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ANÁLISIS

Auge y caída de Boris Johnson, el primer ministro que tropezó con sus propias mentiras

Mentiras y un desvergonzado desprecio por las reglas propulsaron su ascenso; mentiras y un desvergonzado desprecio por las reglas han llevado a su caída. Eso significa que la odisea política de Boris Johnson tiene una curiosa simetría. Sin contar que lo que empezó como defectos en la personalidad de un hombre se convirtió en defectos de su partido y su Gobierno, lo que ha causado notables daños en todo Reino Unido.

Las mentiras que resultaron en su caída son ya conocidas. La última y fatal mentira fue su afirmación de que no le habían informado directamente sobre las quejas sobre abusos sexuales contra Chris Pincher, el ex número dos de los conservadores encargados de la disciplina de partido. La afirmación fue rápidamente desmentida en una intervención poco habitual del antiguo secretario de Exteriores, Simon McDonald, y quedó claró que Johnson, de hecho, sí había sido informado sobre Pincher, y que una vez más no había dicho la verdad.

La última falsedad fue la gota que colmó el vaso, primero para el ministro de Sanidad, Sajid Javid, unos minutos después para el ministro de Economía, Rishi Sunak, y en las siguientes alocadas 36 horas, para decenas de otros, desencadenando una ola de dimisiones y de retiradas de apoyo del partido que en último término han llevado al anuncio de dimisión de Johnson. Pero esta falsedad difícilmente es lo que ha hecho colapsar el mandato de Johnson.

En cambio, se ha tratado de un patrón sostenido de engaños que ha terminado por ser demasiado para su ministro de Economía, para su ministro de Sanidad, para Nadhim Zahawi, el canciller que sustituyó a Sunak, y para un montón de otros colegas de menor rango. Un patrón fijado tan firmemente en la opinión pública que ya ni sus lugartenientes más cercanos se atreven a negarlo.

El escándalo de las fiestas

En el centro de todo, por supuesto, está el escándalo del llamado Partygate. En uno de los momentos más oscuros para el país desde la Segunda Guerra Mundial, la pandemia del coronavirus, Johnson prometió ante la nación que todos estaríamos juntos en esto y que las normas de confinamiento que mantenían a los seres queridos lejos unos de otros, incluso cuando daban su último aliento, regían para todos, también para él.

Casi dos años después, el país descubrió que no había sido así y que Johnson había vulnerado las normas del confinamiento. Como dijo el alto cargo y antiguo aliado de Johnson Jesse Norman (uno de los primeros en dimitir), Johnson vulneró la ley y “presidió una cultura de alegre incumplimiento de la ley” en el mismo lugar donde se redactaban esas leyes. En palabras del profesor del colegio de Eton que detectó el mismo rasgo en el Johnson de hace 40 años, lo hizo considerándose a sí mismo “libre de la red de obligaciones que une a todos los demás”. 

Johnson volvió a mentir una vez más en el Parlamento cuando dijo estar sorprendido y “asqueado” al descubrir que se habían celebrado fiestas en Downing Street: sabía perfectamente que se habían celebrado porque él mismo había acudido a esas fiestas.

El despido del 'Times'

No hay ninguna sorpresa porque si una constante marca la carrera de Johnson es la deshonestidad. Es famosa la anécdota de su despido en el periódico The Times, su primer trabajo, por inventarse una cita. Más tarde lo echaron de la bancada tory por mentir a Michael Howard, que en ese momento lideraba el Partido Conservador, sobre una aventura amorosa.

En general, labrarse una reputación como un mentiroso en serie debería cerrar el camino hacia la cima, o por lo menos considerarse como un impedimento. Pero para Johnson no ha significado ningún obstáculo. Al contrario, Johnson allanó su camino hacia el número 10 de Downing Street a base de mentiras. 

¿Cómo ha sido posible? ¿Cuáles han sido las fuerzas que han llevado hasta el puesto de mayor responsabilidad del país a un hombre con tan evidentes y perfectamente documentados defectos?

En la lectura más superficial, Johnson ha tenido suerte con sus rivales. En el auge de los líderes hay algo de reacción casi química a sus predecesores. Donald Trump siguió a Barack Obama y Johnson tuvo la suerte de competir por la corona de los tories tras la dimisión de Theresa May. Los conservadores estaban más que preparados para alguien con un poco de garra, cansados de una líder obediente, diligente y mortalmente aburrida, cuya transgresión juvenil más audaz había sido correr sin autorización por un campo de trigo.

