A Paul le acababan de meter cuatro tiros con una pistola de bolsillo Kel Tech 380 cuando conoció a Jooyoung Lee, un joven sociólogo amante del hip hop y del jiu-jitsu brasileño. Paul era un cocinero negro que freía alitas de pollo en un bar de Filadelfia (EEUU). Dos semanas antes, un sábado por la mañana, su compañero de piso y casero había llegado a casa con la Kel Tech 380 en la mano. Paul pensó que era un arma de aire comprimido. “¿Qué vas a hacer con esa pistolita, negro hijo de puta?”, le inquirió. Su compañero apretó el gatillo por primera vez: la bala rozó su cabeza y destruyó su dedo índice. Sangrando a chorros y asumiendo que la pistola no era precisamente de juguete, Paul se puso de rodillas e imploró: “Por favor, no dispares”.
Su compañero disparó por segunda vez. El proyectil le atravesó un lateral del pecho. Y una tercera vez. La bala agujereó el hombro de Paul y salió por su axila. El cocinero cayó al suelo. Los problemas de convivencia con su casero venían de lejos. Paul era un manirroto. Se gastaba su sueldo en alcohol, cocaína y en salir con chicas. Debía cuatro meses de alquiler.
De repente, Paul se encontraba desangrándose en la cocina, envuelto en una alfombra de Ikea, listo para ser enterrado. Decidió hacerse el muerto, mientras su compañero de piso recogía los casquillos y fregaba el lugar del crimen. En un momento dado, el asesino miró a los ojos al asesinado y le pegó una patada en los pies, para comprobar que estaba tieso. Paul ni siquiera parpadeó. Una de las balas había dañado sus nervios faciales. “Yo no podía parpadear. Le devolví la mirada como si estuviera muerto. Creo que eso me salvó la vida”, confesó ya en el hospital al sociólogo amante del hip hop.
Disparos que no matan
Pero la pesadilla de Paul no acabó en la alfombra de Ikea. Aprovechando un despiste de su verdugo, salió corriendo de la casa por la puerta trasera y pidió ayuda a gritos en un callejón. Nadie quiso escucharle. Sólo acudió, rabioso, su compañero de piso. Le puso el cañón todavía caliente en la cara y le disparó una cuarta bala, que le destrozó la mandíbula y se quedó alojada debajo de su clavícula. Un rato más tarde, uno que pasaba por allí lo encontró tirado en el suelo, agujereado pero vivo, en un charco de su propia sangre.
La historia de Paul no es singular. El homicidio, casi siempre con armas de fuego, es la principal causa de muerte prematura para los jóvenes negros de EEUU, de entre 15 y 34 años, según las estadísticas de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades. Es un fenómeno que no ocurre con ningún otro grupo racial. La tasa de homicidios en la población negra multiplica por ocho la de los blancos.
Paul (un nombre ficticio) es sólo una de las 40 personas que han aceptado participar en un estudio etnográfico sobre las víctimas de disparos de armas de fuego en Filadelfia, llevado a cabo por el sociólogo Jooyoung Lee. “La mayor parte de la gente piensa en los tiroteos que terminan en muerte, pero los disparos que no acaban con la vida de las víctimas son más comunes. De hecho, los estudios muestran que sólo uno de cada cinco disparos es mortal”, explica Lee.
El sociólogo, nacido en California, es un entusiasta del popping, un estilo de baile habitual en el mundo del hip hop en el que el cuerpo se mueve a golpes creando un efecto robótico. Hace unos cuatro años, Lee preparaba un libro sobre los jóvenes negros que querían triunfar como raperos en South Central, un barrio de Los Ángeles con la mayor comunidad negra de la mitad oeste de EEUU. Una noche, uno de los protagonistas del libro fue tiroteado por unos chicanos racistas. “El disparo le dejó herido y transformado. La experiencia me abrió los ojos y me inspiró para preparar otro libro sobre las vidas de otros jóvenes negros, que son el principal grupo de riesgo para ser tiroteados en EEUU”.
