Aunque sus protagonistas siempre tienden a exagerar su significación, las elecciones celebradas en Israel el pasado día 9 no van a pasar a la historia por su especial relevancia. De hecho, si hay que mencionar algo realmente sobresaliente en la agenda israelí de estos días habría que referirse al alunizaje de la sonda Bereshit (Génesis), que convierte a Israel en el cuarto país que logra tal proeza tras Estados Unidos, Rusia y China.
Por lo que respecta a las elecciones casi todo ha respondido a lo esperado, incluyendo la victoria de Benjamin Netanyahu, ya a punto de sobrepasar a Ben Gurion como el primer ministro más longevo de Israel. Para empezar, los votantes no se han sentido especialmente llamados a las urnas y de ahí que la participación haya caído del 72% en 2015 al actual 68%.
Especialmente significativa ha sido la escasa movilización del electorado árabe israelí, a buen seguro desmotivado por la Ley del Estado-nación, que desde julio pasado define a Israel como el Estado del pueblo judío y que, por tanto, convierte definitivamente a una comunidad de 1,8 millones de personas en ciudadanos de segunda categoría.
Otra de las razones de esta escasa movilización árabe se debe a la fragmentación de la Lista Conjunta, que en la anterior legislatura había llegado a convertirse, con 13 escaños, en la tercera fuerza parlamentaria y que ahora se ha presentado dividida en dos coaliciones: Hadash-Taal (que ha conseguido 6 diputados) y Raam-Balad (4), desgraciadamente irrelevantes en la sesgada política nacional.
En cuanto al voto israelí, los miembros de la coalición Kahol Lavan (Azul y Blanco) –liderada por el exgeneral Benny Gantz, al frente de Hosen L'Yisrael (Partido de la Resiliencia de Israel), junto a Yair Lapid, líder de Yesh Atid (Hay Futuro), y Moshe Ya'alon, líder de Telem– pueden lamer sus heridas con el consuelo de haber logrado nada menos que los mismos 35 escaños del Likud, siendo una coalición formada hace menos de dos meses y con un sistema tan ultraproporcional como el israelí.
Pero seguramente eso no les quitará la frustración de haberse quedado a las puertas del poder. No deja de resultar suficientemente clarificador del progresivo corrimiento hacia la extrema derecha del electorado israelí el hecho de que Gantz y los suyos sean vistos como representantes del centro izquierda, cuando no han tenido reparos en jactarse del uso de la violencia contra los palestinos, y de que el propio Netanyahu alardee de ser el factor moderado de su gabinete.
Tampoco ha sido sorpresa alguna la confirmación de la debacle de los laboristas, que han visto reducida su fuerza parlamentaria de 24 escaños (obtenidos en 2015 en coalición con Hatnuah) a tan solo 6. Lo mismo cabe decir de los partidos religiosos judíos, siempre capaces de movilizar a su fiel y creciente electorado para garantizar su presencia en cualquier gabinete ministerial, sea cual sea el partido que lo lidere.
Tanto el partido askenazi Yahadut Hatorah (Judaísmo Unificado de la Torá) como el Shas (Asociación Internacional de los Sefardíes Observadores de la Torá) han obtenido 8 escaños, aumentando su representación en dos y uno, respectivamente.
Visto así, el próximo gabinete –a la espera de que Avigdor Liebermann obtenga una compensación a la altura de sus exigencias para sumar sus cinco escaños al resto de los partidos que ya estaban en el anterior– puede contar con una cómoda mayoría de 65 diputados (de un total de 120). Pero sería equivocado suponer que eso allana el camino de un Netanyahu seriamente desgastado y al que solo los regalos de Donald Trump (embajada en Jerusalén, reconocida como capital israelí; cierre de toda relación con la Autoridad Palestina; negación de fondos a la UNRWA; reconocimiento de los Altos del Golán sirios como territorio israelí) y sus propias promesas de última hora (incluyendo la anexión de todos los ilegales asentamientos de Cisjordania) le han permitido lograr una exigua ventaja sobre su principal oponente.
A partir de aquí, un Netanyahu que no hace ascos a compañías tan poco recomendables como ultraderechistas tendrá, en primer lugar, que hacer frente a sus propios problemas con la justicia, encausado ya en tres procesos (que pueden ser cuatro a corto plazo) por soborno, fraude y abuso de confianza.
Además, queda por ver cómo logrará mantener el apoyo de los partidos religiosos si vuelve a plantear la aprobación de la ley que elimina la exención del servicio militar obligatorio a los estudiantes de las yeshivas (que ya fue una de las principales causas de la ruptura de la coalición gubernamental en la anterior legislatura). De igual modo, se enfrenta al reto de lograr la reactivación de una economía que se ha ido deteriorando desde la segunda mitad del pasado año.
Por otro lado, en lo que se refiere a los asuntos regionales, solo cabe prever que la estrategia de hechos consumados tan querida por Netanyahu siga provocando el aumento de la tensión con Irán y Siria. Mientras tanto, los palestinos no pueden esperar nada bueno de la confluencia de intereses entre Tel Aviv y Washington, a la espera de un supuesto plan de paz que puede añadir más leña al fuego.
En definitiva, todo sigue (para mal) dónde lo habíamos dejado cuando Netanyahu decidió dar por finalizada la vigésima legislatura en el pasado diciembre. Sin novedad en el frente.