Johnson era esa persona. Llevaba más de dos décadas siendo el “placer culpable” de los tories, desde que acaparaba todas las miradas en el programa Have I Got News for You, lo acosaban en las conferencias del partido, riéndole cada uno de sus chistes preparados, deleitándose con su estudiado pelo despeinado.

Durante años, la creencia popular fue que Boris era la elección obvia como bufón pero no como rey. Hasta que durante el mandato de Theresa May los tories sacaron apenas un 9% de los votos en las elecciones de 2019 al Parlamento Europeo y se dispusieron a pasar por alto todos los defectos evidentes de Johnson para ofrecerle el trono del partido al polo opuesto de May.

El mejor resultado desde 1987

En términos políticos el cálculo era sencillo: Johnson tenía muchos defectos pero era considerado el 'candidato Heineken', capaz de enamorar a votantes inaccesibles para otros conservadores. ¿Acaso no lo había demostrado ya en Londres, siendo elegido alcalde dos veces en una ciudad que solía votar al laborismo? Ese fue el cálculo por el que lo nombraron líder los parlamentarios tories, incluso los que lo conocían mejor y, por tanto, más rechazo sentían por él.

La decisión se justificó en seis meses: en diciembre de 2019, Johnson ganó las elecciones generales y dio a los tories una mayoría de 80 escaños, su mayor victoria desde 1987. Su quiebre del “muro rojo” laborista durante una campaña en la que votantes tradicionales del laborismo se agolpaban para hacerse selfies con Johnson parecía demostrar que de verdad podía traer vida nueva a zonas del país donde sus compañeros de partido no podían llegar.

En realidad, no hubo ningún 'efecto Heineken''. Según los datos de las encuestas, Johnson fue menos popular en esas elecciones que May en las de 2017. Su índice de aprobación era de - 20 (el de May había sido de menos siete). Según el analista electoral Peter Kellner, “la victoria de Johnson en 2019 se debió menos a su popularidad que a la falta de popularidad de Jeremy Corbyn”. La razón es que mientras Johnson marcaba - 20, Corbyn se situaba en - 44 (el resultado de restarle a un 24% de opiniones favorables un 68% de valoraciones negativas). 

Como tantas otras veces, Johnson había tenido suerte con su rival. En Londres había competido en dos elecciones contra Ken Livingstone. Las elecciones nacionales de 2019 eran su tercera ocasión, en poco más de una década, de enfrentarse a un candidato al que se tachaba de ser de extrema izquierda que tenía a la opinión pública en contra. En los tres casos, Johnson no necesitaba ser especialmente querido para ganar.

Terminar con el Brexit

Lo que nos lleva al Brexit. En una forma de verlo, la llegada de Johnson a Downing Street se anticipó desde el 23 de junio de 2016. Una vez que el Reino Unido votó por abandonar la Unión Europea, solo era una cuestión de tiempo que un partidario del Brexit tomara las riendas del país, y no cualquier partidario sino el hombre cuyo rostro se había convertido en la imagen del Brexit.

Desde ese punto de vista, el mandato de Theresa May no fue más que un intermedio de tres años, un desvío del camino prefijado por el destino que se produjo por la división entre los simpatizantes del Brexit y el repudio de última hora que Michael Gove asestó a Johnson, cuando dijo que su antiguo compañero de armas no podía “proporcionar el liderazgo” que necesitaba el país (Johnson se vengó ampliamente de aquella traición este miércoles por la noche, despidiendo a Gove y haciendo que sus ayudantes lo calificaran de “serpiente”). 

May hizo todo lo que pudo para apaciguar a los tories partidarios del Brexit, pero aquello nunca dejó de ser un intento condenado al fracaso. Cuando en 2017 perdió su mayoría en la Cámara de los Comunes, la llegada de Mr. Brexit ya era inevitable.

