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OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada
Periodista —
5 de enero de 2022 22:29 h

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Al norte del Río Bravo, que en Estados Unidos se conoce como Río Grande, México deja de llamarse México. Una vez cruzada esa frontera de agua –o de desierto, dependiendo por dónde se cruce–, México se convierte en Texas, Arizona, California o Nevada. Los mexicanos se tornan angelinos, neoyorquinos, bostonianos, y se vuelven fanáticos de los Yankees, los Dodgers y el Galaxy. Uno podría pensar que ahí se acaba México; pero basta fijarse en las manos de estos migrantes para darse cuenta de que siguen siendo mexicanas.

Son mexicanas las manos de las mujeres que limpian las habitaciones de los grandes hoteles en Manhattan y en Las Vegas y las de los cocineros que, en restaurantes de todo el país, preparan comida típica de países de todo el mundo. Mexicanas son las manos de las chefs que diseñan el menú de los restaurantes de Beverly Hills y las de los directores de cine que lo degustan después de haber recibido un Óscar. México, se sabe, tiene muchos rostros; pero las manos, esas siempre son iguales.

En Estados Unidos viven 38 millones de mexicanos. Once de estos millones nacieron en México y los otros 27, en Estados Unidos; es decir, son mexicanos de segunda, tercera o alguna más lejana generación. Esta cantidad equivale a la suma de la población de Bélgica, Grecia, Portugal y Noruega y a una tercera parte del total de mexicanos que viven en México. Un poco más de datos: de estos mexicanos en el norte, la mitad ha vivido en Estados Unidos por más de 20 años; seis de cada diez viven en California o en Texas; el 70% habla inglés de manera fluida, y el 65% conserva el uso del español.

Pero 38 millones de mexicanos también representan un bono demográfico en un país donde la población blanca envejece y la fuerza de trabajo joven cambia de manos: la edad media de los mexicanos en Estados Unidos es de 27 años, muy por debajo de la media estadounidense, de 38; esta tendencia se mantiene. Esos 38 millones de mexicanos también representan el envío de remesas hacia México por casi 40.000 millones de dólares, y equivalen al 60% de los hispanos en Estados Unidos, un grupo con un poder de compra de casi 700.000 millones de dólares –uno de cada diez dólares de la renta disponible en el país.

Muchas razones para emprender el viaje

Gran parte de la pobreza en México es paliada por quienes migran a Estados Unidos que, a su vez, se integran a los deciles de los más pobres de ese país para subir el nivel de vida de sus familias en el otro. No se piense, sin embargo, que el ingreso económico ha sido el único motor para mover el hogar al norte. Es verdad que millones de mexicanos en Estados Unidos llegaron de manera indocumentada –al igual que millones de inmigrantes provenientes de otros países–, pero durante las últimas dos décadas el número de personas que se encuentran en el país ilegalmente han ingresado a él con documentos legales, sean estos un pasaporte de un país que no requiere visa, o una visa de estudios, de turismo o de trabajo que han dejado vencer. Esta migración de cuello blanco es la evidencia de que hay tantas razones para migrar como migrantes en el país. Las manos que trabajan, estudian, limpian y curan tienen sus historias propias. 

Si bien es cierto que muchos han cambiado de país para mejorar la vida de la familia en el lugar de origen, muchos otros lo han hecho para, simple y llanamente, conservar la vida. Como ocurre con los migrantes centroamericanos, un gran número de mexicanos van hacia el norte no porque quieren, sino porque la corrupción y la impunidad en todos los niveles del Estado mexicano pone su vida en riesgo y los obliga a marchar. Algunos han migrado por razones médicas, como la familia que desde hace dos décadas vive en California sin documentos porque los padres, a pesar de ser profesionistas y tener una vida económica estable en México, solo pudieron obtener un tratamiento médico para su hija en Estados Unidos. Hay quienes optaron por vivir en ciudades como Los Ángeles, San Francisco o Nueva York, donde pueden vivir abiertamente su identidad de género y su orientación sexual, tras haber sido violentados en sus conservadoras comunidades de origen. 

Hay también un motivo para migrar que tiene que ver con la actividad productiva. Cientos de miles de trabajadoras y trabajadores campesinos y/o indígenas, procedentes de los estados sureños de Oaxaca, Chiapas o Guerrero, optaron por viajar a Estados Unidos para ir a trabajar los campos. Esta también es una historia de dos décadas de duración. De acuerdo con el paradigma neoliberal de la distribución del trabajo, el cual se materializó en México a través del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN o NAFTA, por sus siglas en inglés), las manos mexicanas que hasta entonces cultivaban los campos tendrían que haberse mudado a las maquilas para ensamblar aparatos electrónicos fabricados en plantas de empresas multinacionales –la puerta al primer mundo. No ocurrió así, por supuesto; los trabajadores tomaron sus manos, sus pertenencias, y se marcharon al norte a seguir trabajando el campo, ahora a cambio de un salario de siete dólares la hora. Resumido en buen “mexicano” por una campesina de California: se llevan la misma chinga, pero ahí está mejor pagada. Huelga decir la enorme fortuna que esto representó para la sociedad estadounidense durante el año de la pandemia, cuando las manos que cultivan y cosechan, las que limpian, las que reparten, las que cuidan y las que curan se convirtieron en -“esenciales”. 

