27 de septiembre de 2020 22:22 h

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Durante el primer semestre de 2020, 1.500 millones de niños y adolescentes en el mundo se quedaron en casa por el cierre de las escuelas debido a la pandemia, según la UNESCO. En México casi 31 millones de niños vieron interrumpidas sus clases, sus juegos, los paseos en bicicleta y las travesuras con amigos a la salida de la escuela. 

Mientras sus padres y madres ganan menos o se enferman o batallan para conservar el empleo, los chicos, lejos de la escuela y de sus amigos, están confundidos y ansiosos. Antes de la llegada del coronavirus, uno de cada cinco niños mexicanos ya batallaba contra la pobreza. Las cifras tras la pandemia prometen ser peores.

Mientras tanto, la COVID-19 amenaza también el bienestar psicológico de los niños. Si bien la salud mental infantil no es un tema prioritario en la agenda noticiosa, los expertos empiezan a encender la alarma. Christian Skoog, representante de UNICEF en México, califica la situación de “muy preocupante” y coloca el foco en “la tensión debido a las circunstancias excepcionales con menos ingresos en el hogar, que generan un futuro incierto, muchas personas en un espacio pequeño, no poder ver amigos”. 

La educación a distancia, la solución sacada del sombrero para que los niños no pierdan el año escolar, plantea retos particulares en un país donde solo el 52.9% de los hogares cuentan con conexión a Internet. Un país donde, además, buena parte de los estudiantes que se alimentaban con las seis millones de raciones de comidas escolares que se reparten todos los días en las escuelas deben encontrar la forma de no quedarse con el estómago vacío.

De la austeridad de la laguna de Alvarado en Veracruz a los elegantes departamentos en Polanco en Ciudad de México, de los niños que debieron salir a trabajar a la calle con sus padres y madres a los niños que tuvieron que quedarse solos en casa. Paliar la ansiedad, la incertidumbre y la angustia ha sido un reto nuevo para todos. La Secretaría de Educación Pública (SEP) fue la gran ausente. En la primera mitad del año, su programa “Aprende en casa” llegó por canales de televisión que no tenían cobertura nacional, los horarios mezclaban preescolar y primaria durante tres horas, los maestros tuvieron que utilizar las herramientas que ellos mismos encontraron para sobrellevar la educación a distancia. 

Por supuesto, esta no es la película completa. Es apenas una serie de instantáneas de las múltiples infancias de los distintos Méxicos y del desafío que han debido enfrentar en circunstancias excepcionales. Y que, con casi toda seguridad, seguirán enfrentando en los próximos meses, durante el nuevo curso escolar.

“¿Podríamos hablar de algo más que no sea coronavirus, por favor? Me da miedo”, dijo Sarah Mac Gillivray Corpi, de 7 años, un día en la mesa familiar. A principios de la pandemia, su bisabuela murió por COVID y Sarah se dio cuenta de lo peligroso que era el virus, aunque no entendía que se trata de una amenaza microscópica. 

Llegó en enero a México, después de dejar a sus amigos en Costa Rica, antes en Perú, donde pasó los últimos años debido a las constantes mudanzas del trabajo de su papá. Por culpa de los calendarios escolares en la Ciudad de México había adelantado curso, no dejaba de sentirse la niña nueva de la clase. “Siento que la cuarentena ha durado 100 años”, dice Sarah, quien pese a volver a su país natal, aún no consigue reencontrarse con él, ni visitar a sus abuelos en San Luis Potosí por la pandemia. Le falta el colegio, los juegos, hacer nuevos amigos; al final extraña a los de aquí y a los de allá.

Cuando no está en el ordenador de mamá siguiendo las clases por Padlet, hace sesiones de Yoga por Zoom, se disfraza de robot y construye castillos en su cuarto, pero el encierro y la escuela a distancia le han sido difíciles y a ratos dolorosos. En casa solo está con adultos. Según un estudio de Save the Children, el 65% de los niños a nivel mundial están sufriendo por el aburrimiento y aislamiento producto de la pandemia. Uno de cada cuatro, está experimentando ansiedad. Cuando Sarah ya no puede más, hace alguna rabieta y llora abrazando en su cuarto a Lima, su perro adoptado. “¿Esto es un COVID?” le pregunta asustada a su papá, confundiendo una semilla verde y espinuda de un árbol liquidambar a un par de cuadras de su casa.

