El reciente asesinato de tres niños y tres adultos en una escuela de Nashville, en Tennessee, ha reavivado una vez más el recurrente debate sobre la necesidad de imponer un mayor control de las armas de fuego en Estados Unidos.
Pero, ¿qué lleva a una persona a entrar en un sitio público y ponerse a disparar? Después de décadas de tiroteos masivos en EEUU tenemos algunos datos, pero la respuesta sigue siendo complicada. Casi todos los atacantes eran hombres y muchos compartían el ánimo de vengarse por alguna injusticia, real o ficticia. Todos tenían fácil acceso a armas de fuego, lo que no es raro viviendo en ese país. Más allá de ahí, la evidencia se vuelve compleja.
Hablemos, por ejemplo, de salud mental. Sí, es cierto que es habitual que los perpetradores de grandes tiroteos hayan experimentado problemas de salud mental, pero no parece que se pueda hablar de ello como una causa. Según un estudio de casi 200 grandes tiroteos desde los años 60, solo en uno de cada diez casos la enfermedad tuvo una influencia muy clara en el crimen. Alrededor del 30% de los que dispararon padecían algún tipo de psicosis, pero solo el 10% estaban sufriendo una alucinación o un delirio en el momento del crimen.
Algunos de los estudios más serios sobre la psicología de los autores de tiroteos masivos concluyen simplemente que no existe una sola explicación de por qué alguien acaba haciendo algo así. Hay algunos rasgos comunes, como que muchos habían experimentado una pérdida o un rechazo recientemente y ya eran de por sí particularmente sensibles ante las ofensas de los demás. Sin embargo, el mejor indicador para saber si estaban preparando una matanza no era su situación psicológica, sino que la gran mayoría de ellos ya había empezado a anunciar lo que iba a hacer.
La investigación de 134 tiroteos mortales en colegios concluye que el 80% de sus autores había informado públicamente de sus planes. Además, sobre todo en este tipo de matanzas, la elección del escenario del crimen no parece casual: más del 90% eran o habían sido alumnos del colegio en cuestión y la edad media del autor estaba en 18 años. Se considera que alrededor de un 50% había sufrido bullying, pero el acoso escolar es una realidad tan común en EEUU que muchos expertos no tienen claro su impacto en este asunto.
Parte de la dificultad de hacer un perfil psicológico de estas personas es que la gran mayoría están muertas: no pueden ser entrevistadas, hay que fiarse de testimonios familiares o documentos. El 60% de los autores de grandes tiroteos muere en el lugar de los hechos, ya sea a manos de la Policía o por suicidio. Cuatro de cada diez se intenta quitar la vida nada más terminar la matanza y uno de cada tres ya lo había intentado antes.
La prevalencia del suicido entre estas personas pone en cuestión muchas de las medidas que se proponen contra los tiroteos masivos. El endurecimiento de penas o la presencia de guardas armados puede no ser efectiva para lidiar con unos autores que ya cuentan con no salir vivos. De hecho, los ataques en colegios que cuentan con personal armado tienen casi el triple de víctimas y un estudio ha relacionado el perfil de estos atacantes con el de los terroristas suicidas.
La politización de las matanzas
Si no funcionan, ¿por qué entonces se sigue insistiendo en soluciones como armar a los profesores o poner guardias de seguridad en los colegios? Sencillamente, porque esas medidas, aunque ineficaces, cuentan con el apoyo del poderoso lobby de las armas. La Asociación Nacional del Rifle (NRA) está dispuesta a apostar por cualquier solución que no restrinja en lo más mínimo el acceso a las armas de fuego. Mejor todavía si esa “solución” se basa en el usar todavía más armas, ya que, según sus argumentos, “lo único que detiene a un malo con un arma es un bueno con un arma”.
Esta realidad política afecta enormemente a cualquier debate sobre cómo solucionar el problema. Es evidente que la gran diferencia entre EEUU y muchos otros países ricos donde estos tiroteos masivos son inexistentes está en el acceso a las armas, pero asociaciones como la NRA y sus aliados han logrado bloquear la financiación pública para cualquier investigador que quiera estudiar las consecuencias de tener un arma en casa.
El lobby de las armas y muchos de sus aliados republicanos prefieren culpar a cualquier cosa que no sea la disponibilidad de armas de fuego. Un argumento que usan una y otra vez es la supuesta influencia de los videojuegos violentos o la abundancia de “familias desestructuradas”. Ambas “explicaciones” han sido generalmente desacreditadas por los investigadores, pero eso no ha impedido que su conveniencia para determinados discursos políticos conservadores haga que nunca pasen de moda en EEUU.
Aunque el número de delitos violentos ha bajado claramente en las últimas décadas, los tiroteos masivos se han vuelto más comunes y más mortíferos. Eso es doblemente preocupante porque está demostrado que muchos perpetradores actúan por imitación. La única luz al final del túnel es que la parálisis política ha disminuido un poco: el pasado verano, a raíz de la muerte de 19 niños y varios adultos en un tiroteo en un colegio de Texas, los demócratas y un puñado de republicanos lograron aprobar una modesta ley de control de armas centrada en los más jóvenes, la primera en 30 años. Un paso insuficiente, pero un primer paso.