Así que en Estados Unidos hay millones que viven extrañando su casa, a sus padres, a sus amigos. Hay quienes dejaron enterrado el ombligo –un ritual de origen indígena que vincula a los recién nacidos con la tierra que los vio nacer– y sueñan con volver. No vuelven porque aquí hay una hija que va a la universidad o un hijo que puede andar por las calles sin ser reclutado por el narco, y porque allá hay una madre que puede comprar medicinas con los dólares que cruzan fronteras. Pero todo ese México, que no quepa duda, sigue latiendo a flor de piel. 

Si recordamos que el pico de la migración mexicana a Estados Unidos se dio a principios del siglo XXI, es fácil entender que, después de dos décadas, hay quienes han regularizado su situación migratoria y construido una vida estable. Que hay quienes han formado una familia que ya se siente más gringa que mexicana, y que también hay quienes no pueden o no quieren volver. Pero no importa si llegaron hace unos pocos años, o si sus ancestros vivieron desde siempre en el valle de Texas, antes de que la frontera los cruzara a ellos; las redes de resistencia y solidaridad que caracterizan a esta comunidad tienen en común un trabajo contra el racismo, la xenofobia y el clasismo. Todos, independientemente de su circunstancia personal, superaron la barrera del lenguaje, del origen, del color de piel y de la identidad cultural. Estos mexicanos con frecuencia se han involucrado en el trabajo para proteger su derecho a la salud, a la educación, al trabajo digno, a la reunificación familiar y a la representación política. A vivir con tranquilidad en la tierra que uno trabaja y que, a pesar de todo, uno termina por amar.

Muchos migran para ayudar a sus familias en México; otros, para conservar la vida o para vivir abiertamente su orientación sexual

Aunque resulta fácil apuntar con dedo flamígero a la maquinaria imperialista/capitalista del sistema estadounidense, los mexicanos en Estados Unidos no olvidan la responsabilidad del Estado mexicano en el proceso de emigración. Saben que a pesar de depender del dinero que envían sus propios migrantes, México no quiere migrantes centroamericanos cruzando el país –un país que, al mismo tiempo que envía a la Guardia Nacional a su frontera sur para impedir el paso de migrantes-, homenajea a los exiliados republicanos españoles que llegaron a México a bordo del buque Sinaia hace 80 años. 

México, el país que a lo largo del siglo XX se caracterizó por recibir extranjeros con los brazos abiertos, terminó por invisibilizar su propia migración hacia Estados Unidos. El último Gobierno mexicano que dedicó recursos significativos a la atención de esa comunidad fue el de Vicente Fox, en el año 2000. Con la llegada de Felipe Calderón, seis años más tarde, la migración forzada por el exilio y la violencia se sumó a la económica. El actual presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, ha limitado su discurso a los migrantes centroamericanos que cruzan México, ignorando al México del Norte. Y los mexicanos en Estados Unidos, mientras tanto, se han politizado, piden cuentas a sus congresistas en Washington, y también a los gobernadores de sus estados en México, porque saben que con el dinero que envían tienen derecho a recibir esas cuentas. Los mexicanos en Estados Unidos resisten y se niegan a ser víctimas del sistema fallido de ambos países. 

Americanos y latinos

A la indiferencia lanzada desde México se suma el intento de diluir la identidad mexicana que opera en Estados Unidos. Cuando un mexicano llega a ese país, de inmediato es añadido a esa masa anómica etiquetada como ‘brown’, hispana o latina. Durante los primeros años resulta difícil entender la propia pertenencia a este grupo ya que, en términos estrictos, latino es cualquier habitante de los pueblos de Europa y América que hablan las lenguas derivadas del latín. Latinos somos entonces los mexicanos, argentinos, españoles, italianos o franceses; latinoamericanos los que somos americanos, latinoeuropeos los que son europeos. Pero por alguna razón, en la comunidad internacional los estadounidenses terminaron siendo “americanos”, y los demás, incluyendo a los mexicanos, llanamente “latinos” –y los otros latinos, los originales“, ”europeos“.

Fuera de México y de Estados Unidos, al resto del mundo le falta mirar de cerca a los mexicanos del norte y, más allá de la coyuntura económica y el discurso político, reconocerlos como la fuerza y la esencia de dos países en deuda con ellos. Los mexicanos en Estados Unidos –pese a la ausencia de documentos, a la explotación laboral, a la invisibilización de su fortaleza– llevan consigo su cultura, su alegría, el carácter mestizo que les ha permitido conservar su identidad. En cada sitio donde hay dos o más mexicanos, es posible encontrar música, comida, atuendos plenos de color, expresiones llenas de humor inteligente y picardía. Los chicos de segunda y tercera generación hablan en inglés, pero “for breakfast” piden café y pan dulce, así, en español. El idioma se vuelve identidad; las palabras comunican más allá de su significado y reivindican la historia y el origen. 

En el norte, pues, resulta fácil encontrar a México. La gente trabaja y sobrevive, y continúa amando, cocinando, bailando; se enamora, se desenamora, tiene hijos y se enorgullece de ellos. En el México del Norte es fácil ver a una joven oaxaqueña bailando un jarabe de la sierra, y a la mañana siguiente llegar a la Universidad de Berkeley para la clase de las 10. Los mexicanos, estén donde estén, dejan una impronta que se extiende a sus hermanos centroamericanos, sudamericanos, que llena de esa misma alegría todo lo que toca, aunque el mundo allá afuera piense que México termina donde empieza un río. 

Para la persona que cruza la frontera de regreso a Estados Unidos, después de haber visitado a la familia en su pueblo de origen, hay una risita interior difícil de contener cuando un agente de aduanas le pregunta en inglés: “What are you bringing from Mexico?”. Pero oiga, ¿es que usted no ha visto nuestras manos? ¿No ha visto que, de México, ya lo hemos traído todo?