Una vez instalado en el 10 de Downing Street y gracias a una estrategia ideada por Dominic Cummings, Johnson aprovechó el Brexit para diseñar unas elecciones en las que se ganaría su mandato. Enfrentado al bloqueo de la Cámara de los Comunes, Johnson recurrió a maniobras cada vez más escandalosas diseñadas por Cummings, como él mismo admitiría después, para enfurecer a los partidarios de seguir en la Unión Europea. Entre ellas, suspender ilegalmente el Parlamento o expulsar a 21 diputados tories que lo habían desafiado. Según Cummings, los partidarios de la UE interpretaron a la perfección el papel que les había asignado de elitistas empeñados en desoír la voluntad popular.

A finales de 2019 Johnson se presentó ante el país como el único hombre capaz de acabar con el estancamiento imperante para “terminar el Brexit” de una vez. Funcionó.

Pero el estancamiento del Brexit, la falta de carisma de su predecesora y un rival laborista poco querido fueron solo las fuerzas más visibles en el ascenso de Boris Johnson.

Los famosos

El otro factor detrás de su auge fue una sutil y poderosa transformación que había tomado su forma más clara en Estados Unidos. Junto con el Brexit, la elección de Donald Trump fue la otra gran conmoción de 2016. En pocas palabras, había llegado una nueva cepa de la política populista que incorporaba la admiración por los famosos. 

Trump había sido una estrella de televisión más importante: tenía un programa de televisión propio (The Apprentice) mientras que Johnson debía conformarse con apariciones en un panel, pero su atractivo funcionaba de manera similar. El humor era fundamental, no para entretener sino para resaltar que el intérprete no era igual a todo el resto de políticos estirados. Ese lleva siendo el truco de Johnson durante años: el pelo despeinado, la camisa desabrochada, y un comentario que parece improvisado pero que en verdad ha sido cuidadosamente elaborado.

En el caso de Johnson, lo más probable es que la estrategia haya comenzado como una forma de llamar la atención, de destacar entre la multitud y aspirar al puesto más alto de la sociedad de debates Oxford Union, de la Universidad de Oxford donde estudió, o de transformar en una actuación cómica su incapacidad para aprenderse las frases que le tocaban durante una producción escolar de Ricardo II en el colegio de Eton.

Solo que cuando llegó el referéndum sobre la UE, el truco se había convertido en algo más. Había adquirido un significado político y servía para decir que Johnson se salía de las convenciones, que era un inconformista sin miedo de romper las reglas. En 2016 se convirtió en parte de una política que trataba de aprovechar la energía de la antipolítica para presentar a Johnson como a un hombre intrépido que ponía en cuestión el consenso de Westminster, el tribuno del pueblo y contra el establishment, por difícil que parezca teniendo en cuenta su currículum.

La reinvención

Era toda una transformación del personaje liberal y vagamente cosmopolita que Johnson había construido como alcalde de Londres, una reinvención comparable a la de Trump, que también tuvo que deshacerse de su pasado como votante demócrata y pro aborto de Nueva York.

A finales de 2016, los dos hombres se habían reposicionado como la encarnación del populismo nacionalista, despotricando contra las élites progresistas y prometiendo el retorno a un pasado que había desaparecido: Estados Unidos volvería a “ser grande” y el Reino Unido recuperaría “el control”. Lo que no cambiaron fueron las mentiras. Estampada en un lateral del autobús rojo por el Brexit se podía leer la cifra de 350 millones de libras y la falsa afirmación de que ese era el dinero que Reino Unido enviaba a la UE. 

Claro que mentir sobre Europa fue la forma en que Johnson se hizo famoso en los años 90 como corresponsal del periódico The Telegraph en Bruselas, donde produjo una serie de llamativas ficciones. Desde un supuesto intento de la UE de enderezar los plátanos hasta una imaginaria solicitud italiana para que la Unión aprobara la fabricación de condones de menor tamaño. Aquellos años de Johnson confirmando los prejuicios de los lectores de The Telegraph y sus mayores miedos sobre un inminente superestado europeo contribuyeron a reforzar el euroescepticismo británico y allanaron el terreno para 2016.

Pero esta vez la costumbre de mentir de Johnson formaba parte de un proyecto político más amplio que iba mucho más allá de Reino Unido. La “posverdad” se había convertido en uno de los rasgos definitorios del nuevo populismo, generalmente asociado al desprecio por la ciencia, los datos y la experiencia.

