Al día siguiente del inicio de la invasión de Ucrania, decenas de los empresarios rusos más importantes del país fueron convocados en el Kremlin para recibir las instrucciones de Vladímir Putin. Uno de ellos se acercó a Serguéi Lavrov, ministro de Exteriores, y le preguntó cómo era posible que el presidente hubiera tomado esa decisión sin que se enteraran los principales miembros del Gobierno y desde luego sin consultarles nada, ha contado esta semana el Financial Times. “Él tiene tres asesores. Iván el Terrible. Pedro el Grande. Catalina la Grande”, respondió Lavrov.
Era una forma de afirmar que Putin no responde ante nadie y que el Gobierno empieza y acaba con él mismo. La existencia de facciones o grupos de interés en el sistema político de Rusia es engañosa. Nadie está en condiciones de disputarle el poder o de cuestionar sus decisiones. Los tres grandes zares de la historia rusa son el espejo en el que se contempla. Sumadas sus etapas en el poder, gobernaron durante un siglo. Fueron años en que crearon, expandieron y consolidaron el poder de un imperio.
Putin está convencido de que le ha tocado jugar un papel similar. Hasta ha hablado de ello en público. En un encuentro con jóvenes empresarios en junio de 2022, puso a Pedro el Grande y la Gran Guerra del Norte como ejemplo. “Se podría pensar que estaba luchando contra Suecia, apoderándose de sus tierras. Pero no se apoderó de nada. Estaba recuperándolas”, dijo con el argumento de que los eslavos habían vivido en esa zona durante siglos. “Parece que ahora nos ha tocado también a nosotros recuperar y fortalecer”. Obviamente, se refería a Ucrania.
El largo artículo que Putin publicó en la web del Kremlin en julio de 2021 describía perfectamente su visión de la historia de Rusia, un destino manifiesto imperial en el que Ucrania no tiene derecho a la soberanía. “Rusos y ucranianos forman un solo pueblo”, escribió entonces. “El muro que se ha levantado entre Rusia y Ucrania en los últimos años” era “una gran desgracia y tragedia”. Con la invasión, quedaba claro que Putin pretendía derribar ese muro para siempre.
En estos doce meses, los medios de comunicación de Europa y Estados Unidos se han llenado de análisis sobre la posibilidad de que un fracaso militar provoque un golpe de palacio que derroque al presidente ruso, o de que miembros de la élite política le convenzan de que no puede conseguir sus objetivos con el uso de la fuerza. Incluso se ha especulado con su estado de salud y con dolencias reales o ficticias de un hombre de 70 años. Todo eso ha quedado desmentido por la realidad. Si acaso, su poder se ha fortalecido en este año.
Los dirigentes de ideas liberales presentes en el Gobierno, en su mayor parte en el área económica, se han resignado al hundimiento de su proyecto de abrir la economía rusa al mundo occidental. La prioridad ahora es reducir el impacto de las sanciones y aumentar la relación con China e India sirviéndose de las inmensas reservas de recursos energéticos y mineros. Hay una competición patriótica entre todos aquellos políticos que aspiran a tener algún futuro para resaltar que ellos son los mejores defensores de la Rusia a la que aspira Putin.
Los espacios de disidencia que el Gobierno permitía han sido ahogados o clausurados. El último ha sido el Centro Sajarov dedicado a la memoria histórica y los derechos humanos. Los medios de comunicación independientes y críticos han dejado de publicarse o se han trasladado a países como Estonia o Letonia después de recibir la etiqueta legal de medios “indeseables”. En otras palabras, por ser unos traidores al no defender la “operación militar especial” en el lenguaje oficial del Gobierno.
Grupos ultranacionalistas a los que el Kremlin mantenía a una distancia razonable para que sus ideas radicales no contaminaran la imagen del Gobierno reciben ahora un tratamiento favorable en los medios de comunicación. Son útiles para que cale el mensaje de que este es un conflicto existencial por el que Rusia conservará el lugar que se merece en el mundo.
En un editorial enigmático, el periódico Nezavisimaya Gazeta explicó en noviembre a sus lectores la realidad de “la infalibilidad de los que están en el poder”. De forma implícita, también estaba mencionando los riesgos: “Nuestro sistema está diseñado para la búsqueda de un gran líder. Se le concede el derecho a elegir las prioridades políticas y económicas. Sus decisiones no pueden ser discutidas. Por tanto, no debería cometer errores, ya que no existe un mecanismo para corregirlos”.
Cualquier lector atento sabe que todos los gobiernos se equivocan alguna vez, aunque antes de llegar a ese punto el editorial ya ha dejado claro que las decisiones de Putin no pueden ser discutidas. El sistema político ruso no lo permite.
