
Fernando Reinares, director del Programa sobre Terrorismo Global y Radicalización Violenta del Real Instituto Elcano, coincide con Jackson: “Este movimiento se encuentra más extendido que nunca antes a lo largo del mundo árabe e islámico. Esta realidad no solo revela el fracaso al que errores de cálculo, falta de consenso internacional y dobles estándares han abocado a las numerosas iniciativas unilaterales y multilaterales contra el terrorismo desarrolladas durante más de una década y media”.
El pilar sobre el que se apoyan 17 años de guerra sin progresos a la vista es la supuesta necesidad de desarrollar una respuesta excepcional ante una amenaza excepcional. Una amenaza que, en teoría, plantea un peligro a la existencia de la civilización occidental tal y como la conocemos. Y una respuesta que, por excepcional, ha legitimado todo tipo de abusos y excesos. Desde ahogar a sospechosos hasta que confiesan sus supuestos crímenes, invadir países sin autorización internacional, hasta vigilar y controlar llamadas telefónicas por todo el mundo.
“El público ha aceptado en gran parte la guerra contra el terror y no ha cuestionado sus efectos negativos principalmente porque los políticos, con la ayuda de unos medios seguidistas, han logrado convencer a la gente de que la amenaza terrorista es tan grande y real que requiere todas estas medidas”, afirma Jackson.
Como es propio en las guerras, las rivalidades políticas se desvanecen en favor del supuesto interés nacional. De los 435 miembros de la Cámara de Representantes, solo Barbara Lee votó en contra de la declaración de guerra. En el Senado, nadie se opuso al texto sobre el que todavía hoy EEUU lanza una bomba sobre todo aquel que considera un terrorista peligroso.
“Había muchas alternativas a la guerra”
Durante 17 años no ha habido progresos, pero la respuesta escogida se ha presentado como la única opción posible. Pero no siempre fue así. En junio de 1998 Estados Unidos acusó y abrió un caso contra Osama Bin Laden por terrorismo. Dos meses después, Bin Laden llevó a cabo con éxito los atentados en las embajadas de EEUU en Kenia y Tanzania matando a 213 personas y EEUU no pensó que una declaración de guerra era la respuesta más adecuada, sino que su imputación fue actualizada y las autoridades aumentaron los esfuerzos por detenerle y juzgarle.
Era un momento en el que había que tener especial cuidado para que todos los progresos cumpliesen las garantías legales suficientes y poder presentarlos posteriormente ante un tribunal.
“Había muchas alternativas a la guerra contra el terror que podrían haber tenido más opciones de reducir la amenaza terrorista. Estados Unidos podría haber aceptado la oferta de los talibanes de entregar a Bin Laden a Pakistán y haber seguido una estrategia basada en el derecho internacional para dar justicia a las víctimas del 11-S”, apunta Jackson. “En su lugar, la invasión ilegal de Irak, los escándalos de Abu Ghraib y Guantánamo y la retórica de 'o con nosotros o con los terroristas' dio apoyo a la narrativa de Al Qaeda, alienó a posibles aliados y polarizó a la opinión global. Al final, la respuesta tomada empeoró mucho más el problema”.
Durante un tiempo, los favorables a la guerra se enfrentaron a aquellos defensores de una aproximación criminal al terrorismo. Y acabaron ganando la batalla. Las garantías ya no eran necesarias. Soufan, contrario a la práctica de la tortura en los interrogatorios a manos de la CIA, consultó este asunto con sus jefes. El entonces director del FBI, Robert Mueller –ahora famoso por su investigación sobre la interferencia rusa en la elección de Donald Trump–, respondió a las dudas de sus agentes: “Nosotros no hacemos eso”. Soufan y sus colegas acabaron retirándose de los mismos porque no querían formar parte de aquello.
“El terrorismo es una estrategia, no una ideología, lo que significa que no tiene sentido pensar que una guerra contra el terrorismo se puede ganar físicamente. Es como sugerir que se puede ganar una guerra contra las emboscadas o la insurgencia”, explica Jackson. “La única solución al terrorismo es política. Emplear la fuerza militar solo puede escalar e inflamar los conflictos y, a menudo, produce más resistencia. Por eso no estamos más cerca de ganar que en 2001. De hecho, la guerra contra el terror ha empeorado el conflicto y la violencia por todo el mundo”, añade.
Aunque la guerra contra el terrorismo no haya derrotado sus objetivos principales, Jackson afirma que se ha empleado para alcanzar otros muy diferentes. “El ejemplo más obvio es la visión neoconservadora de transformar Oriente Medio en una serie de democracias proestadounidenses. También se ha utilizado como tapadera para establecer presencia militar en África, ampliar las bases militares en lugares como Asia Central, aumentar la vigilancia de otros países e instituciones, controlar la inmigración y expandir el complejo industrial-militar estadounidense, entre otras cosas”, asegura Jackson.