Fernando Henrique Cardoso, líder del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), le pasó la banda presidencial Luiz Inácio Lula da Silva, del Partido de los Trabajadores (PT), en 2003. Esa fue la primera vez que Lula llegó a la presidencia después de tres intentos. También la primera vez, después de casi medio siglo, que un presidente civil electo por el voto popular directo le entregó la banda presidencial a su sucesor. El anterior había sido Juscelino Kubitschek a Jânio Quadros en 1961. En el medio: un golpe de Estado, la renuncia de dos presidentes, un partido militar, la muerte de Tancredo Neves antes de asumir en el cargo y el primer juicio político contra un mandatario en pleno ejercicio del poder. Dos décadas después de ese primero de enero de 2003, Lula vuelve a pelear por la presidencia de Brasil. Es la sexta vez en lo que va de su vida. Pero este año, la campaña ha sumado elementos que convierten a las presidenciales de este domingo en unas elecciones históricas.
El acuerdo entre dos rivales
Por primera vez desde 1985, los dos expresidentes de mayor peso político desde la vuelta de la democracia, no jugarán enfrentados. Si bien, Fernando Henrique Cardoso dejó hace tiempo de ser un protagonista de la actualidad política, no hizo falta más que una imagen juntos en mayo del 2021 para posibilitar la candidatura de Geraldo Alckim, una de las figuras centrales del PSDB, ahora en el Partido Socialista Brasileño (PSB), para el cargo de vicepresidente en la fórmula del PT. Alckmin, vicegobernador del estado São Paulo de 1995 al 2001 y gobernador de 2011 a 2018, es el mismo que compitió contra Lula en la segunda vuelta de las elecciones de 2006. En 2018 volvió a intentarlo pero quedó en un lejano cuarto lugar con el 4,76% de los votos.
“El sistema político se terminó. Nuestros partidos no pueden o no quieren cambiar. Busquemos los mínimos denominadores comunes para salir del callejón sin salida, porque todos somos responsables de ello”, escribió Fernando Henrique en una nota de opinión publicada por Estadão en marzo de 2016. Ese año, después de la destitución de Dilma Rousseff, había quedado expuesta la crisis en el sistema de partidos y la dificultad de los presidentes a la hora de construir grandes mayorías en el Congreso que posibiliten la gobernabilidad. Se necesitan “reglas más estrictas”, decía Cardoso hace seis años. Esta es la primera elección que el PSDB, en la versión más debilitada de los últimos 30 años, si bien ha puesto a la vice de la candidata a presidente Simone Tebet, no juega abiertamente contra el PT. Más bien todo lo contrario.
Este acercamiento entre estos dos líderes, de espacios políticos rivales, no podría haber sido posible sin los cuatro años de gobierno de Jair Bolsonaro. No como consecuencia de su victoria sino como causa. La debilidad interna con la que los dos principales partidos políticos de Brasil llegaron a las elecciones de 2018, que posibilitó la victoria de Bolsonaro, explica esta campaña. A Lula y Fernando Henrique no los une el amor sino el espanto.
El papel del centro-derecha
“Cuando un partido político como el PT busca hacer una alianza política, lo hace solo cuando tiene claro que solo no gana las elecciones. Y si gana, no tiene cómo gobernar, porque no tiene mayoría en el Congreso. Todo el mundo tiene claro eso”, dijo Lula hace unos años, según las declaraciones que rescata el periodista Rodrigo Vizeu en este episodio del podcast “Presidente da Semana”.
En la estrategia de supervivencia para ganar y garantizar gobernabilidad, el histórico Movimiento Democrático Brasileño (MDB) –hasta 2017 Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB)– ha sido un actor central para que el PT gobierne. También para los gobiernos del PSDB. Pero en el 2015 todo cambió. La destitución de la presidenta Dilma Rousseff, que necesitó del respaldo del principal líder del PMDB y vicepresidente del Gobierno, Michel Temer, creó unas condiciones diferentes en esta campaña.