La mayor fisura que se ha producido en el núcleo duro del poder ha procedido de las críticas del dueño de la empresa militar privada Wagner a la cúpula militar. Yevgueni Prigozhin tiene desde hace tiempo unas pésimas relaciones con el Ministerio de Defensa y al mismo tiempo favorece los intereses del Estado ruso con su presencia en varios países africanos a los que ha enviado a sus mercenarios para luchar contra grupos yihadistas.
En los últimos días, Prigozhin ha ido demasiado lejos con sus ataques al acusar al Ejército de no estar entregando munición suficiente a las tropas de Wagner en los combates en torno a la ciudad ucraniana de Bakhmut. Se calcula que la empresa cuenta con 50.000 soldados en suelo ucraniano, de los que unos 40.000 eran antiguos presos a los que se prometió la libertad si servían seis meses en la guerra. Los han enviado en una oleada tras otra para romper las defensas ucranianas, hasta ahora sin éxito.
Está siendo una carnicería, también con un elevado número de bajas entre los ucranianos. El gran objetivo es conceder a Putin la victoria que tanto necesita tras la retirada de la provincia de Járkov y de la ciudad de Jersón en 2022. Rusia prácticamente no ha tenido noticias positivas de la guerra desde septiembre.
En días sucesivos, Prigozhin fue elevando el tono contra el ministro Serguéi Shoigu y el jefe del Ejército, el general Valeri Gerasimov. En lo que era una provocación evidente, publicó una foto de decenas de cadáveres de sus combatientes haciendo responsable a la cúpula militar de sus muertes. Denunció que los generales gozan de privilegios y envían a sus hijos de vacaciones a Dubai mientras sus soldados mueren en el frente. Era una probable referencia a una hija de Shoigu de la que se han difundido fotografías de sus recientes vacaciones en los Emiratos Árabes.
El Kremlin ya ha tenido suficiente. Esos ataques no han aparecido en los medios progubernamentales. A los responsables de las agencias RIA Novosti, Interfax y TASS se les había ordenado que no informaran de las declaraciones de Prigozhin. “Tenemos prohibido mencionarle a menos que sea absolutamente necesario. Tenemos prohibido citarle, excepto en los casos en que sea la primera persona en informar de éxitos en el campo de batalla”, dijo una fuente de esas agencias a un medio independiente ruso.
Putin había dado el visto bueno a que periodistas y bloggers nacionalistas y partidarios del Ejército hicieran algunas críticas al Ministerio de Defensa con el argumento de que están “ayudando a intentar contribuir a la solución” de los problemas. Todo tiene un límite. Ya dejó claro que sólo él dirige la estrategia militar cuando nombró en enero al general Gerasimov al frente de las operaciones en Ucrania apenas tres meses después de que fuera elegido para el puesto el general Surovikin, cuyo nombramiento había sido acogido con entusiasmo por Prigozhin y el gobernador de Chechenia, Ramzán Kadírov.
Los escalones inferiores del Gobierno y los aliados como Wagner pueden competir entre ellos para cumplir los deseos del presidente, pero en ningún caso tienen poder suficiente para cuestionar sus decisiones estratégicas. A día de hoy quien ha sido elegido para tomar las decisiones sobre el terreno es Gerasimov. Por muchas fotos que Prigozhin se haga en el frente simulando ser un soldado, el Kremlin no permitirá que olvide que no es él quien dirige la guerra.
A principios de enero, en una reunión del Gobierno que estaba siendo retransmitida por televisión, Putin echó un gran rapapolvo al ministro de Industria, Denis Manturov, por los retrasos en la firma de los contratos que debían permitir la construcción de aviones y helicópteros militares y civiles. Las empresas estaban esperando a que se cumplieran esas formalidades burocráticas para empezar a trabajar, le recordó, lo que era una forma de decirle que la culpa era suya y que quería que todo el mundo lo supiera.
Manturov, que lleva una década en el Gobierno, prometió que el problema se solucionaría cuanto antes. No era suficiente para Putin, que le interrumpió con dureza: “No, hágalo en un mes. ¿No comprende la situación en la que nos encontramos? Tiene que hacerse en un mes, no más tarde”.
No es la primera vez que ocurre una escena como esta. Las órdenes del presidente se cumplen con rapidez y el que no lo hace paga las consecuencias. Putin cree tener una misión para su país a la altura de las que tuvieron los grandes zares del pasado. Nunca permitirá que nadie en Rusia o fuera de ella ponga en peligro ese destino.