No consta si Nancy Pelosi conoce el soneto cervantino que remata con el famoso “Y luego, incontinente, caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada”. En todo caso, se podría aplicar con ocasión de su polémica visita a Taiwán, con la que ha levantado una polvareda vacía de contenido, sobre todo para los intereses de los casi 24 millones de habitantes de la isla. Una isla que Pekín considera propia y que solo una quincena de países, entre los que irónicamente no figura Estados Unidos, reconocen como Estado.
La visita ha servido en cualquier caso para asistir a una teatral sobreactuación de los actores más directamente implicados en lo que ya cabe identificar como la cuarta crisis de Taiwán –tras las de 1954 (despliegue de tropas taiwanesas en las islas Kinmen y Matsu, muy próximas al continente), 1958 (bombardeo chino de Kinmen y Matsu) y 1995-96 (lanzamiento de misiles chinos en aguas próximas a Taiwán como respuesta a la visita del presidente Lee a Washington). Una crisis a la que seguramente seguirán otras en las que Pekín y Washington seguirán jugando con fuego (y con Taiwán) en el marco de su creciente competencia planetaria por el liderazgo mundial.
En la decisión de Pelosi puede haber jugado tanto su reconocida defensa de los derechos humanos y de la democracia de corte occidental como su afán por no perder su puesto de presidenta de la Cámara de Representantes tras las elecciones legislativas del próximo noviembre. En todo caso, por el camino ha dejado en entredicho a su propio presidente, que no se ha atrevido a desautorizarla directamente, pero ha dejado claro que no veía conveniente la visita. Más allá de declaraciones aparentemente firmes –“No os abandonaremos”–, ni su gesto ha sido tan rompedor –Newt Gingrich, cuando ostentaba el mismo cargo, ya estuvo en Taipéi en 1997– ni ha aportado nada sustancial económica o militarmente a sus interlocutores, crecientemente agobiados por la presión de Pekín.
Para lo que sí ha servido el viaje es para quemar etapas en la mala relación entre un Estados Unidos empeñado en mantener su condición de 'hegemón' planetario y una China que aspira a ese mismo puesto, empezando por el dominio de la región Indo-Pacífico. En vísperas del XX Congreso Nacional del Partido Comunista Chino, en el que se debe confirmar un tercer mandato de su máximo dirigente, Xi Jinping no ha perdido la ocasión de mostrarse como un líder resolutivo, adoptando una batería de medidas que incluye prohibir la importación de algunos productos taiwaneses, ciberataques, incursiones áreas en la zona de identificación de la defensa aérea de la isla, visibles despliegues de unidades de asalto anfibio en la costa de la provincia de Fujian (a tan solo 120km de Taiwán) y lanzamiento de misiles más allá de la línea media del estrecho de Formosa (o Taiwán).
Nada, en realidad, totalmente novedoso, pero que adquiere mayor relevancia en el contexto actual, con el inicio de maniobras aeronavales que incluyen el despliegue en las cercanías de la isla de los dos grupos de combate liderados por los portaviones chinos Liaoning y Shandong y el previsible lanzamiento de misiles en seis zonas marítimas próximas a la isla. Un movimiento que, en paralelo, se corresponde con el despliegue naval estadounidense en las cercanías, con el grupo de combate liderado por el portaviones USS Ronald Reagan y los grupos de asalto anfibio comandados por los buques USS Tripoli y el USS America.
En resumen, un recurrente ejercicio de declaraciones altisonantes y de demostración de capacidades que no supone un cambio radical con lo ya visto en anteriores ocasiones, aunque obviamente genera inquietud no solo porque aumenta la posibilidad de que por accidente o mala interpretación de los gestos del contrario se pueda producir una escalada indeseable, sino también porque va quemando etapas en un proceso de confrontación que no augura nada bueno.
En esas condiciones no cabe la tranquilidad derivada del cálculo racional, que implica que a corto plazo China no va a lanzar una invasión de Taiwán porque es sobradamente consciente de que estaría abocada al fracaso si Washington se implica militarmente, dada su actual inferioridad de medios. Por mucho que Pekín lleve aumentando su presupuesto militar ininterrumpidamente desde hace 27 años, todavía Washington disfruta de una clara superioridad, aunque eso tampoco le garantiza la victoria en un hipotético choque directo.
Por su parte, tampoco está claro que Estados Unidos se vaya a hipotecar militarmente en defensa de un territorio que ni siquiera reconoce formalmente como país y que no constituye ningún interés vital para su seguridad. Como el canario en la mina, Taiwán le sirve a Washington para calibrar el nivel de toxicidad de los mensajes y las acciones que realiza Pekín [en el siglo XX los mineros llevaban pequeños animales a las minas para identificar si había gases tóxicos o falta de oxígeno]. Salvo que ahora esté calculando que, a fin de cuentas, el choque será inevitable y que, por tanto, mejor es provocarlo ahora, a costa de los taiwaneses, cuando aún cuenta con una sustancial ventaja respecto a quien ya define como su principal rival por la hegemonía mundial, que dejarlo para más adelante.