Brian Zamudio, de 18 años, y Sara Chavez, de 11, viven en un México excepcional: habitan en el 1% del país que no cuenta con electricidad. Como ellos hay un millón y medio de personas que no pueden encender un foco para leer cuando se pone el sol, ni enchufar el teléfono si se queda sin batería. Ambos viven en una casa a orillas de los ríos Papaloapan y Blanco que desembocan en la Laguna de Alvarado. Se encuentran aislados de la vida citadina y del propio virus. En sus casas cocinan con leña, al igual que el 11% de los hogares mexicanos, y, excepto por teléfonos muy sencillos con pocas funciones y que rara vez tienen señal, ninguno de los dos cuenta con aparatos como tableta, ordenador o impresora, que les faciliten seguir cursos a distancia.

Cargar la batería del teléfono para mandar tareas es ya un trabajo en sí. “Cargamos con placas solares y cuando ya tiene un poco uno pasa en un bote al otro lado del río para buscar señal y así mandar mis tareas”, relata Brian, quien sueña con ganar una beca del gobierno y poder ser biólogo marino.

Para poder continuar su educación vía WhatsApp, Sara tenía que navegar entre los brazos del río Limón y los manglares cerca de la laguna Alvarado en busca de señal. Solo así podía hacer llamadas, mandar tareas o resolver dudas con la maestra. El esfuerzo de aprender sin ir a clases también ha sido psicológico. “Los primeros días solo me dormía y me despertaba a ver la tele”, cuenta. Sara estudia sexto año de primaria y espera algún día ser abogada.

Itzel, de 10 años, Zuria, de 5, y Adhara Martínez, de 3, tuvieron mucho miedo cuando empezó la pandemia. Su padre tuvo que aislarse un mes pensando que en su último viaje se había contagiado de COVID y la única comunicación que tenían era por videollamada. Itzel dice que “se siente estresada sin poder salir a ningún lado. Además, cada vez hay más casos en Ciudad de México y da mucho miedo perder a alguien que quieres”.

La familia no es ajena al trauma y la tensión. En 2013, el crimen organizado los marcó cuando tres miembros de su familia formaron parte de las miles de personas desaparecidas en México. Y a las niñas sus padres les hablan con la verdad. Ellas saben que un tío enfermó de COVID; que hay otros vecinos que ya perdieron la batalla contra el virus; que, aunque la plaza esté llena ellas solo pueden ir a ver a los abuelos usando mascarillas y sin acercarse mucho. 

Cuando juegan en la azotea las dos más pequeñas preguntan si algún día podrán volver a salir. Por suerte, la creatividad de su padre, quien también las fotografía, las lleva siempre a soñar. Gracias a un proyector y Netflix, se imaginan que podrán ser astronautas y huir a otros mundos.

La graduación de preparatoria de Brisa Francisco Rojas, de 17 años, fue distinta de lo habitual. No hubo vestidos, ni idas al maquillador, ni enormes fiestas. Transcurrió, como buena parte de su último año escolar, en una pantalla de 15 pulgadas. 

Brisa vive en una comunidad rural llamada Jalpilla, municipio de Axtla de Terrazas, y desde ahí llevó sus clases por WhatsApp, recibía los ejercicios de estadística, las lecturas de la clase de filosofía y los deberes de todas sus asignaturas, una ventaja con la que no contaron muchos de sus compañeros, que no tienen Internet en casa. Para quitarse la ansiedad, Brisa pasó la cuarentena cosechando piñas y plátanos en el terreno que tiene la familia y viendo recetas en YouTube para hacer sus platillos favoritos. Adelina, la madre de Brisa, es una maestra rural indígena, bilingüe, que a principios de la pandemia iba de casa en casa en las comunidades nahuas y teenek dejándoles a sus alumnos las tareas hasta que se lo prohibieron para evitar contagios. 

