Las respuestas inocuas del presidente Jair Bolsonaro a la pandemia están bajo la lupa de organismos internacionales. Prueba evidente es la investigación emprendida por las comisiones de derechos humanos de las Naciones Unidas y de la Organización de Estados Americanos. Sus miembros buscan desentrañar lo que consideran “una inacción peligrosa” del gobierno federal brasileño. Testimonio crudo de esa “ausencia oficial” es el daño irreparable que la COVID-19 ejerce hoy sobre las tribus indígenas. La crisis sanitaria de los pueblos nativos de Brasil —305 en total, que hablan 274 lenguas propias y que se distribuyen mayoritariamente por la región amazónica— fue minimizada por las autoridades nacionales.
Las aldeas han visto morir en menos de un año a más de 200 ancianos, víctimas del Coronavirus. Semejante mortandad traza una catástrofe social: la presencia de los indígenas más longevos es condición inseparable de la gobernabilidad de esas comunidades; e incluye la transmisión de conocimientos sobre plantas y curas de enfermedades, sus historias comunitarias, sus lenguas propias y rituales. La ruptura de esa configuración, apuntalada por los más viejos, representará el fin de muchas de las comunidades menos numerosas, especialmente aquellas que, hasta no hace mucho, se mantenían “escondidas” del “hombre blanco”. Datos oficiales indican que hay 114 grupos de indígenas que aún permanecen aislados.
Precisamente el último jueves, el Parlamento Europeo invitó al embajador brasileño ante la Unión Europea, Marcos Galvao, para dialogar sobre la evolución de la pandemia y el impacto en los sectores más vulnerables. Según Jamil Chade, columnista de UOL en Ginebra, los eurodiputados dijeron que “Brasil es una tragedia”. La legisladora alemana Anna Cavazzini, del Partido Verde, reclamó al gobierno de Bolsonaro una respuesta ante la muerte que se disemina por las tribus aborígenes. “La COVID-19 se transformó en una crisis social. ¿Qué hará el gobierno frente a esto?” sostuvo. El diputado Miguel Urban Crespo, de Podemos, fue durísimo: “Bolsonaro declaró la guerra a los pobres” enfatizó.
La alarma crece a diario entre las propias comunidades. De acuerdo con la Coordinación de Organizaciones Indígenas del Amazonas Brasileño (COIAB), “hubo desde comienzos del año un avance sustancial de la pandemia”. La entidad sostuvo que hay, al menos, 162 pueblos infectados. Datos actualizados de la Secretaría de Atención a la Salud Indígena revelaron que, desde el inicio de la pandemia, el total de contagiados asciende a 46.509 y las defunciones suman 638.
La COIAB, coordinadora de los diferentes pueblos indígenas, denunció hace un mes “el riesgo extremo que sufren los pueblos indígenas recientemente contactados”, o sea, aquellos que se mantuvieron escondidos “de los blancos”. El último hombre superviviente del Pueblo Juma falleció el 17 de febrero: “Nuevamente el gobierno brasileño se mostró criminal, por su omisión e incompetencia. El gobierno asesinó a Aruká”. El líder guerrero había recibido un “tratamiento precoz” en enero, compuesto básicamente por hidroxicloroquina y azitromicina. La receta se ajusta a las únicas recomendaciones contra la COVID que defiende el presidente brasileño, pero que fueron muy cuestionadas por la Organización Mundial de la Salud y por las instituciones médicas de Brasil. Los remedios no solo no sirvieron para preservar su vida, sino que contribuyeron a empeorar la hipertensión que padecía. “El pueblo indígena del Amazonas está bajo intensa presión, por la invasión de sus tierras y la atención precaria de la salud” advirtió Ivaneide Bandeira Cardozo, historiadora brasileña. “Es necesario que el mundo sepa lo que está ocurriendo con los pueblos Juma y Uru-Eu-Wau-Wau, que pueden extinguirse”.
La Coordinadora COIAB presentó una denuncia formal, donde se relatan las violaciones a los derechos de los nativos como también las agresiones al medio ambiente, en la Naciones Unidas. “No hay medidas legales para proteger los pueblos nativos”, advierte el dossier. La principal medida que reclama es el fin de las invasiones de territorios indígenas por parte de quienes explotan los recursos naturales y minerales.
Se afirma también que los “garimpeiros”, buscadores de oro y piedras preciosas, constituyen el principal vector de la pandemia en las comunidades. El territorio Yanomami, la mayor área aborigen del país, alberga a 26.000 nativos. Pero está “infiltrado” por más de 20.000 brasileños que, atraídos por la riqueza fácil, explotan por cuenta propia y con métodos artesanales las reservas de minerales preciosos. El vicepresidente brasileño Hamilton Mourao, que comandó en 2020 una operación del Ejército en el Amazonas para controlar los incendios y la devastación desaforada, expresó la timidez oficial para tomar decisiones: “Es complejo retirar a los invasores”.
Un relato detallado de los “ataques” de bandas ilegales a las comunidades nativas y sus consecuencias sanitarias está en manos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Las autoridades de ese organismo se reunieron, el lunes último, con los representes brasileños del Consejo Nacional de Derechos Humanos. Su presidente, Yuri Costa, se lamentó: “No vemos una solución, ni a corto ni a mediano plazo, de una crisis que impacta fuerte en los derechos humanos”. Antonia Urrejola, titular de la CIDH, se comprometió a tomar cartas en el asunto. Sostuvo que “la situación en Brasil es prioritaria. Manifestamos nuestra solidaridad ante ese panorama sin precedentes”.
WC