El día después
Durante un tiempo, Lee aparcó su primer libro, Volando por los aires: Sueños raperos en el gueto, y se concentró en una nueva obra: Heridos: El día después de la violencia armada. Entre 2010 y 2011 se dedicó a hablar periódicamente con 40 víctimas de disparos reclutadas en el hospital de la Universidad de Pensilvania, en Filadelfia. 38 de ellos eran negros, uno blanco y otro latinoamericano. Todos menos tres eran hombres. Y su edad media era de apenas 24 años. Paul era uno de ellos.
“Mi objetivo es arrojar luz sobre la vida cotidiana de los jóvenes que son heridos y sufren una serie de transformaciones en su vida debido al dolor crónico, a discapacidades y a otras complicaciones de su salud que experimentan después de recibir un disparo”, resume Lee. Su libro, todavía sin publicar, cuenta la vida de Paul después de ser fusilado por su compañero de piso. El joven cocinero, como otros casi 50 millones de personas en EEUU, no tenía seguro médico. Cuando el sociólogo conoció a Paul en su habitación del hospital, el dolor rasgaba su cuerpo y no le dejaba dormir. Sólo el Percocet, un potente analgésico narcótico muy adictivo, le quitaba el dolor, pero su médico se negó a recetárselo. “Estos hijos de puta no se preocupan de una mierda”, le dijo Paul a Lee.
“Además de sentirse perseguidas por sus verdugos, las víctimas de disparos también se sienten acosadas por un sistema sanitario que no cuida de ellas”, critica el sociólogo, que ha adelantado una parte de su investigación en un par de artículos publicados en las revistas especializadas Social Science & Medicine y The ANNALS, de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales de EEUU.
Sin dinero y sin seguro médico, Paul recurrió a pequeños camellos que vendían Percocet. En algunas ocasiones, el sociólogo le acompañó a pillar la droga. “Aunque conseguía un alivio temporal, su tratamiento del dolor le creó nuevos riesgos para su seguridad y su salud”, reflexiona Lee. De repente, el joven cocinero se convirtió en un adicto al Percocet que dependía de unos camellos envueltos a su vez en un mundo de pobreza y violencia.
En busca de drogas
¿Cuántas personas como Paul hay en EEUU? El sociólogo recuerda cifras ilustrativas. En 2011 hubo 14.612 asesinatos en EEUU, 4,7 por cada 100.000 habitantes. El mismo año, se registraron 751.131 agresiones con agravantes, unas 241 por cada 100.000 habitantes. Y los expertos creen que las cifras reales son mayores. “Las experiencias de Paul, por lo tanto, son de alguna manera una ventana a las vidas de al menos esos 751.131 casos de agresión. Aunque no todos los asaltos dejan víctimas con secuelas físicas tan graves, muchos son el origen de duraderos problemas emocionales y de salud mental”, apunta Lee.
Durante su investigación, el sociólogo, ahora en la Universidad de Toronto (Canadá), acompañó a los supervivientes de tiroteos a sus casas, a sus trabajos, a sus citas con los servicios sociales, a las discotecas, a sus juicios, a por drogas. En resumen, compartió sus vidas. “Descubrí que el tratamiento del dolor era una preocupación central para la mayoría de las víctimas. También me di cuenta de que la mayor parte de las víctimas no tenía acceso continuado al sistema sanitario”, comenta Lee. Para calmar sus dolores, los chavales heridos recurrían al alcohol, a la marihuana, a medicamentos contra la ansiedad y al Percocet adquirido a camellos de poca monta.
