“¡Con partido, con partido!”. El grito nace del alma. Pedro Alexandre - periodista cultural, camiseta cool de la presidenta Dilma Rousseff - grita con humor e ironía. Del otro lado, un grito mayor, coral, que sobrevuela la Avenida Paulista de São Paulo: “¡Sin partido, sin partido!”. Unos minutos antes, Pedro demostraba su entusiasmo ante esta oleada de protestas que recorre Brasil. Y criticaba incluso a los militantes del Partido de los Trabajadores (PT) por no entender la lógica horizontal, no jerárquica y radicalmente nueva de las manifestaciones. Sigue gritando: “Con partido, con partido”.
La contradicción explota en forma de sonrisa: “Entiendo que llegar con banderas y una postura de liderato sea mal recibido. Pero cualquier persona tiene derecho a participar. La izquierda ha hecho cosas increíbles en este país en los últimos diez años”.
La contradicción de Pedro Alexandre es la contradicción de una buena parte de la izquierda brasileña. El Partido de los Trabajadores (PT) intentó el jueves movilizar a sus militantes con una nota oficial: “El PT saluda las manifestaciones de la juventud y de otros sectores sociales que ocupan las calles en defensa de un transporte público de calidad y barato”. Tarso Genro, gobernador de Rio Grande do Sul, realizó ayer un hangout llamado ¿Qué dicen las calles? con colectivos de todo el país. Y a pie de calle, en São Paulo, se pudo ver una marea roja intentando incorporarse a una manifestación orgánica y plural que, tras la bajada de la tarifa del transporte público, ya no tenía un grito visible.
Para más inri, la derecha también está empezando a participar en las manifestaciones y a introducir sus ataques al Gobierno en los cánticos. ¿Qué está pasando en Brasil? ¿Cómo está evolucionando una revolución cocinada en red con lógicas apartidistas? ¿Por qué parte de los militantes de izquierda clásica e incluso de los activistas está empezando a asustarse con la llegada de la derecha a las protestas?
Avenida Paulista, en São Paulo, durante la manifestación de ayer. Foto: Bernardo Gutiérrez São Paulo. 17.00 horas. Calle Consolação.
16.00 horas. Militantes de partidos de izquierda celebran una asamblea. Discuten estrategias. Un joven, armado de un megáfono muestra un plano para articular la “columna de izquierdas”. A unos metros, Danilo de Camargo, un líder del PT habla con solemnidad rodeado de un corro de periodistas: “Yo lucho hace 35 años. Esta revolución no podrá hacerse sin el PT”.
La columna se pone en marcha. Banderas en alto. Rostros tensos. Anderson Campos, vinculado a la Central Única de Trabajadores (CUT), reivindica el “derecho de las organizaciones de izquierdas” a participar en las manifestaciones. Pero apunta un matiz: “Tenemos que caminar hacia una mayor participación en las decisiones políticas”. La 'columna roja' entra en una avenida Paulista –el corazón urbano y económico de la ciudad– repleta. No tardan en aparecer los silbidos. Gritos de “oportunistas”. Y la letanía más repetida a lo largo de la concentración: “sin partidos, sin partidos”.
Los militantes de izquierda, entre los que había también miembros del Partido Socialismo y Libertad (PSOL) y del Partido Comunista de Brasil (PCdoB), se dirigen, paradojicamente, hacia la vía derecha de la avenida. En el lado izquierdo, el clima es radicalmente diferente. Muchas máscaras de Anonymous. Ninguna bandera. Sonrisas. Cánticos / gritos festivos: “El pueblo despertó”, “Brasil, despierta, el profesor vale más que Neymar”. Variopintísimos carteles: “Menos programa político y más política de indio”, “no nos representan”, “ni para la izquierda ni para la derecha, para el frente. #ElGiganteDespertó”.
En el lado derecho, Irene Contreiras, una estilista de moda, manifiesta su orgullo por los militantes que sostienen sus banderas rojas frente al asedio de la multitud. El bloque partidista entonaba a ritmo de batucada el grito de las pasadas manifestaciones contra la subida de tarifas del transporte. En el lado izquierdo, Mariana Zago, una estudiante de marketing de veinte años, sostiene un cartel que defiende la “democracia directa”.
