Durante estos días se han juntado demasiados asuntos en un triángulo formado por China, Hong Kong y Estados Unidos. A la guerra arancelaria le ha salido una derivada en forma de guerra de divisas, todo esto mientras en Hong Kong se suceden unas protestas multitudinarias que reclaman no caer en la espiral hacia la autocracia que buscan en Pekín. Las dos primeras a menudo se leen como una cuestión económica; la segunda, como un asunto de libertades civiles. Sin embargo, todas ellas están relacionadas y tienen un nexo común: la geopolítica. Pero vayamos por partes.
Cuando Trump se lanzó a la carrera por la Casa Blanca hace prácticamente cuatro años, una de sus fijaciones durante la campaña fue China. Se aprovechaba comercialmente de Estados Unidos, no respetaba la propiedad intelectual, manipulaba la moneda y otro sinfín de ventajas que, más allá del histrionismo trumpiano, eran ciertas. Por ello se propuso revertir todo eso si alcanzaba a la presidencia. Y lo hizo. Uno de sus objetivos ha sido renegociar todos los acuerdos comerciales posibles en favor de Estados Unidos, y China no ha sido una excepción. Como Pekín se ha resistido a esta solución, el presidente simplemente optó por algo que a un hombre de negocios como él se le da bien hacer: apretar a su oponente. Lanzó así a lo largo de 2018 una batería de aranceles sobre casi cualquier producto chino que Estados Unidos importe, algo que no ha hecho sino escalar desde entonces, alternando réplicas chinas y contrarréplicas norteamericanas.
En paralelo a este pulso comercial han surgido protestas en Hong Kong por la polémica ley de extradición a China, que acabó siendo retirada por el enorme rechazo social que generó. Sin embargo, más allá de esta cuestión de derechos políticos, Hong Kong y sus avatares internos son una pieza fundamental en estas dinámicas entre Estados Unidos y China. La pugna política se fundamenta en que los sectores prochinos quieren ir asimilando el sistema hongkonés, que hoy día goza de gran autonomía y bastantes libertades impensables en China, precisamente a ese sistema que impera en la potencia asiática. Por el contrario, la parte más liberal de la sociedad quiere mantenerse en la situación de autonomía actual o bien avanzar hacia la independencia para alejarse todo lo posible de China. Sin embargo, esta situación favorece a la larga a Pekín, ya que el acuerdo de autonomía de Hong Kong entró en vigor cuando este territorio pasó de ser una colonia británica a manos chinas en 1997, y donde se estipulaba que esta autonomía se mantendría durante 50 años –hasta 2047–. Por tanto, ese año China podrá simplemente asimilar de forma total el territorio.
En el contexto de la guerra comercial la importancia de este territorio no es menor: Hong Kong recibe un trato especial en términos comerciales por parte de Estados Unidos gracias a una ley de 1992, la Hong Kong Policy Act. Esta ley se fundamenta en la autonomía del territorio y, a cambio de que se sigan garantizando los buenos niveles de libertad política y económica que existen allí, Estados Unidos se compromete a tratar a Hong Kong como si fuese un país distinto de China en el aspecto comercial. Y de esta situación se beneficia también la República Popular, y mucho. Hong Kong es el segundo destino de las exportaciones chinas tras Estados Unidos, y es que las compañías chinas utilizan este enclave como intermediario para vender su mercancía a otras multinacionales radicadas en el territorio autónomo, que a su vez lo usan para penetrar en la China continental. El gran problema para Pekín de la guerra comercial es que Estados Unidos grava cualquier importación procedente de China. Pero gracias a Hong Kong, los productos chinos pueden esquivar, al menos parcialmente, esos aranceles y así mitigar su impacto gracias a un sistema llamado first-sale rule.
Hasta aquí el panorama no parece excesivamente perjudicial para China. Sin embargo, desde mediados de junio –al poco de empezar las protestas en Hong Kong–, demócratas y republicanos han impulsado en el Congreso estadounidense una nueva ley –aún no aprobada– llamada The Hong Kong Human Rights and Democracy Act para exigir que se identifique a aquellas personas que han cometido violaciones de derechos humanos en la autonomía para poder sancionarlas, así como para crear un procedimiento por el cual, de manera anual, Estados Unidos avale mantener el acuerdo de 1992 vigente teniendo en cuenta que el nivel de autonomía en el territorio hongkonés no se ha visto mermado. Si no, Washington se reserva el derecho de revocar esa prerrogativa comercial y equiparar a nivel comercial la China continental y Hong Kong. En ese supuesto, China perdería una de sus grandes cartas para esquivar los aranceles estadounidenses. Sin embargo, si Estados Unidos llevase a cabo este movimiento, China asumiría muchos menos costes acelerando la asimilación total de Hong Kong. Por el contrario, en Pekín saben que deben ser cuidadosos con no excederse atrayendo al régimen autónomo para no activar la cláusula de Estados Unidos y perder así su gran baza, al mismo tiempo que tiene que evitar que en la excolonia británica prospere un movimiento independentista que pueda hacer que Hong Kong se le acabe escapando de las manos.
En este sentido, China, a pesar de tener la carta hongkonesa, está en clara desventaja en su guerra comercial con Estados Unidos por el hecho de que su balanza comercial con el país norteamericano es enormemente asimétrica: la potencia asiática exporta mucho más a EEUU que al contrario, por lo que está mucho más expuesta a los aranceles que su rival. Así, en vez de seguir escalando en un pulso que tiene perdido, ha optado por llevarse la batalla a otro terreno en el que juega con algo más de ventaja: las divisas.
Para que nos entendamos, el Banco Central Chino tiene bastante más poder de control sobre el tipo de cambio del yuan –la moneda china– que el que tiene la Reserva Federal con el dólar. El primero no flota libremente –su tipo de cambio no viene determinado por la oferta y la demanda del mercado de divisas–, mientras que el segundo sí. Y esa diferencia hace que China pueda devaluar su moneda para ganar cierta competitividad comercial por una vía en la que Estados Unidos no dispone de tal herramienta. Además, esta devaluación supone un reto a Trump de primer nivel: el mandatario había acusado a China de que manipula su moneda para ganar competitividad comercial de forma injusta –porque es cierto–, pero esta jugada de China supone aceptar el órdago de Trump e ir a hacer daño en una herida que, quizás, en la Casa Blanca no se esperaban que Pekín podía atreverse a hacer.
La gran esperanza de China para acabar con este conflicto comercial es que Trump pierda las presidenciales de noviembre de 2020. Hasta el momento, todas las rondas de negociación que se han sucedido entre ambos han sido infructuosas. Es una jugada arriesgada, porque las encuestas no aseguran una derrota del actual presidente y el panorama de candidatos demócratas tampoco apunta a que vayan a presentar una figura de carisma arrollador y visión privilegiada. Por tanto, en este lapso de tiempo hasta los comicios –y quién sabe si con una prórroga de cuatro años más gracias a un nuevo mandato del neoyorquino–, China parece que solo tiene dos opciones: o capitular ante Estados Unidos o continuar la escalada hacia un límite que nadie sabe dónde está.