La gran inspiración para el sociólogo ha sido el comienzo de La metamorfosis de Franz Kafka: “Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregor Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto. Estaba echado de espaldas sobre un duro caparazón y, al alzar la cabeza, vio su vientre convexo y oscuro, surcado por curvadas callosidades, sobre el cual casi no se aguantaba la colcha, que estaba a punto de escurrirse hasta el suelo. Numerosas patas, penosamente delgadas en comparación con el grosor normal de sus piernas, se agitaban sin concierto. «¿Qué me ha ocurrido?». No estaba soñando. Su habitación, una habitación normal, aunque muy pequeña, tenía el aspecto habitual”.
Como el monstruo de Kafka
En su investigación, Lee intenta mostrar cómo viven las víctimas de armas de fuego con balas alojadas en su cuerpo o con desfiguraciones provocadas por los propios disparos o por cirugías de emergencia. “Varios jóvenes que conocí se despertaron en una unidad de cuidados intensivos descubriendo que habían sido desfigurados, que eran como el monstruo sobre el que escribe Kafka”, narra el sociólogo.
Lee recuerda el caso de uno de los jóvenes de Filadelfia, Winston, de 25 años. Una noche, cuando regresaba a su hogar tras haber pasado un rato en casa de un amigo, escuchó pasos a sus espaldas. Asustado en medio de la oscuridad, echó a correr. Su perseguidor disparó entonces una pistola semiautomática del calibre 45. La primera bala le despedazó el pie izquierdo. El segundo proyectil le destrozó los intestinos y parte del páncreas y un riñón. Pese a sus heridas, consiguió llegar a casa. Su madre lo llevó al hospital, donde los cirujanos le extirparon tres metros de intestino.
Para salvar su vida, los médicos decidieron someter a Winston a una operación quirúrgica llamada cirugía de control de daños, concebida para evitar posibles infecciones u otras complicaciones. “Optando por dejar su abdomen abierto, cubrieron su estómago y sus intestinos con un injerto de piel tomada de sus piernas”, detalla Lee. “Aunque esta operación tiene sentido médico, tiene consecuencias no intencionadas para víctimas como Winston, que vivió durante un año con su estómago y sus intestinos por fuera”.
Tras tres meses en el hospital, los médicos dejaron que Winston volviera a casa. “Cuando regresé, era como si nunca me hubiera ido”, le contaba el chico al sociólogo. “Antes de la cena, sin embargo, Winston recibió un abrupto recordatorio de que ya no era la misma persona que antes de recibir los dos disparos. Su hernia abdominal comenzó a gorgotear y a crecer bajo su camisa”, describe Lee. En otra ocasión, cuando disfrutaba de la visita de algunos familiares en su apartamento, su hernia comenzó a sobresalir por debajo de su camiseta. Sus primos se dieron cuenta. “La gente perdió el apetito. Me sentí mal, como si fuera un monstruo. Me gustaría haber muerto aquella noche”, le confesó Winston al sociólogo. Por la calle, algunos jóvenes de su barrio se reían a su paso, llamándole “Win la embarazada”.
Balas dentro del cuerpo
No fue el único problema de Winston. Los cirujanos le había practicado una colostomía, un agujero en el vientre conectado con el intestino grueso para que las heces salieran directamente hacia una bolsa adherida a su abdomen. Un día, cuando iba en el metro a ver a los detectives que investigaban su caso, su bolsa se abrió, llenando su ropa y sus manos de excrementos. “Tenía mierda por todas partes. La gente podía olerla”, recordaba con tristeza.
“Winston se mostraba particularmente avergonzado cuando su novia de entonces, Danya, intentaba tener sexo con él”, explica Lee. “A ella le gustaría intentar hacer cosas, pero yo me siento raro haciéndolo cuando mi mierda está aquí mismo [señalándose el abdomen]”, le contaba Winston. Una noche, su bolsa de colostomía se abrió y las heces se vertieron encima de su novia. Su bolsa y su hernia abdominal “se convirtieron en vergonzosas en una serie de rutinas”, en palabras del sociólogo. “Las cenas familiares, los viajes en metro y la intimidad sexual fueron arruinados por recordatorios de que Winston ya no era la persona que solía ser”.