Como es natural, la campaña por el Brexit nunca mencionó las estadísticas sobre el daño económico que infligiría salir de la Unión Europea, tampoco las que explicaban cómo un Reino Unido que se retiraba del mercado único de sus vecinos más próximos acabaría, evidentemente, siendo más pobre. Si alguna persona con conocimientos de comercio internacional planteaba una objeción, la respuesta era que el país ya estaba “harto de expertos”.

Boris Johnson encajaba a la perfección en esta forma de populismo. Durante mucho tiempo su marca personal fue la del desprecio a las hormiguitas trabajadoras y a las “chicas sabelotodo” que sentían la obligación de revisar sus papeles, leer los informes y dominar todos los pequeños detalles. Hacía tiempo que Johnson interpretaba el conocido arquetipo inglés del caballero amateur que ofrecía soltura, confianza y fanfarronería en lugar de esfuerzo, experiencia y atención a los detalles. El populismo de la era Brexit otorgaba una pátina de intención ideológica a una arrogancia y pereza que hasta ese momento solo habían sido meros defectos de carácter.

“El hombre del pueblo”

En la era de Trump y del Brexit, ser un mentiroso y fanfarrón congénito, como siempre lo había sido Johnson, era ser un hombre del “pueblo” y de sus “instintos”, sin cohibirse por sutilezas mezquinas, sin prestar atención a los aburridos detractores y a sus tediosas enumeraciones de hechos, dispuesto a tomar partido contra las élites sabelotodo, contra el establishment y contra los expertos. Al menos en ese aspecto, el presidente estadounidense no se equivocó al reconocer en Johnson un espíritu afín, “el Trump británico”.

Podía haber funcionado, al menos durante un tiempo, solo que entonces apareció el coronavirus. Los populistas no saben responder a una pandemia porque es el tipo de situación que requiere todo lo que Johnson y los de su calaña desprecian y no tienen: trabajo duro, un conocimiento forense de los detalles, expertos, empatía humana, espíritu de sacrificio y, sobre todo, reglas. Por supuesto, Johnson no las iba a cumplir. Nunca lo había hecho. 

No cumplir con las reglas formaba parte de su atractivo antes, pero con las revelaciones sobre las fiestas en Downing Street, ese fue el rasgo que provocó el rechazo de la opinión pública. Aunque se retrasó mucho y supuestamente también se diluyó, el informe de Sue Gray provocó una nueva oleada de disgusto colectivo, con sus relatos de fiestas a todas horas, peleas de borrachos, paredes salpicadas de vino y de vómitos, por no hablar del desprecio tipo Bullingdon Club [por el club de estudiantes de Oxford] ejercido contra los sirvientes. Johnson vivía de prestado desde ese momento. Si no hubiera sido el caso Pincher, cualquier otra cosa habría terminado con él.

Johnson, que soñaba con pasar una década en Downing Street, habrá ocupado el número 10 durante poco más de tres años si consigue quedarse hasta el otoño como es su deseo (si lo echan antes, habrá sido un primer ministro aún más efímero que May, algo que le va a doler).

Aun así, ha tenido tiempo para causar un daño duradero. No solo por la mala gestión de la pandemia que en un momento llevó a Reino Unido a registrar el mayor número de muertes de Europa y el mayor retroceso económico dentro del G7. También por algo menos medible: alejó al Partido Conservador de los valores que en otra época tuvo.

El partido de Johnson puso alegremente en peligro a la unión, pisoteó la soberanía parlamentaria y hasta insultó a la monarquía, algo insólito en el Partido Conservador. Purgó a algunas de sus mejores personas y denigró a varias de las instituciones más importantes del Estado poniéndolas bajo la dirección de claros incompetentes. Y sobre todo, drenó lo que quedaba en las reservas de confianza de la opinión pública.

En la primavera de 2020, los británicos estuvieron dispuestos a seguir a su primer ministro durante un largo período de autodisciplina colectiva, incluso a costa de las dificultades y del dolor emocional. Lo hicieron porque creyeron en sus palabras cuando dijo que lo haríamos todos, hasta el último de nosotros. La reina Isabel II le creyó, y por eso se sentó sola mientras enterraba a quien fue su marido durante 73 años. Pero no era verdad.

El legado de todo esto será una desconfianza y un cinismo que seguirán mucho después de que Boris Johnson se vaya de Downing Street. Su breve pero tóxico paso por el cargo que anhelaba desde la infancia por fin se ha terminado.

Traducción de Francisco de Zárate.