La noche cae. Los balcones de los edificios encienden y apagan las luces. Hay conciertos de rock. Batucadas. A la altura del edificio de la Federação das Indústrias do Estado de São Paulo (FIESP), que albergaba una exposición de la Copa de Confederaciones de la FIFA que ya no le interesa a nadie, hay una pitada generalizada. Pero justamente al lado, un grupo de personas que viste de forma más pulcra que el resto salta y grita: “Dilma el que no bote”. Unos minutos después, un grupo numeroso aplaude el edificio de la FIESP, antes silbado. La ecuación es todavía más desconcertante. Muchas banderas de Brasil. Una joven que se autodefine como “de la generación Coca Cola que ha salido del sofá”. Y un skaters que grita: “Mierda, esto se ha llenado de reaças (reaccionarios).
Las revueltas brasileñas están fuera de control. No sirven las definiciones. La confusión es generalizada. Hasta la Rede Globo suspendió la emisión de la Copa de las Confederaciones y de su intocable telenovela para emitir la revolución en tiempo real. No hay etiquetas. Y cada ciudad es un mundo. São Paulo no representa la diversidad que está llenando las calles de Brasil. Una multitud se concentró en la explanada de los ministerios de Brasilia, intentó ocupar el emblemático Itamaraty (Ministerio de Asuntos Exteriores) y prendió fuego a una fachada. En Río de Janeiro, donde tuvo lugar una manifestación de 300.000 personas, la noche acabó con violencia y el temido Batallón de Operaciones Especiales (BOPE) creó confusión en el popular barrio de Lapa. En Belém do Pará y Campinas (São Paulo) la multitud rodeó los ayuntamientos. En otra ciudad del Estado de São Paulo, un joven ha muerto atropellado por un coche que embistió contra una barricada.
Sin embargo, la tónica generalizada fue la no violencia, el entusiasmo y un grito colectivo radicalmente nuevo en un país poco dado a las reivindicaciones. Recife, una de las principales capitales del nordeste, vivió la primera gran manifestación de esta revolución brasileña sui generis.
Belo Horizonte, como la mayoría de urbes de Brasil, tampoco registró incidentes. Y la tónica es la no violencia. Y una arquitectura de la manifestación rotundamente diferente. Gritos plurales. Lenguaje agregador. Imaginación. Ambiente festivo. Deseo de estar juntos. Sin embargo, el pánico ha empezado a circular en listas de correos, en grupos de Facebook, en los militantes de izquierda e incluso en los colectivos activistas que han cocinado esta revuelta en red. ¿Y si todo esto acaba en un intento del Parlamento de destituir a Dilma? ¿Y si los grupos conservadores acaban beneficiándose? Las lecturas partidistas de el estallido social crecen. Y la popularidad de Dilma cae en picado (hasta el 55%). El periodista Lino Boccini critica en su cuenta de Twitter el patrioterismo y el exceso de banderas brasileñas: “¿Qué hacemos con los patrioteens? De hecho, los medios de masa elogian sin tapujos las revueltas y las explican como una reacción del pueblo frente a la corrupción del Gobierno. El sociólogo Sérgio Amadeu denuncia sin tapujos que la derecha está queriendo apropiarse de las manifestaciones.
Y una buena parte de los activistas que intentan, sin éxito, encontrar el relato narrativo para la nueva ola de protestas critican hashtags de Twitter como #ChangeBrazil o #MudaBrasil, porque benefician a la derecha. El espacio neutro y la narrativa agregadora que sobrepase los antagonismos de la vieja política, que ya existe en los detalles, se resiste a aparecer como metaetiqueta. El único hashtag de unión es #VemPraRua. Aunque algo se mueve. Acaba de nacer el Colectivo020.org, en referencia a los veinte centavos de aumento de las tarifas, que pretende mirar lo que está ocurriendo con otro ángulo. Aunque quizá, lo único que consiga iluminar al nuevo movimiento que se cuece en Brasil, como afirma el gestor cultural Demétrio Portugal, “sea luchar por una democracia más participativa”.