Lee también se detiene en los heridos que se han quedado con una bala dentro de su cuerpo. 22 de los 40 participantes en su estudio se encontraban en esta situación. En algunos casos, la pequeña munición de las pistolas de bolsillo facilitó que la bala se quedara dentro de las víctimas. En otros casos, la munición estaba directamente diseñada para alojarse en un cuerpo humano. En EEUU, por un poco más de dinero, es posible comprar las llamadas balas de punta hueca, que se deforman al impactar y desgarran todo a su paso. El sociólogo cita a un tal Jesse, un ciudadano blanco y orgulloso miembro de la poderosa Asociación Nacional del Rifle de EEUU, para mostrar las supuestas bondades de esta munición: “Las balas de punta hueca son maravillosas porque no te arriesgas a que la bala atraviese al malo y pegue en algo o alguien”.
Tratados como vagos
Kevin (todos los nombres de las víctimas son ficticios para proteger su intimidad) es uno de esos jóvenes negros que viven con una bala alojada en su cuerpo. Una noche de verano de 2007, en la puerta de un restaurante de comida china para llevar, sus amigos se enzarzaron en una discusión con otro grupo que iba en una camioneta pickup. En un momento dado, uno de los ocupantes sacó una pistola y empezó a disparar a Kevin y a sus colegas. Uno de sus amigos desenfundó a su vez otra pistola y respondió al fuego. En medio del tiroteo, Kevin acabó con una bala en la pierna disparada por su propio colega.
Lee conoció a Kevin en el hospital, cuatro años después del tiroteo. Había acudido al médico porque estaba jugando un partido de baloncesto con sus amigos y de repente el dolor en su pierna se volvió insoportable. “Aterricé en el suelo después de coger un rebote y sentí un dolor como nunca antes había sentido. Me dolía más que la primera vez que salí del hospital”, le contó el chico. Kevin vivía con un dolor crónico que, según su relato, se agudizaba cuando hacía frío o había humedad. “Me enfriaba, viendo la televisión o haciendo lo que fuera, y de repente ¡boom! Me sentía como si me hubiesen metido el tiro otra vez”, se lamentaba.
Las balas retenidas en el cuerpo son una fuente de dolor y frustración común a muchas de las víctimas estudiadas en Filadelfia. Muchos pacientes pedían que se las extrajeran, pero los médicos se las dejaban en muchos casos para evitar infecciones u otras complicaciones quirúrgicas. En el caso de Kevin, el dolor crónico afectaba a su rendimiento laboral. Hacía trabajos domésticos en turnos de hasta 10 horas diarias, pero su jefa pensaba que era un vago. El chaval no quería confesar que tenía una bala alojada en su cuerpo y que el dolor no le dejaba rendir como sus compañeros. “No quiero que empiece a tratarme como a un criminal”, se lamentaba.
Una carga moral
“Las balas retenidas en el cuerpo, que constantemente recuerdan a la víctima el disparo que sufrieron, suponen una carga moral. Al igual que las víctimas de una violación o de otros asaltos violentos (habitualmente las mujeres violadas son acusadas de una supuesta provocación a sus violadores), las víctimas de disparos de armas de fuego temen que admitir en público que han sido tiroteadas levante sospechas morales a su alrededor”, expone Lee. Los jóvenes negros a los que acompañó por las calles de Filadelfia tenían que elegir entre ser catalogados como vagos o como víctimas de un disparo seguramente merecido por meterse en líos.
El sociólogo Jack Katz, de la Universidad de California en Los Angeles, defiende que los etnógrafos, los observadores de los grupos humanos, pueden cambiar las políticas al cambiar la percepción pública de un grupo estigmatizado. Según sus reflexiones, una buena etnografía dibuja un retrato mucho más complejo de estas personas, que no optan de manera individual por el fracaso, sino que se ven envueltas en una espiral de condiciones sociales y políticas.
