En este momento, en algún lugar, alguien (probablemente una mujer) está ejerciendo el feminismo de manera equivocada. Ese es el mensaje abrumador que se transmite actualmente en todo el mundo. Cuando Robin Wright exige públicamente recibir el mismo sueldo que su compañero Kevin Spacey por su papel en la serie House of Cards, el mensaje es 'bien por ella, una estrella de cine de piel blanca y privilegiada'. “¿Ha fallado el feminismo de las celebridades?”, se pregunta Andi Zeisler en We were feminists once, su nuevo libro publicado esta semana.
Es ridículo suponer que todas las celebridades que dicen algo remotamente feminista son, de alguna manera, hipócritas. Es una forma demasiado frecuente de desmerecer a las mujeres. Incluso a la pobre Beyoncé no le está yendo demasiado bien. Al parecer, el sistema capitalista se adueñó de ella... vendiendo su música. ¿Quién hubiera imaginado que ese era su plan secreto? Jamás será posible cumplir con la expectativa del icono femenino perfecto que, de alguna forma, existe por fuera del sistema. Es sencillamente imposible.
A estas alturas, puede que hayamos aprendido a conformarnos con la imperfección en nuestra vida personal y en la política. Pero también hemos dado marcha atrás. En una época en la que es necesario reevaluar los beneficios del feminismo y luchar por más, nos encontramos en medio del caos y la disconformidad absolutos, con cada vez más reglas sobre el tipo “correcto” de feminismo.
Parte de lo que ocurre se hace con la excusa de “señalar” a aquellos cuyas declaraciones difieren de las opiniones de moda sobre las personas transexuales o las trabajadoras del sexo. Que haya personas señaladas por sus privilegios raciales o de clase no es nuevo, pero el ataque se ha vuelto demasiado rencoroso. Otros son señalados por razones francamente incomprensibles, tan esotéricas que sencillamente llevaría horas explicárselo a cualquier persona ajena al extraño mundo de discusiones de Twitter. Cuestionamientos que pasan desapercibidos para la mayoría de la población, algo que parece alimentar su absurda intensidad.
Parte de esto es generacional e inevitable. Por supuesto que no estoy diciendo que el feminismo haya sido alguna vez un movimiento unificado. No lo ha sido. Siempre ha habido enormes diferencias, pero la estrechez de mente de hoy en día es preocupante. Me perturba que la gente se atrinchere en un lugar seguro donde las peleas dentro del feminismo reemplazan a las peleas en favor del feminismo.
Sí, yo también lo he hecho. El elemento de autocrítica presente en gran parte de la política feminista proviene de la izquierda y puede parecer fascinante. A algunas personas les produce placer sentirse los más “abiertos”, competir por ser los más radicales para impresionar a sus correligionarios pero no para convencer a los que están fuera del círculo. De hecho, lo peor que podría pasarles es ver cómo sus creencias marginales se vuelven populares.
Este tipo de política de la pureza se presenta a sí misma como arriesgada, loca y peligrosa, cuando en realidad los que la profesan ocupan lugares bastante seguros y sin grandes desafíos. ¿Para qué estar en el poder cuando se puede estar en lo cierto? ¿Para qué convencer a otros, demasiado estúpidos como para comprender la verdad? Por supuesto, algunos elementos de esta política de la pureza están presentes en el Corbynismo cuando nos exige, de manera simplista, elegir el lado correcto. El modo de funcionamiento es a través de la afirmación: uno ya piensa lo correcto, no se piensa al partido político como un medio para convencer a los que actualmente piensan de manera equivocada.
Pero el feminismo no es un partido político sino un movimiento que busca tanto la igualdad como la liberación de las mujeres. La liberación es la revolución y el sueño, mucho más interesante que la igualdad básica. Pero ignoren la igualdad y tendrán que atenerse a las consecuencias. Si llegamos a pensar que la igualdad llegará por sí misma será porque hemos dado marcha atrás.
Independientemente de la manera en que pensemos acerca de los “géneros”, demandas básicas como un salario igualitario, la posibilidad de decidir si continuar o no con un embarazo, o terminar con la violencia hacia las mujeres son logros aún por conseguir. Si la Royal College of Midwives pelea por la despenalización del aborto, es polémico; pero si una actriz logra obtener un sueldo igualitario, es de sumo interés.
Los informes policiales sobre los enormes niveles de violencia doméstica nos indican todo lo que falta. Ya estamos debatiendo el final del sistema binario de género y sin embargo nunca antes he visto los géneros tan delimitados, tanto por la manera en que se viste la gente como por los juguetes con que juegan los niños.
Por eso me asusta que el feminismo se convierta en un estilo de vida y entre en la órbita de la autoayuda (¿Puedo ponerme estos zapatos? ¿A quién le importa?). Ese lugar sólo nos permite identificarnos como feministas para esperar que de alguna manera las cosas mejoren. Un feminismo sin gluten que solo nos pide que cuidemos de nosotras mismas y anunciemos cada tanto al mundo cómo nos está yendo.
Eso sí, ese lugar es mucho menos problemático que un feminismo en el que tengamos que mirar hacia fuera. Por ejemplo, ¿qué debería responder el feminismo ante esas mujeres que dicen no soportar la actitud antimujeres de Donald Trump y a pesar de eso lo votan? ¿Simplemente criticarlas?
El trabajo del feminismo es precisamente entender la relación entre el fracaso económico y las políticas de género. No podrá hacerse mientras sigamos embobados pendientes de la vergüenza que debería sentir cualquier mujer que diga públicamente algo del tipo “equivocado” de feminismo.
Todo esto está diseñado para hacer que las mujeres dejemos de hablar, dejemos de identificarnos con las cosas que tenemos en común y nos recluyamos en el narcisismo de las pequeñas diferencias.
Como madre, me consuela mucho la máxima de Winnicott: no hay una madre perfecta sino una “madre lo suficientemente buena”. Ojalá existiera también el feminismo lo suficientemente bueno.
Traducción de Francisco de Zárate