El MDB integra el espacio político conocido como centrão, un bloque de centro-derecha que le ha posibilitado la gobernabilidad desde el Congreso tanto al PT como al PSDB. “El centrão expresaba una nueva correlación de fuerzas y convirtió al partido en rehén del enorme poder de negociación, que el gobierno de José Sarney (1985-1990) supo usar muy bien. Fue el comienzo de un proceso de remodelación conservadora en el PMDB, que lo llevaría a guardar sus banderas históricas”, escribe Lilia Schwarcz y Heloisa Starling en “Brasil. Una biografía”.
Este año, después de varias elecciones en las sombras de la política, el MDB lleva candidato propio. Buscará revertir el 1,20% de Henrique Meirelles en 2018 y de la experiencia poco exitosa de Michel Temer como presidente. Pero el MDB no lleva candidato esta elección para conseguir el desafío casi imposible de llegar al Planalto, sino para no tener que tomar posición por ninguna de las grandes candidaturas y así poder tener libertad de juego con el ganador en el nuevo Congreso.
Desconfianza infundada
Por otro lado, desde la Constitución de 1988, ninguna victoria electoral ha sido cuestionada. Todos los presidentes llegaron al Palacio de la Alvorada por el voto popular directo y sin reparos. Pero esa tradición podría verse quebrada este domingo. Es la primera vez que las Fuerzas Armadas, con autorización del Tribunal Superior Electoral (TSE), harán un recuento paralelo de los votos el día de las elecciones. En 385 urnas, los militares controlarán los registros para verificar que coincidan con los datos enviados al TSE.
Jair Bolsonaro ha alimentado las sospechas infundadas sobre el sistema de votación electrónica. Este sistema funciona en Brasil desde 1996 sin grandes críticas y le permitió al propio Bolsonaro llegar a la presidencia. Si bien la participación de los militares como observadores no va en contra de la ley, la pregunta es qué pasará en el caso de que los miembros de las Fuerzas Armadas anuncien que los datos no coinciden con los del TSE.
“El contexto del conteo paralelo es importante. Esto sucede en medio de las críticas del gobierno a las urnas electrónicas. Entonces, surge la duda de cómo las Fuerzas Armadas, y hasta el mismo presidente Jair Bolsonaro, van a lidiar con ese trabajo”, dice el periodista Cézar Feitoza, en Café da Manhã. “De todos modos, pienso que no se puede decir que el este fiscalización puede traer problemas concretos, más allá de ese malestar entre las instituciones”.
Después de la condena
El 7 de abril de 2018, Luiz Inácio Lula da Silva fue detenido. El expresidente pasó 580 días en una celda de la Policía Federal en Curitiba. Lula no ha sido el primero ni el único expresidente detenido en Brasil. Hermes da Fonseca, presidente entre 1910 y 1914, quedó arrestado después del levantamiento militar de 1930, según cuentan las historiadoras Schwarcz y Starling. Pero no ha sido el único. Juscelino Kubitschek, presidente entre 1956 y 1961, terminó en prisión por pedir la vuelta de la democrática en 1968, en pleno régimen militar. Ese mismo año, Jânio Quadros pasó 120 días detenido, por el mismo motivo.
Pero Lula es el primer expresidente de Brasil que fue arrestado en democracia, después de haber sido condenado por delito común en el ámbito de justicia penal. Lula quedó en libertad por orden del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), que decidió anular las condenas en la causa Lava Jato, por considerar a la Justicia Federal de Paraná incompetente para juzgarlo y por determinar que el juez que lo había condenado, Sergio Moro, había actuado con “parcialidad” en el proceso. Decisión que, en abril de este año, respaldó el Comité de Derechos Humanos de la ONU.
Lula es el primer expresidente que habiendo pasado por la prisión vuelve a pelear en las urnas por la presidencia y consigue, según las encuestas, convocar a la mitad del electorado y ser un opción política posible para gran parte de los líderes políticos que no quieren cuatro años más de Bolsonaro.