El trabajo de Katz es otra de las inspiraciones de Lee, que presenta a Paul, el cocinero tiroteado que pateaba las calles en busca de Percocet, como una alternativa al estereotipo de negro conflictivo que recibe un disparo porque se lo andaba buscando. “La historia de Paul y los disparos que recibió al estilo de una ejecución, su dolor crónico y sus defraudadas esperanzas de volver a trabajar proporcionan poderosas imágenes para contrarrestar las caricaturas simplonas de los negros víctimas de tiroteos por ser miembros de pandillas, camellos u otros criminales que se ganan el propio sufrimiento a pulso”, cree Lee.
El sociólogo sitúa el caso de Paul y otras víctimas en un marco de “violencia estructural”, un término acuñado por el sociólogo noruego Johan Galtung en 1969 para vincular el comportamiento individual con fuerzas históricas, políticas y sociales. El antropólogo estadounidense Paul Farmer, de la Escuela Médica de Harvard, también ha esgrimido este concepto en el caso del virus del sida. “Muchos médicos se han concentrado en los llamados comportamientos o estilos de vida que ponen a alguien en riesgo de infectarse por el virus del sida. Pero el riesgo nunca ha venido determinado únicamente por comportamientos de riesgo individuales. La susceptibilidad a la infección se agrava por factores sociales, incluyendo la pobreza, la desigualdad de género y el racismo”, denunciaba Farmer en la revista PLoS Medicine en 2006.
Violencia escondida
Lee señala un estudio que pone sobre la mesa esta violencia estructural, curiosamente liderado por un epidemiólogo de la Universidad Central del Sur, en Changsha (China). Los investigadores analizaron los datos de homicidios con armas de fuego en EEUU entre 1999 y 2005, que parecían estables. Pero los expertos se olían que las grandes cifras enmascaraban graves problemas en subgrupos de población.
Y, efectivamente, los científicos descubrieron que, bajo la aparente calma en las cifras generales, el número de homicidios por arma de fuego en los negros de entre 25 y 44 años había aumentado un 31%. El incremento se concentraba en zonas urbanas de lugares como Alabama, Pensilvania, California, Texas y Washington. “Hemos concluido que los recientes y desapercibidos incrementos en homicidios por armas de fuego en hombres de entre 25 y 44 años, especialmente hombres negros, en grandes áreas metropolitanas merece la atención de los responsables políticos”, advertían los autores, encabezados por Guoqing Hu.
Sin embargo, habitualmente esta violencia estructural no se tiene en cuenta ni siquiera en los hospitales. “Los médicos y el personal de enfermería desarrollan una dura disposición hacia las víctimas de disparos”, lamenta Jooyoung Lee. “Muchos creen que, para ser tiroteadas, las víctimas tienen que haber estado haciendo algo ilícito o arriesgado. Y la investigación también muestra que los jóvenes negros heridos se sienten desatendidos por los profesionales sanitarios”, expone el sociólogo. Un estudio sobre las experiencias en los hospitales de negros víctimas de violencia, publicado en la revista Trauma en 2010, incluía este testimonio de uno de ellos: “Los pocos días que pasé en el hospital podría haber sido perfectamente un trozo de carne”, en alusión a la desatención que sintió por parte del personal sanitario en un centro médico de Boston.
A la sensación de rechazo se une el rechazo real por parte de las instituciones. Un estudio mostró en 2010 que la gran mayoría, hasta el 75%, de los heridos de bala atendidos en un hospital de la Universidad de California en Oakland (California) no disponía de seguro médico. El trabajo, dirigido por el profesor de cirugía Gregory Victorino, analizó los casos de 2.164 heridos de bala atendidos en el hospital entre 1998 y 2007. Tres cuartas partes no tenían seguro. El 9% de ellos murió en el propio hospital, frente al 6% de las víctimas que sí disponían de cobertura médica. “Pese a presentar una gravedad similar de sus heridas, los pacientes sin seguro tenían más probabilidades de morir tras un disparo que los pacientes asegurados”, denunciaba el equipo de Victorino.