Al igual que Brisa, Daniela Aguilar Sánches, de 18, quien vive en otro poblado de Axtla, culminó el último año de bachillerato a través de la pantalla. Recibía clases, deberes y demás mensajes vía WhatsApp y la plataforma Classroom de Google, aunque dice que algunos profesores no sabían usarla y les costó aprender a comunicarse y enseñarles por ahí. Cuando le tocó graduarse del Bachillerato Técnico en Soporte y Mantenimiento de Equipo de Cómputo, hizo una diminuta reunión familiar y vivió la ceremonia a través de un proyector que ampliaba la imagen en la pared de su casa. Brisa y Daniela postularon al competido examen de medicina de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí en Ciudad Valles.

Desde que se suspendieron las clases, Briana Villafuerte Caltzontzi, de 6 años, tuvo que acompañar a su madre, Diana, al trabajo en un puesto de periódicos en el centro histórico de Querétaro. Sin peatones en la ciudad bajaron las ventas de revistas, periódicos, chicles, chocolates e imágenes religiosas de Jesucristo Misericordioso. Como mucho, ahora ganan 200 pesos al día, no llegan ni a la mitad de sus ganancias anteriores, y hay que restar los 56 del transporte, donde pasan dos horas yendo al trabajo y dos horas volviendo a casa. 

Briana y su madre compensaron la falta de clases con juegos y deberes que se inventaban utilizando la mercancía que no se vendía: un ejercicio de memoria desplegable con ojos de animales, un ejercicio de origami para la motricidad que se encontraron en una revista, otro de atención visual donde tenía que encontrar personajes en una plantilla. Para trabajar la caligrafía, su madre la ponía a copiar titulares de periódico. Los esfuerzos dieron fruto. Briana ya está en primaria pese a no haber tenido Internet ni un celular para conectarse con sus maestros. 

El cuadernillo que tenía que completar le llegó más tarde porque no tenían un teléfono conectado a Internet. Briana y su madre forman parte del 29,9% de la población mexicana mayor de 6 años que no cuenta con acceso a la red. Llamaron a su tía para que ella lo recibiera por WhatsApp y así Briana pudo cumplir el requisito para graduarse. Cuando lo consiguió, ella, su madre y su tía festejaron en el puesto de periódico, desde donde se conectaron a la ceremonia de graduación. Fue a través de Zoom con el teléfono de su prima y lo que más le conmovió fue volver a ver a su maestra.

Ariadna Rojas García, de 10, es una alumna muy responsable y creativa. Su madre Jessica, secretaria, y su padre Raúl, técnico eléctrico, han hecho malabares para no ser de los 1,1 millones de mexicanos con empleos formales que se han quedado sin trabajo durante la pandemia hasta julio. Siempre preocupados por el bienestar de sus dos hijos, utilizaron unas cámaras que ya tenían instaladas en casa cuando tuvieron que dejarlos solos. Ariadna y Arturo, gemelos, seguían clases a distancia por las clases genéricas que veían en televisión y las tareas a través de WhatsApp, pero al final, el programa que marcaban las autoridades escolares hacía más complicado el trabajo para los niños. “Me paraba todos los días a las 7:00 para ver la clase de mi hermano. A las 10:00 veía la mía y después esperar a que diera la 1:00 para ver la última parte”, explica Ari que ayudaba también a su hermano a hacer sus tareas.

Cuando su maestra Aleida se dio cuenta que los niños necesitaban clases personalizadas para poder seguir el año escolar, dejaron el programa de “Aprende en Casa” a través de la televisión.  

A pesar de que la pandemia significó extender su horario y trabajar de 8 de la mañana a 9 de la noche, cuando Aleida veía el compromiso de niños y padres por mandar sus tareas, se sentía reconfortada. “Dejé de ser sólo la maestra en el aula, pude meterme de manera virtual a sus casas, porque me mandaban fotos y audios en su cotidianidad. Fue una experiencia íntima”, explica.

Sus días en cuarentena se van en preparar y dar las clases a distancia, hablar con padres y alumnos por WhatsApp, revisar tareas, además de cuidar a sus nietos Iker y Kenia, los hijos de su hijo que falleció hace años. Termina exhausta y muy estresada, por lo que empezó clases de yoga en línea.

Este reportaje forma parte de la serie COVID-19 en México, producida por Quinto Elemento Lab.

Fotos: Trasluz Photo

Texto: Stephania Corpi