“Esta noche hemos hecho historia”, proclamaba Alexandria Ocasio-Cortez (AOC) tras ser elegida la congresista más joven de toda la historia de la democracia estadounidense a los 29 años. La política demócrata se convertía así en la representante del distrito número 14 de Nueva York, una zona culturalmente diversa formada por parte de Queens y el Bronx.
La elección de AOC a la Cámara de Representantes no suscitó gran sorpresa debido a la tradición demócrata del distrito. Sin embargo, su victoria en las primarias del partido ante Joe Crowley, un peso pesado dentro del establishment demócrata, le concedió popularidad nacional. Con un discurso abiertamente progresista y afiliada a la organización izquierdista de los Socialistas Democráticos de América, AOC representa un profundo cambio con respecto a la tradicional moderación que ha caracterizado al Partido Demócrata.
Pese a que la líder de la Cámara de Representantes, la demócrata Nancy Pelosi, minimizó el alcance de la victoria de AOC achacándolo al carácter progresista del distrito, lo cierto es que, tras las elecciones de mitad de mandato de 2018, numerosas figuras progresistas han ganado reconocimiento nacional.
Además de AOC, los Socialistas Democráticos de América han conseguido llevar a otra de sus afiliadas al Congreso nacional: Rashida Tlaib. Esta abogada de Michigan, primera congresista de origen palestino, causó gran controversia tras jurar el cargo al proclamar que iban a “lanzar un impeachment contra ese hijo de puta”, –refiriéndose a Donald Trump–, medida rechazada por la facción más moderada de su partido.
La política de Michigan es una de las pocas congresistas abiertamente partidaria del BDS, movimiento de Boicot, Desinversiones y Sanciones a Israel, y desde su juramento ha intentado contrarrestar el tradicional peso que el lobby israelí conocido como AIPAC retiene en la política estadounidense.
La influencia de Tlaib en la Cámara se ha visto reforzada por la presencia de otra política musulmana: la representante de Minnesota de origen somalí Ilhan Omar. Omar se ha sumado a la campaña de Tlaib para tratar de reducir la influencia del conocido lobby proisraelí, lo que, junto con una controversia a raíz de unos comentarios tachados de antisemitas, le ha llevado a sufrir una campaña en su contra con claros tintes islamófobos. Los Socialistas Democráticos la han apoyado en su denuncia contra el influyente lobby, aunque no pertenece formalmente a la organización socialdemócrata.
Pese a que estas tres mujeres representan una nueva generación de líderes progresistas, Estados Unidos ya estaba familiarizado con el socialismo, en parte gracias a la gran influencia del senador por Vermont Bernie Sanders. El candidato a las primarias demócratas, que se define como “demócrata socialista” ha estado presente en la política nacional desde hace casi treinta años, todo un récord para un político independiente. Las encuestas lo sitúan segundo, tras el exvicepresidente Joe Biden, en la carrera por la nominación demócrata.
El veterano político ha tenido un posicionamiento claro en grandes momentos de la historia reciente del país, como la Marcha por los Derechos Civiles de Martin Luther King, en la que participó activamente, o la Guerra de Iraq, a la que se opuso vehementemente. De esta manera, aunque Donald Trump no crea que Estados Unidos pueda llegar a convertirse en un país socialista, el electorado puede terminar sintiendo el Bern —lema de su campaña a candidato presidencial en 2016—.
Es indudable que EEUU está experimentando un auge del socialismo, algo impensable durante la Guerra Fría, especialmente en tiempos macartistas. Sin lugar a dudas, los efectos económicos de la Gran Recesión de 2008 en la clase media y, concretamente, en los jóvenes, han favorecido al descontento con el capitalismo neoliberal heredado de la época del presidente Reagan.
Sin embargo, no es posible comprender esta “ola azul” —en referencia al color del Partido Demócrata— sin la influencia del presidente Donald Trump. Con sus constantes ataques a las minorías del país, el magnate ha conducido a la sociedad a una profunda polarización, a través de la normalización de discursos que han ayudado a legitimar a grupos otrora silenciados como los supremacistas blancos.
Debido a esta fuerte fractura social, organizaciones progresistas como los Socialistas Democráticos han crecido exponencialmente —de 6.000 miembros en 2015 a 43.000 en 2018— como parte de una respuesta activa contra la involución trumpista. Mientras que en Europa el socialismo está perdiendo su tradicional primacía política en países como Alemania o Francia, en Estados Unidos se puede percibir una vorágine socialista que puede ser decisiva en las elecciones presidenciales de 2020.
Pese a su dispar recorrido político, las proclamas del socialismo estadounidense no distan mucho de las de sus homólogos continentales. Una de las medidas principales es la mejora del sistema nacional de salud, para que pase de una lógica eminentemente privada a una pública. Muchos de los aspirantes demócratas apoyan este tipo de iniciativas, aunque su grado de compromiso difiere.
Sanders es el candidato que ha adoptado una posición más radical al defender públicamente la eliminación de los seguros privados. En 2017, Estados Unidos era el segundo país de la OCDE con la tasa de cobertura sanitaria más baja después de Grecia, lo que ha favorecido el discurso progresista en defensa de la sanidad pública.
Sumado a ello, las nuevas voces socialistas han adoptado una posición radical respecto al cambio climático, comprometiéndose con el desarrollo sostenible como base de una sociedad igualitaria. El Nuevo Acuerdo Verde, impulsado por AOC, es un claro alegato contra Donald Trump, quien lo descalificó diciendo que si los demócratas lo vencían con una medida como esa, él merecería perder.
El republicano es un ferviente negacionista del cambio climático, y ya anunció que retiraría a su país del Acuerdo climático de París en cuanto le fuera posible — aunque hasta 2020 no podrá hacer efectiva su salida—. Sin ninguna duda, el descrédito del presidente a los movimientos por la preservación del clima ha ayudado a que la sostenibilidad climática se haya convertido en una piedra angular del discurso socialista estadounidense.
¿Puede el socialismo llegar a normalizarse en el país norteamericano? Lo cierto es que es pronto para afirmarlo. Las elecciones de mitad de mandato han ocurrido hace apenas seis meses y, como afirmaba Nancy Pelosi, los distritos de donde provienen las figuras socialistas más visibles tienen una amplia historia progresista. Pese a ello, los jóvenes estadounidenses de entre 18 y 29 años tienen una visión más positiva del socialismo que del capitalismo, según una encuesta de Gallup, lo que puede favorecer la normalización política de un término tradicionalmente tan denostado en este país.
Sin duda, la elección del candidato demócrata para las próximas elecciones presidenciales estará marcado por esta dicotomía entre un capitalismo liberal o un socialismo próximo a la socialdemocracia europea. En un momento político donde las predicciones pueden resultar nefastas —que se lo digan a Hillary Clinton— resulta complicado prever el recorrido que tendrá esta nueva generación política socialista.
Sin embargo, con una clase media cada vez más estancada en términos económicos y un presidente cuyo discurso favorece la división y polarización social, Estados Unidos podría experimentar una revolución política a medio plazo. Quién sabe, quizá hasta la Estatua de la Libertad termine abandonando su tradicional antorcha para asirse a una rosa roja que guíe un nuevo sueño americano amparado por el ideario socialista.