Contra la caricatura
El sociólogo Jooyoung Lee lucha contra la caricatura del negro que se busca que le peguen un tiro. Las víctimas como Paul, sostiene, han nacido en un submundo en el que las escuelas carecen de personal y recursos. Viven en guetos empobrecidos, con altas tasas de absentismo escolar, y en los que los buenos puestos de trabajo han volado, dejando a los jóvenes buscándose la vida como pueden. “Mientras los estereotipos populares sigan resonando entre los responsables políticos, el personal sanitario, los policías y otras personas que interactúan con las víctimas, probablemente no concentraremos nuestra atención en el inadecuado apoyo institucional a las víctimas”, sostiene Lee.
John Rich, decano de la Escuela de Salud Pública de la Universidad Drexel, en Filadelfia, ha dedicado parte de su vida académica a desmontar la imagen de las víctimas de armas de fuego como pandilleros y camellos de drogas. A su juicio, estos estereotipos proporcionan una coartada moral para una menor atención sanitaria. “Esta coartada moral no siempre es explícita. Como muchos estereotipos que crean disparidades en la atención sanitaria, estos prejuicios pueden ser implícitos y el personal sanitario puede ser virtualmente inconsciente de que está provocando un daño”, opina Rich.
Lee compara la situación de los estadounidenses tiroteados en EEUU con la de los estadounidenses tiroteados en Irak o Afganistán. En los últimos años, las ayudas a los militares veteranos han aumentado. Cuando vuelven de la guerra, encuentran el apoyo del Gobierno para buscar empleo y recuperarse de sus heridas. “Una realidad muy diferente espera a los jóvenes que reciben un disparo en los barrios más violentos y con menor atención médica de nuestro país”, expone Lee.
“EEUU es una anomalía”
Cuando un joven negro como Paul, Winston o Kevin queda herido de bala en EEUU, la debilidad de la atención médica que recibe amplifica su sufrimiento. “Sus historias revelan una necesidad real de un modelo sostenible de cuidados sanitarios. Mucha gente no se da cuenta, pero recibir un disparo es el primer episodio de una larga espiral de pérdida de la salud. La mayoría de los heridos de bala viven para ver el día siguiente, pero sus vidas y su salud quedan comprometidas después del hecho. Sin redes de seguridad adecuadas, las víctimas se encuentran en otro escenario de pesadilla: se las tienen que apañar por sí mismas con un cuerpo herido”, denuncia Lee.
El profesor de la Universidad de Toronto cree que Obamacare, la ley de la Administración Obama para aumentar la cobertura médica en EEUU, mejorará la situación de algunas víctimas, por ejemplo al ampliar a 26 años la edad hasta la que un hijo puede disfrutar del seguro médico de sus padres. Pero mientras que Obamacare “probablemente se convertirá en una red de seguridad para algunos, no abarcará a todo el mundo, especialmente a los mayores de 26 años, a aquellos que no tengan padres con seguro médico y a los que simplemente no se hagan un plan de atención sanitaria y opten por pagar una tasa por permanecer sin seguro”, denuncia Lee.
El sociólogo está enfadado con su país. “EEUU es una anomalía. Es uno de los últimos países industrializados que no tienen en vigor un sistema de asistencia sanitaria universal. Y esto es especialmente problemático porque es uno de los países industrializados más violentos”, expone. En su opinión, hay que poner en marcha cuanto antes un modelo similar al que disfrutan los militares que regresan heridos de la guerra. Para que no haya más tragedias como las que viven cada día Paul, Winston y Kevin. Y para que no sea mejor que el tiro te lo pegue un talibán en una montaña afgana que un estadounidense en el centro de Filadelfia.
Información de Materia.